Las vidas de un puñado de personajes como engranajes de
reloj, dientes, ruedas, trenes de rodaje, piezas sueltas que, al quedar unidas,
inician un movimiento, marcan un punto en el espacio y en el tiempo y se
dirigen a un destino, cada gesto de una pieza que influye en las demás, las
completa y les da un sentido, y la ausencia de una de ellas, por pequeña que
sea, que deja incompleto al mecanismo y lo ralentiza o lo detiene. George W.
Crosby está postrado en una cama, siente la presencia de su familia a su alrededor,
espera la muerte. Y, en esa espera, el tiempo y el espacio que se desbarajustan
y las alucinaciones que mezclan recuerdos, ensoñaciones y personas,
alucinaciones que abren el techo de la habitación y el universo entero se
desprenda por esa grieta encima de George.
Vidas de hojalata
es George ante su muerte, los últimos días de su vida donde, sin querer, sin
forzarlo, recuerda a su padre vendedor ambulante y hojalatero y se cruzan sus
vidas y sus pasados en un punto donde no se sabe qué es real, qué imagino y qué
soñado. Paul Harding inicia la cuenta atrás de George, ocho días donde pasarán
junto a su cama sombras, preguntas, imágenes y recuerdos. Harding apenas se
detiene en la vida adulta de George, algún dato rápido que conforma apenas una
página de biografía, y da la voz a su padre, un poeta y vendedor que tiene
ataques epilépticos (parecidos a relámpagos que le cruzan el cuerpo).
Se mezclan voces y miradas en Vidas de hojalata, se pasa de un narrador omnisciente a la voz
personal de George o Howard, el padre del moribundo George. El tiempo, en los
últimos días de George, deja de tener importancia, las alucinaciones juegan con
él, lo llevan a ver un momento de su infancia, cuando la familia espera a su
padre a la mesa y se hace de noche y aparece con el rostro contraído, a
recordar su fuga con el carromato de su padre o ver uno de sus ataques
epilépticos. A veces, estas voces mezcladas, de narrador a los personajes a
pasajes de un diario o de un libro sobre relojes, dejan una sensación de barullo,
de no estar del todo afinado el tono y el ritmo de la novela.
Vidas de hojalata
habla de las raíces, pérdida y desapariciones, George que vio cómo su padre
desapareció, Howard que habla de su propio padre, el abuelo de George, un
clérigo que se desvanece en el aire poco a poco, la sensación de un hilo que
los une y les dicta un camino. La naturaleza, la luz, la oscuridad, adquieren
especial relevancia para Harding. Hay fragmentos extensos donde los personajes
se encuentran ante un bosque o una laguna, o sienten el cambio en la intensidad
de la luz, y ahí, en medio de la naturaleza, reflexionan sobre el sentido de su
vida, qué se esconde en la oscuridad y qué esconden ellos, sienten que se
encuentran ante algo que está por revelarse. Por momentos, Vidas de hojalata es algo parecido a la prosa poética, el secreto
tras la llama de una vela.
Las manos, los dientes, el estómago, los pensamientos incluso, eran más o menos inherentes a la condición humana, y dado que mi padre se estaba alejando de esa condición, también debían hacerlo todos aquellos detalles, para regresar a alguna clase de espuma incognoscible en la que tal vez se les asignaría la función de estrellas o de hebillas de cinturón, de polvo lunar o de clavos de vía ferroviaria. Quizá ya eran todas esas cosas y mi padre se desvanecía porque se había dado cuenta: Dios mío, estoy hecho de planetas y madera, de diamantes y pieles de naranja esparcidos por el tiempo y el espacio; el hierro de mi sangre fue antaño la hoja de un arado romano; arráncame el cuero cabelludo y me verás en el cráneo el grabado de un ex marinero que jamás sospechó que me estaba tallando el cráneo; no, mi sangre es un arado romano, mis huesos están grabados con nombres que significan luchador del mar y jinete del océano y las imágenes que tallan son representaciones de estrellas del norte en distintas estaciones, y el hombre que mantiene recta mi sangre mientras surca la tierra se llama Lucian y va a plantar trigo, y no puedo concentrarme en esta manzana, esta manzana, y la única cosa común a todo esto es que siento un pesar tan profundo que debe de ser amor, y ellos están inquietos porque mientras tallan y aran los asaltan visiones de alguien que trata de agarrar manzanas de un tonel. Aparté la mirada y subí corriendo las escaleras, esquivando las que crujían para no violentar a mi padre, que aún no se había convertido del todo de arcilla a luz.
