Los tristes vagones me conducen hacia allí, hacia aquel lugar. De todas partes nos llevan: del este y del oeste, del norte y del sur. De día y de noche. En todas las estaciones del año, viajan los trenes: primavera y verano, otoño e invierno. Los transportes viajan hacia allí sin obstáculos ni restricciones y Treblinka se vuelve cada día más rica en sangre. Cuanta más gente llevan allí, más crece su capacidad para recibirla.
Unas traviesas de madera recuerdan el horror de
Treblinka. Los nazis intentaron ocultar sus crímenes, reabrieron las fosas
comunes para incinerar los miles de cadáveres gaseados, enterraron las cenizas
bajo tierra y clausuraron el campo. Se estima que más de un millón de judíos
fueron asesinados. El campo de Treblinka era una maquinaria de muerte pensado
para destruir física y moralmente a miles de seres humanos y así conseguir que
el miedo les paralizase y no opusieran resistencia. Chil Rajchman fue uno de
los pocos testigos que salió con vida del campo y en sus memorias describe y
enumera los horrores vistos. Y lo hace de manera directa, como si se tratase de
un informe o un reportaje periodístico. Rajchman recuerda desde su llegada al
campo hasta su fuga tras el levantamiento de los judíos. Y entre esos dos
momentos, su escritura sencilla que habla del horror y el infierno que vivió,
del ser humano despojado de su humanidad, tanto las víctimas, que son tratados
como objetos, como los verdugos, que disfrutan y jalean el horror y sólo buscan
una forma de matar más y mejor y más rápido. Su Treblinka es un puñetazo al
estómago. No se detiene a elucubrar sobre el nazismo y su perversa ideología,
Rajchman quiere exponer los hechos ocurridos dentro de Treblinka y que sepamos
del infierno en la tierra que significó ese campo de exterminio. Y lo hace sin
rodeos. La verdad desnuda y cruda. La escritura sencilla y austera. Cada
capítulo golpea con una nueva revelación, con una verdad casi imposible de
asumir.
Treblinka se inicia en un vagón. Los hermanos Rajchman
dentro de uno de esos largos trenes de sesenta vagones que recorrieron Europa
durante años, los judíos aprisionados dentro, sin apenas respirar, sus
guardianes nazis y ucranianos que les niegan el agua, su llegada a Treblinka y
la primera muestra del horror, su desnudez que los invalida y noquea, que les
impide reaccionar ante lo que les está ocurriendo. Los hermanos bajan del
vagón, son separados, Rajchman ve a su hermana desaparecer y sabe el destino
que la espera. Rajchman se encuentra con ropas y zapatos amontonados en el
suelo y su primera será clasificar. Luego, peluquero. Cortará el pelo a las
mujeres que están por entrar en las cámaras de gas y ahí. Más tarde, acarreador
de cadáveres. Y dentista que extrae piezas de oro de los cadáveres. Rajchman
describe sus diferentes trabajos en el campo, y es ahí donde recuerdo que los
nazis estaban siempre a una prudente distancia, con sus látigos y sus disparos
en la cabeza y sus golpes sobre los obreros. Rajchman, como Agota Kristof en Claus y Lucas, no busca cubrir la
realidad con adjetivos superfluos. Sólo se permite llamar asesinos a nazis y
ucranianos a lo largo de los capítulos (“El asesino me grita como un cerdo
enfurecido”, “Cada tantos minutos vienen los asesinos con látigos en la mano y
gritan: «¡Moveos! ¡Más rápido!»”, “Los asesinos nos han quitado a todos la
alegría”. “Los asesinos nos obligan a cortar el pelo de nuestras hermanas unos
minutos antes de morir, y nosotros, que tampoco nos queda mucho tiempo de vida,
lo hacemos bajo el restallar del látigo.”). Rajchman
habla del comandante Franz y su perro Bari, adiestrado para matar judíos a
dentelladas, o del Artista, que llega para crear grandes piras crematorias, y
su locura por perfeccionar su matadero, de lo diabólico de los campos nazis,
las propias víctimas que son las encargadas de limpiar las huellas del
exterminio, cuadrillas de obreros que hacen el peor trabajo para que los nazis
se queden en un cómodo segundo plano.
El trabajo de retirar cadáveres estaba repartido. Además de los de la «rampa» (aproximadamente unos veinte hombres), trabajaban entre treinta y cuarenta acarreadores, seis dentistas y, en las tumbas, una brigada de excavadores. De estos, había unos diez hombres en la fosa que trabajaban acomodando los cadáveres cabeza con pie y pie con cabeza, para que entraran más. Un segundo grupo cubría cada capa de muertos con arena, tras o cual volvían a colocar otra capa. Las fosas comunes eran excavadas por una pala mecánica (más tarde, las excavadoras serían tres). Estas fosas eran enormemente grandes, unos cincuenta metros de largo por unos treinta de ancho, y varios pisos de alto. Según mi cálculo, las fosas podían tener cuatro pisos de profundidad.
