Mi padre y yo estamos en silencio. Escuchamos los ruidos
fuera de la habitación del hospital, el traqueteo de las camillas y las sillas
de ruedas, las carreras de un niño, una mujer que habla en portugués con acento
musical. Dentro de la habitación, sólo el sonido constante de la radio de mi
padre. La puerta es una frontera, a un lado nuestra espera, al otro, otras
vidas que cruzamos para las pruebas. Mientras espero a que mi padre salga del
escáner observo la tortuga dibujada en la mano de una niña, la cara arrugada y
nerviosa de un anciano y la mirada huidiza de quienes estamos ahí. Pienso en la
radiación, en la debilidad de mi padre, en su buen ánimo y recuerdo que es una
tortuga, por fuera lento y tranquilo, por dentro las dudas.
*
Por las puertas entreabiertas del pasillo, una mujer
afeitando a un hombre en silla de ruedas, partes de cuerpos, pies desnudos, un
brazo, alguien de espalda, fotos en las paredes y peluches apoyados en las
ventanas.
Mi padre y yo nos sentamos en la sala de espera y leemos
revistas del corazón. Pasamos páginas y comentamos rupturas y enamoramientos.
Mi padre agacha la cabeza o se pregunta por los materiales que usaron para el
balcón del hospital (por la puerta del balcón entran la luz gris del atardecer,
el vuelo de una gaviota, el viento entre los árboles y la sombra de las nubes).
En el suelo de la sala hay panes y peces dibujados en el mármol. Es un hospital
religioso. Están la cruz de madera en la habitación, la capilla junto a la
sala, la habitación para las oraciones (en penumbra), el sermón del domingo
copiado en una tabla (el de esta semana habla de no ser bien recibido entre los
tuyos), están la monja que da la comunión y el sacerdote que entra para
preocuparse por la salud de los enfermos y que hoy ha regalado a mi padre un
cordón de San Blas (para que te cuide la garganta, dice). Mi padre acababa de
despertar, estaba desorientado, me miraba para ubicarse en un espacio y en un
tiempo (me pregunto qué pensó hasta llegar al presente) y se puso el cordón de
San Blas alrededor del cuello.
Cerramos las revistas y salimos de la sala de espera. Llegamos
al final del pasillo. Por la ventana, un hotel, el muelle y el mar. Damos la
vuelta y el pasillo parece una pista de cien metros, lisa y distante.
Mi madre nos espera en la habitación. Busca un peine y
peina a mi padre (su mano lenta, su mirada tranquila, pasa el peine una y otra
vez sobre el pelo largo de mi padre y siento el cariño en ese gesto). Días
después, mi padre descubrirá a mi madre al otro lado del pasillo. Sonreirá y la
saludará con la mano en alto.
*
El tiempo lo marca el goteo del suero, la toma de la
temperatura, los análisis de sangre y azúcar. Las enfermeras entran, llaman
cariño o amor a mi padre y mi padre se deja hacer y las mira como un niño. La
luz gris y las sombras alargadas también marcan el paso del tiempo. La espera
es quietud e incertidumbre. Me duelen la espalda y las piernas, hay momentos
donde me siento bloqueado, asustado y mudo. En cambio, mi padre bromea con las
enfermeras. A veces habla en gallego y tengo que traducir sus palabras o hace
planes para cuando salga del hospital. Mi padre anda despacio, sin fuerza,
duerme, hace sopas de letras, recuerda viejas caras y lugares de su infancia.
Hay en mis padres una luz que me falta.
*
La ventana de la habitación da a la cafetería del
hospital. Veo familias y médicos en las mesas. A veces charlan entre ellos (una
conversación muda, los gestos suaves que acompañan a las palabras, la mirada
perdida en el poso de café), a veces miran hacia el puerto y parecen
desprotegidos. Ahora, una mujer toma un café de pie, junto a la ventana. Entran
las enfermeras y mi padre habla de las revistas del corazón que lee, de cuánto
echa de menos la comida (apenas toma un consomé y manzanilla), y que se
disfrazará por carnaval. Hoy le han llamado Fernando. Nos hemos mirado por el
intercambio de papeles.
*
Mi padre recuerda viejos días de hospital. Eran los años
sesenta. Le operaron de la espalda. Habla de un paciente que llegó con dos
maletas, una con un tocadiscos y la otra con botellas de whisky, de fumar en
las habitaciones y de llamar a los bares para pedir comidas que luego subían
los camareros en bandejas, de ingresos de treinta y cuarenta días.
*
Leo a Unamuno, Hustvedt, Askildsen mientras vigilo el
sueño de mi padre. Cuando entreabre un ojo siento que entro en su sueño, y me
convierto en una sombra no del todo definida. Me siento con el libro en el
banco del pasillo. Entonces, escucho a una mujer que se despierta asustada, no
sabe dónde está y grita y ulula. Tiene más de noventa años y su familia se
reúne a su alrededor para velarla, hablan en susurros, se acarician la espalda
o el brazo. Esperan.
*
Hay una pequeña planta en su habitación. Rosa, blanca y
violeta. Se abre a lo largo del día y las hojas caen hasta que la planta queda
desnuda. No conozco su nombre. Bajé la rama de un árbol y Elena arrancó una pequeña
rama (luego, le dio las gracias al árbol por su regalo). Ese es el ofrecimiento
de Elena, una flor y color para esta habitación. Encuentro a Elena en las cosas
bonitas alrededor, el misterio de la llama de una vela y el lenguaje del
universo.
*
Salgo a una cafetería fuera del hospital o me acerco al
muelle y veo el viento sobre el mar y los barcos pesqueros y la línea blanca de
las olas contra los acantilados. O entro en el coro de la capilla. Hay luz y
silencio y un aroma a velas consumidas. La luz atraviesa las vidrieras y forma
manchas azules, amarillas y verdes que se mueven por el suelo. Veo cartas de
tarot en los santos pintados. Elijo un banco y recuerdo cuando enseñé la
capilla a mi padre por primera vez. Anduvo entre los bancos, acarició la
madera, me dijo que era de castaño, que estaba bien trabajada, sus manos una
caricia. Por un instante no hay nada más que aquello que observo. Estoy en
silencio.
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