Hay momentos donde no hay acción y Harding se pregunta
por el tiempo (del mecanismo de los relojes al paso del tiempo), la familia, la
importancia de la naturaleza (un lugar donde ser libres, donde encontrarse,
donde dejar pasar el tiempo sin otra cosa que ver la llegada de la oscuridad),
y otros donde, de repente, Vidas de
hojalata se convierte en una pequeña aventura en los encuentros de Howard
con sus clientes, él en su carromato tirado por un caballo que entra en granjas
y habla con amas de casa o busca a viejos solitarios que viven en el bosque y
dicen conocieron a Nathaniel Hawthorne (y es a Hawthorne donde me lleva la
forma de incluir la naturaleza en el libro y los personajes de Harding, una
escritura a veces densa, pausada y de otro tiempo).
George, en su cama, a la espera de la muerte, una sombra
a su lado, palabras susurradas, la ausencia de realidad y sentir que la sangre
abandona poco a poco el cuerpo. Y en esa última desaparición, el diálogo con la
propia vida y aquello(s) que nos conforma. Vidas
de hojalata es irregular, de esas novelas que sientes estimable pero que se
queda a medio camino.
Ochenta y cuatro horas antes de morir, George pensó:
Porque son como azulejos sueltos en un marco, con el espacio suficiente entre
ellos para poder desplazarse de un lado a otro, aunque solo puedan moverse unos
pocos a la vez y solo en un punto concreto, de modo que parezca que no son
ellos los que se mueven, sino el espacio que queda vacío entre ellos, y ese
espacio vacío es el espacio que falta, los últimos fragmentos de cristal de
color, y cuando esos fragmentos estén en su sitio ese será el cuadro final, el
arreglo final. Pero esos fragmentos, lisos y brillantes y lacados, son las
oscuras lápidas de mi muerte, en gris y negro, y pálidas y decoloradas, y hasta
que no estén en su sitio todo lo demás seguirá cambiando. Y así esto terminará
en un caos en el que cuando todo se detenga yo no llegaré a saberlo, y este
movimiento es ese espacio, es lo que aún no ha llegado, y que los demás verán
rellenado allí donde quede finalmente cuando los últimos fragmentos encajen y
los demás dejen de moverse, y el resultado será el dibujo quieto, el despliegue
final, aunque tampoco exactamente, porque esa finitud final no dejará de ser
también un pequeño desplazamiento, un grupo de azulejos perlinos, que en
general se mantendrán unidos pero se moverán en bloque de un lado a otro y se
mezclarán de formas infinitas con los recuerdos de otras personas, de modo que
yo acabaré convertido en una serie de impresiones porosas y susceptibles de ser
combinadas con todos los demás cuadrados vítreos que flotan de un lado a otro
dentro de los marcos de otra gente, porque siempre queda un espacio reservado
para el resto de su tiempo; y para mis bisnietos, que tienen más espacio que
azulejos, no seré más que el arreglo grisáceo de una serie de rumores; y para
los bisnietos de mis bisnietos no seré más que un matiz de algún color oscuro;
y para los bisnietos de estos nada que ellos conozcan, y así sucesivamente a
través de la legión de desconocidos y fantasmas que me ha dado forma y color
desde Adán y desde cuando las costillas se formaron soplando arena fundida para
convertirla en los trozos de cristal que adoptaron la luz de este mundo porque
se hicieron con la luz de este mundo, pese a que los fugaces inquilinos de
aquellos trozos de cristal de color los han desocupado antes de tener la más
remota idea de lo que es vivir en ellos, y si tienen… si tenemos suerte (sí,
soy afortunado, afortunado), y si tenemos suerte, tenemos momentos fugaces de
satisfacción porque podemos reflexionar sobre el misterio, si bien jamás
podremos resolverlo; o tenemos incluso abundantes misterios personales, por no
hablar de los de fuera —¿pero acaso hay misterios fuera?, eso ya es un enigma
por sí solo—; pues eso, misterios personales como dónde está mi padre, por qué
no puedo parar todo este movimiento, echar un vistazo a los arreglos inmensos y
descubrir junto a los contornos y los colores y las cualidades de la luz dónde
está mi padre, no para resolver nada sino simplemente para volver a verlo por
última vez, antes de lo que sea, antes de que termine, antes de que se detenga.