El movimiento, la prisa, los golpes a los prisioneros constituían un verdadero molino diabólico. Sobre cada grupo de trabajadores había varios alemanes o ucranianos con látigos en las manos que lastimaban a los judíos en la cabeza, en la espalda, en el abdomen, en las manos, sin pensar en dónde caerían los golpes. Si prestaban atención, era para acertar en un lugar en que doliese más o pudiese hacer más daño al organismo. Los de la «rampa» y los acarreadores debían hacer su trabajo a una velocidad brutal. Los de la «rampa» tenían que cuidar de que siempre hubiese preparada una pila de cadáveres. No había que hacer esperar a los acarreadores. Estos debían agarrar a la carrera un cadáver (escoger desde lejos un ejemplar fácil), arrojarlo sobre la camilla y salir al galope con él hacia la fosa.
Es difícil resaltar algún capítulo, cada uno de ellos es
doloroso, las mujeres desnudas a las que cortan el pelo antes de entrar en las
cámaras de gas, los judíos que respetan sus festividades religiosas o cantan
salmos antes de morir, aquellos que se suicidan entre los obreros, los obreros
mismos que sobreviven con latigazos y palizas y acarrean cadáveres sabiendo
que, dentro de poco, ellos estarán dentro de la fosa, los montones de ropas y
objetos de valor que son clasificados, las fotografías y documentos enterrados,
las fosas comunes reabiertas para incinerar sus cadáveres y aún así, los huesos
que salen a la superficie y la sangre que tiñe la tierra, los gritos de
desesperación o el silencio digno de quienes saben que están a punto de morir,
el sistema por el cual los nazis desvisten de toda humanidad a sus víctimas y
su meticulosidad por perfeccionar el exterminio de los judíos, las cámaras que
crecen para que tengan mayor cabida, los trenes que llegan uno tras otro y los
miles de seres indefensos que mueren cada día, los cadáveres hinchados y
negros. Las memorias de Chil Rajchman son necesarias para no olvidar lo
ocurrido dentro de los muros de Treblinka.
Separo los dedos de mi sucia mano, corto el cabello de la
mujer y lo arrojo en la maleta, al igual que el resto de nosotros. La mujer se
levanta del lugar. Veo que está como ebria por los golpes recibidos. Me
pregunta adonde ir y le señalo la segunda puerta, a la izquierda. Apenas me doy
la vuelta, ya hay sentada otra mujer. Me agarra la mano y me quiere besar:
—Por favor, dígame, ¿qué hacen con nosotras? ¿Es nuestro
fin?
Llora y ruega que le diga si es una muerte dolorosa, si
es lenta, si les dan gas o las electrocutan.
No le respondo. Ella no me quiere soltar; sin embargo, no
puedo decirle la verdad y la tranquilizo. Toda la conversación dura unos
segundos, el tiempo que tardo en cortarle el cabello. El asesino que está de
pie a nuestro lado grita:
—¡Basta! ¡Cortad el pelo más rápido!
La mujer ya está casi aturdida. Después de un rato, se
levanta de su lugar y sale corriendo.
Se sientan una víctima tras otra y la tijera corta y
corta sin cesar. Se oyen llantos y gritos. Muchas se arrancan los cabellos a sí
mismas y nosotros tenemos que observarlas sin poder decir nada.
Delante de mí se sienta una mujer mayor. Le corto el pelo
y ella me dice que le conceda un último deseo antes de morir: que le corte el
cabello un poco más lento, porque detrás de ella, con mi compañero, está su
joven hija y ella quiere ir con ella a la muerte. Trato de retener a la mujer y
a la vez le pido a mi compañero que se apresure. Quiero satisfacer el último
deseo de la anciana pero, por desgracia, el asesino me lanza un grito y me
asesta un latigazo en la cabeza. Debo guardar silencio y no puedo retener a la
mujer. Ella tiene que irse corriendo sin la hija…
Mientras tanto sigo cortando el pelo. De pronto, oigo un
grito. Me doy la vuelta y veo entrar corriendo a una muchacha de unos dieciocho
años que grita a todas las mujeres:
—¿Qué pasa con vosotras? ¡Haríais mejor en avergonzaros!
¿Por quién lloráis? ¡Mejor reíd! ¡Así nuestros enemigos verán que no vamos a la
muerte como cobardes! ¡Los asesinos se deleitan con nuestro llanto!
Todos quedan como paralizados. Los asesinos miran
alrededor, actúan todavía más salvajemente y la muchacha ríe todo el tiempo
hasta que se la llevan.
De entre las infelices víctimas se sienta delante de mí
una muchacha joven y bonita. Me ruega:
—No me corte todo el cabello. ¿Qué voy a parecer?
No puedo contestarle. ¿Qué le puedo decir? Trato de
calmarla.
Se sienta delante de mí otra mujer. Se quita las
horquillas del cabello y me grita:
—¡Más rápido! Haga lo que quiera. ¡Me puede arrancar
también un pedazo de carne de la cabeza! Usted sabe que estoy perdida…
Sí, todos estamos perdidos.
Una mujer mayor me ruega que le diga si todos los hombres
han sido seleccionados para el trabajo. Ella sabe que va hacia la muerte, pero
será un consuelo si su hijo, que ha venido con ella, sigue con vida. La
tranquilizo con una respuesta, me lo agradece y está contenta, porque su hijo,
que sobrevivirá, podrá vengarse de los asesinos…
Así pasan cientos de mujeres entre llantos y gritos y yo
me transformo en un autómata demoníaco que les corta el pelo.
De repente se detiene el ingreso de las víctimas, porque
las cámaras de gas están repletas. El asesino que está de pie delante de la
puerta de la sala comunica que habrá una pausa de media hora y se va. Quedan
con nosotros ucranianos y algunos SS. Miro alrededor y pienso: «¡Qué violencia!
¡Qué infierno es este!». Los asesinos nos obligan a cortar el pelo de nuestras
hermanas unos minutos antes de morir, y nosotros, que tampoco nos queda mucho
tiempo de vida, lo hacemos bajo el restallar del látigo. Nos han quitado todo
raciocinio y no somos más que instrumentos de los criminales. Mi amigo, que
trabaja junto a mí en la clasificación, me dice en voz baja:
—¡Cómo te has transfigurado! No te reconozco.
No le contesto y me deja en paz.
Al poco tiempo entran unos asesinos y ordenan cantar una
canción, una linda canción.
Los peluqueros más antiguos ya saben qué significa esto.
Si alguien no canta lo golpean brutalmente y por temor algunos empiezan a
cantar. Estoy como paralizado. Allí en la cámara de gas exterminan gente y
nosotros tenemos que cantar. Un asesino que nota que mi boca está cerrada me
grita:
—Tú, perro, ¿quieres recibir tu merecido…?
Abro la boca como si cantara.
Por desgracia, debemos cantar y alegrar a los asesinos.
Tenemos que complacerlos.
Cada tanto uno de ellos sale al corredor y mira dentro de
la cámara a través de una mirilla para ver si las víctimas ya están muertas.
Así pasa media hora, luego entra otro asesino y nos
comunica que el trabajo prosigue. Debemos volver a ocupar nuestros lugares para
recibir nuevas víctimas y, al instante, aparecen mujeres desnudas.
El trabajo avanza sin interrupciones. Pasa una hora y
todo el transporte ya está aniquilado: varios miles de personas han sido
envenenadas con gas.
Chil Rajchman.
Treblinka (Epílogo de Vasili Grossman. Traducción de Jorge Salvetti. Seix
Barral.)
La edición de
Seix Barral incluye El infierno de
Treblinka de Vasili Grossman como epílogo. Y es este un punto interesante. Teblinka
contado desde dentro por una de las víctimas y desde fuera por un escritor y
periodista que acompañó al ejército ruso durante la segunda guerra mundial y
descubre el fanatismo y el horror nazi. Mientras que Rajchman describe lo
ocurrido dentro de Treblinka sin detenerse a reflexionar sobre la ideología
nazi o el rumbo que lleva la guerra y Europa, su escritura tan directa,
sencilla como dolorosa, Grossman intercala entre las descripciones del campo la
visión de quien estaba fuera del horror e intenta saber su raíz y por qué
sucedió (“Uno u otro tipo de Estado no le cae a la
gente desde el cielo: la actitud material e ideológica de los pueblos es la que
engendra el orden estatal. Y es en esto en lo que se debe pensar de verdad y
por lo que de verdad debe uno horrorizarse…”). El infierno de Treblinka completa las
memorias de Rajchman, hace un repaso de los métodos nazis usados en el campo de
exterminio, la llegada de los trenes, la falsa estación donde se bajaban los
judíos, la desnudes y la humillación, los diferentes jefes del campo y su
personal sentido de la crueldad. Grossman, como periodista, habla con víctimas,
verdugos y campesinos, recrea una imagen global de lo que fue Treblinka, hace cálculos
de las víctimas y rinde homenaje a todos los miles de hombres y mujeres
gaseados de los que no se sabe ni siquiera un nombre. Grossman pone por escrito
aquello que ha escuchado y visto, imagina y da voz al horror de las víctimas (Es difícil decir qué es más terrible, si ir
a la muerte en medio de horribles sufrimientos, conociendo su inminencia, o,
con un completo desconocimiento de la propia perdición, estar mirando por la
ventanilla de un vagón de primera clase al tiempo mismo que se telefonea desde
la estación de Treblinka al campo de concentración comunicando los datos sobre
la llegada del tren y la cantidad de personas que en él viajan.), detalla
los métodos de tortura y muerte y habla de un matadero en cadena y del carácter
perfeccionista alemán.