Pero no se detiene; simplemente termina. Es un dibujo final esparcido sin ni
siquiera una pausa al final, al final de lo que sea, al final de esto.
***
Lo que parecía el final del camino en realidad no era más
que un desvío a la izquierda o la derecha o una hondonada, una bajada o una
leve subida. Y el desplazamiento casi imperceptible de las nubes, por encima
del dosel de árboles, dejando al descubierto la plena luz del sol, o bien
ocultándola, o tamizándola, o reflejándola, y el modo en que esta resplandecía
y se escurría y chorreaba e inundaba y giraba, y el viento que la dispersaba
aún más entre las hojas oscilantes y la hierba ondulante, todo eso se
confabulaba para hacer que Howard se sintiera como si caminara a través de un
caleidoscopio. Parecía como si el cielo y el suelo no pararan de dar vueltas
delante de él, de modo que la tierra, al subir al cielo, dejara caer en el azul
hojas y briznas de hierba y flores silvestres y ramas de árboles, y que al
volver a girar para ocupar su sitio recibiera del cielo una precipitación de
nubes y luz y viento y sol. En un momento el cielo y la tierra estaban en su
sitio, y al minuto siguiente el uno al lado de la otra, y acto seguido
invertidos, y luego de nuevo en su sitio, en una rotación continua y
silenciosa. Los animales incautos se abrían camino a través de ese matorral
giratorio; los pájaros y las libélulas se posaban en las ramas más finas y
volvían a despegar hacia el cielo; los zorros caminaban con paso suave por
encima de las nubes y regresaban sin pausa al suelo del bosque; y miles de
colas de renacuajos descendían oscilantes desde el techo acuoso y volvían a
sumergirse en sus turbios nidos. La luz también se hacía añicos como un plato
inmenso y volvía a recomponerse y a fragmentarse de nuevo, pedazos y astillas y
cristales brillantes y briznas refulgentes que giraban en un intercambio
callado y pacífico y saturaban todo cuanto Howard veía, de modo que al final
parecía que todas las cosas se disolvieran y que sus formas no se mantuvieran
cohesionadas mediante nada más que plumas de luz de color.
***
Así que ahí está mi hijo, desvaneciéndose ya. La sola
idea lo asustaba. La idea asustaba porque en cuanto le pasó por la cabeza él ya
supo que era verdad. De pronto entendió que aunque tuviera a su hijo de
rodillas delante de él, familiar y rutinario, ya se estaba desvaneciendo, se
iba apagando. Su hijo se desvanecía ante sus ojos y aquello era inevitable, si
bien Howard también entendía que el desvanecimiento real, en cualquiera de sus
sentidos, aún debía comenzar, y que en ese momento él y su hijo, el padre de
pie en la penumbra y el hijo arrodillado y parcialmente oculto tras la puerta
carbonizada, no habían llegado aún, sino que todavía se dirigían al punto en
que comenzaría el desvanecimiento. Howard solo sabía que ese momento llegaría y
que él de algún modo había vislumbrado de antemano su existencia, como si el
momento fuera como la puerta calcinada: un objeto almacenado en el cobertizo,
entre las sierras y las palas y los rastrillos viejos y oxidados, pero también
tan inimaginable e incognoscible como sus criaturas extintas con huesos de
hierba.
Paul Harding.
Vidas de hojalata. Traducción de Jordi Martín Lloret. RBA Libros.
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