En la última etapa del matadero en cadena se exigía, para la rapidez de su funcionamiento, un nuevo principio, y por esto la palabra Achtung se sustituía por otra restallante y sibilante:
«Schneller! Schneller! (¡Más deprisa! ¡Más deprisa!)». ¡A paso ligero hacia la muerte!La cruel experiencia de estos últimos años nos ha enseñado que el hombre desnudo pierde instantáneamente la capacidad de resistir, deja de luchar contra su suerte; junto con su ropa pierde el instinto de vivir y acepta su suerte como un destino fatal. El impaciente y sediento de vida se convierte en un ser pasivo. Pero para asegurarse, los SS adoptaban por añadidura, en la última etapa del trabajo en el matadero, el método de un aturdimiento monstruoso, sumían a la gente en un estado de abatimiento psicológico.
¿Cómo se lograba?
Adopción instantánea y brusca de crueldades ilógicas y sin sentido. Los hombres desnudos a quienes se había despojado de todo —pero que se obstinaban tenazmente en seguir siendo mil veces más numerosos que los seres que los rodeaban y que iban vestidos con uniformes alemanes— seguían respirando, miraban, pensaban, sus corazones todavía latían. Les quitaban de las manos los pedazos de jabón y las toallas, y les hacían formar en columnas de a cinco.
—Hände hoch! Marsch! Schneller! Schneller! (¡Manos arriba! ¡Andando! ¡Más deprisa! ¡Más deprisa!).
Entraban en una avenida recta bordeada de flores y de abetos que medía ciento veinte metros de largo y dos de ancho, y que conducía al lugar del suplicio. A ambos lados de esta avenida había unas alambradas espinosas, así como una fila de guardianes vestidos con uniformes negros y de SS con uniformes grises que permanecían hombro con hombro. El camino estaba cubierto de arena blanca y los que marchaban en primer lugar con las manos en alto veían en esta arena esponjosa las huellas frescas de pies descalzos, unas pequeñas, femeninas, otras minúsculas, de niño, otras pesadas, de personas viejas. Estas huellas tan imprecisas marcadas en la arena eran todo lo que quedaba de miles de personas que hacía poco tiempo habían pasado por este camino de igual manera a como ahora pasaban las nuevas cuatro mil, y a como pasarían dos horas más tarde otros miles que esperaban su turno en el ramal de ferrocarril del bosque. Pasaban igual que ayer y que diez días atrás, como pasarían a la mañana siguiente y dentro de cincuenta días, como pasó la gente durante los trece meses de existencia del infierno de Treblinka.
Los alemanes llamaban a esta avenida «el camino sin regreso».
Un antropoide apellidado Sujomil gritaba al tiempo que hacía gestos y muecas y deformaba intencionadamente las palabras alemanas:
—¡Niños, niños, deprisa, deprisa, el agua del baño se enfría! ¡Más deprisa, niños, más deprisa! —decía, y luego soltaba una carcajada, se ponía en cuclillas y hacía movimientos de danza.
La gente con las manos en alto marchaba en silencio, entre dos filas de guardianes, mientras recibía culatazos y golpes propinados con varas de goma. Los niños, que apenas podían seguir el paso de los mayores, corrían. En este último y doloroso camino, todos los testigos señalan la ferocidad de un monstruo, el SS Zepf. Se había especializado en el asesinato de niños. Dotado de una enorme fuerza, este antropoide agarraba bruscamente a un niño de la multitud y, o bien lo enarbolaba como una maza y golpeaba su cabeza contra el suelo, o bien lo partía por la mitad.
Yo oí lo que se contaba de esa bestia, por lo visto nacida del vientre de una mujer, y me parecía increíble e inverosímil lo que de él se decía. Pero cuando unos testigos visuales me lo confirmaron personalmente, cuando oí que hablaban de ello como de uno de los detalles que cuadraba y que no se contradecía con el régimen general del infierno de Treblinka, creí en la posibilidad de su existencia.
La actuación de Zepf era necesaria: provocaba el shock psicológico de los condenados y constituía también una manifestación más de la crueldad ilógica que aniquilaba la voluntad y la conciencia. Era un tornillito útil y necesario de la enorme máquina del Estado fascista.
Grossman entra en
el campo y encuentra vestigios de lo ocurrido, su escritura difiere de la de
Rajchman, que era rápida y necesaria y quería descubrir y describir al mundo la
realidad de los campos desde dentro. Grossman habla de su experiencia al llegar
al campo, la congoja y el estupor, las huellas del exterminio bajo la tierra.
Silencio. Apenas
se mueven las copas de los pinos que se elevan a lo largo de la vía del
ferrocarril. Fue a estos mismos pinos, a esta arena, a estos viejos tocones a
los que miraron millones de ojos humanos desde los vagones que se deslizaban
despacio hacia el andén. Crujen levemente la ceniza y los restos calcinados en
el camino negro, bordeado cuidadosamente, en un estilo muy alemán, de piedras
pintadas de blanco. Hemos entrado en el campo y marchamos por la tierra de
Treblinka. Vainas de altramuz revientan al más pequeño roce, o se abren ellas
solas emitiendo un ligero ruido. Millones de semillas se esparcen por la
tierra. El ruido de las semillas que caen, el sonido de las vainas que se abren
se funden en una melodía continua, triste y suave. Parece como si de la misma
profundidad de la tierra se elevara el sonido fúnebre, triste, amplio y
tranquilo de unas pequeñas campanas apenas perceptibles. Y la tierra tiembla
bajo los pies, hinchada, gorda, como si estuviera empapada en aceite de linaza,
la tierra sin fondo de Treblinka, inestable como una fosa abisal. Este lugar
baldío cercado de alambradas devoró más vidas humanas que todos los océanos y
mares del globo terrestre durante toda la existencia del género humano.
La tierra arroja
huesos partidos, dientes, objetos, papeles: no quiere guardar el secreto.
Y los objetos
surgen de la tierra reventada, de sus heridas sin cerrar. Aquí están las
camisas semipodridas de los muertos, los pantalones, el calzado, las pitilleras
cubiertas de verdín, ruedecitas de relojes de bolsillo, cortaplumas, brochas de
afeitar, candelabros, zapatos de niño con borlas rojas, toallas con bordados
ucranianos, puntillas de ropa blanca, tijeras, dedales, corsés, fajas. Y más
lejos, por entre las grietas de la tierra surgen a la superficie montones de
vajilla: sartenes, jarros de aluminio, tazas, cacerolas pequeñas y grandes,
cazos, bidones, jarrillos, tacitas irrompibles infantiles… Y más lejos, de la tierra
removida, sin fondo, exactamente como si la mano de alguien arrojara a la luz
lo que guardaron los alemanes, sale a la superficie un pasaporte soviético
semipodrido, un cuaderno de notas en lengua búlgara, fotografías de niños de
Varsovia y de Viena, una carta infantil con letra retorcida, un librito de
versos, una plegaria copiada en unas hojas amarillas, una cartilla de
racionamiento de Alemania… Y por todas partes centenares de tarros y frasquitos
de perfume, de cristal granulado, verdes, rosas, azules… Sobre todos ellos se
cierne un espantoso olor a materia descompuesta que no han podido vencer ni el
fuego, ni el sol, ni la lluvia, ni la nieve ni el viento. Y centenares de
minúsculas moscas del bosque se posan sobre los objetos semidestruidos, sobre
los papeles y las fotografías.
Seguimos adelante
por la tierra insondable y vacilante de Treblinka y de pronto nos detenemos.
Unos cabellos rubios y espesos, de reflejos cobrizos, finos, maravillosos
cabellos de muchacha, pisoteados en la tierra, y al lado unos rizos igualmente
claros, y más lejos unas trenzas negras, pesadas, sobre la arena amarilla, y
más lejos más y más. Este, por lo visto, era el contenido de un solo saco de
cabelleras olvidadas que no fue cargado.
¡Todo esto es
verdad! La última esperanza de que fuera solo un sueño se derrumba. Y las
vainas de altramuz suenan sin cesar, golpean las semillas como si
verdaderamente desde la profundidad de la tierra llegara el sonido fúnebre de
incontables pequeñas campanas. Y parece como si el corazón se parara oprimido
por una tristeza, por una pena, por una nostalgia tales como el hombre no puede
soportar.
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