Askildsen es la palabra exacta y la frase precisa. En sus relatos cortos deambulan muchachos que descubren el sexo, se enfrentan a la figura paterna o se esconden para mirar sin ser vistos, padres perdidos por una ciudad desconocida y que ven en su hijo a un extraño, parejas que siguen adelante por inercia, a pesar de la tensión, el odio y los celos y tratan de que todo siga como antes, instantes donde algo está a punto de revelarse, una verdad última, una renuncia o la perdición y que deja a los personajes y la acción en suspenso. Askildsen sugiere más que describe, se detiene en un momento concreto y significativo y lo muestra de manera sencilla, desarrolla la historia y los personajes hasta que quedan desnudos y desprotegidos.
Los relatos de Desde ahora te acompañaré a casa tienen una estructura sencilla y clara, los primeros centrados en la adolescencia y el misterio del sexo y la amistad, los centrales en las relaciones entre padres e hijos y los finales en el complejo mundo de las relaciones amorosas. Si en los primeros relatos, los muchachos y muchachas sienten el sexo como algo puro, primigenio y enigmático, un camino para entender la vida y el mundo adulto, en los finales las parejas están hastiadas, llenas de rabia contenida y celos, una evolución que muestra la pérdida de la inocencia inicial y las relaciones como un sentimiento deteriorado y decaído, una lucha por el poder entre dos personas que bascula entre la necesidad y el odio.
De los primeros relatos, quedarse quieto y enmudecido ante la primera relación sexual, acercarse a un acantilado y sentir el vértigo y la cercanía de la muerte (un conocimiento que hace madurar a un muchacho tímido), mirar la vida a través de unos prismáticos y sentir en esa distancia protectora el engaño y el vacío de un mundo extraño, los recuerdos de un padre severo que ejercen como bisagra a los relatos sobre padres e hijos distanciados. De estos primeros relatos, la sutileza de Askildsen para hablar de miedos, descubrimientos y vértigos, de cobardías y el primer atisbo a la vida adulta.
Los relatos de Desde ahora te acompañaré a casa tienen una estructura sencilla y clara, los primeros centrados en la adolescencia y el misterio del sexo y la amistad, los centrales en las relaciones entre padres e hijos y los finales en el complejo mundo de las relaciones amorosas. Si en los primeros relatos, los muchachos y muchachas sienten el sexo como algo puro, primigenio y enigmático, un camino para entender la vida y el mundo adulto, en los finales las parejas están hastiadas, llenas de rabia contenida y celos, una evolución que muestra la pérdida de la inocencia inicial y las relaciones como un sentimiento deteriorado y decaído, una lucha por el poder entre dos personas que bascula entre la necesidad y el odio.
De los primeros relatos, quedarse quieto y enmudecido ante la primera relación sexual, acercarse a un acantilado y sentir el vértigo y la cercanía de la muerte (un conocimiento que hace madurar a un muchacho tímido), mirar la vida a través de unos prismáticos y sentir en esa distancia protectora el engaño y el vacío de un mundo extraño, los recuerdos de un padre severo que ejercen como bisagra a los relatos sobre padres e hijos distanciados. De estos primeros relatos, la sutileza de Askildsen para hablar de miedos, descubrimientos y vértigos, de cobardías y el primer atisbo a la vida adulta.
Ella se tumbó boca arriba, y él se dio cuenta de que lo estaba mirando. Qué poema tan raro, dijo ella, y la manera en la que lo dijo le hizo sentirse feliz. ¿Te ha gustado?, preguntó él. Ven aquí y te contestaré, respondió ella. Él se tumbó de lado con la mano en el hombro de ella y el antebrazo sobre su pecho. Te admiro, dijo ella. Lo miraba mientras lo decía, y él no entendía cómo ella podía decir algo tan grande mirándolo a los ojos. Él llevó la mano hasta el pecho de ella, y ella dijo pero no por eso te dejo arrugarme la blusa. No, dijo él, y empezó a desabrochársela.
—¿Nunca te hartas de mirar? —preguntó ella.
—Nunca hasta ahora he desabrochado esta blusa.
—Es nueva.
—Tiene más botones que ninguna.
Le abrió la blusa. La cogió por los hombros y la levantó para poder pasarle la mano por detrás. Le desabrochó el sujetador y le dijo quiero quitarte la blusa del todo. Ella se limitó a sonreír. Él le quitó la blusa y el sujetador, y los pechos se desparramaron un poco, pero no mucho. Tenía la sensación de que ya había vencido todas las dificultades. Ahora podía mirarla de nuevo a los ojos. ¿Ya estás feliz?, preguntó ella. Sí, respondió él, estoy pensando que ninguna otra cosa puede hacerme tan feliz. Pero hay algo más, y tengo que probarlo.
Hay un relato portentoso en Desde ahora te acompañaré a casa, La noche de Mardon, donde un padre va a visitar a su hijo a la ciudad. Llega de noche, está desorientado, le cuesta encontrar la casa de su hijo. En un par de habitaciones, padre e hijo, con mismo nombre, se hablan y se escabullen, se acercan y se temen, se odian y se abandonan. Padre e hijo que no encuentran un lugar donde coincidir, donde sentirse cómodos. Askildsen cambia el punto de vista, pasa de una habitación a otra, en una el padre que recuerda el viaje hecho y sus ganas de huir, en la otra el hijo que habla con su amante y le descubre su rabia contenida. Hay desolación, odio y tristeza en este relato, hay una escritura concisa y directa, hay tensión y algo que está por derrumbarse. Las relaciones en Askildsen, una vez abandonada la adolescencia, parecen resquebrajadas.
«Querido Mardon: Vuelvo a casa en el tren que sale dentro de unas horas. Tenía muchas ganas de volver a verte, y me alegro de haber venido. Pero soy más viejo de lo que pensaba, y el largo viaje me ha dejado muy cansado. Si al menos hubiera logrado dormir…, pero había olvidado el efecto que tienen en mí las habitaciones extrañas, y mi corazón no es tan fuerte como antes. Estoy seguro de que me entenderás. Que te vaya todo muy bien, chico. Con cariño, tu padre». Dejó la carta encima de la mesa, luego se acercó a la puerta, apagó la luz y abrió con cuidado. El pasillo estaba oscuro. Volvió a cerrar la puerta y encendió la luz. Tal vez no se hayan dormido. Empujó la puerta hasta abrirla del todo, de manera que la luz de la habitación iluminara la escalera. Oía un murmullo lejano y difuso. Sí, sí, da pena, lo sé. Pero entonces finge un poco de amor, aunque solo sea por un día, no solo por él, también por ti. Empezó a deslizarse por el pasillo hacia la escalera. ¿Fingir amor? Parece muy sencillo. Se agarró al pasamanos con la mano derecha. El pasillo de la planta baja estaba a oscuras. Cuando me dio los álbumes lo llamé padre. Pude ver lo feliz que se sintió, y entonces lo odié. ¿Qué me ha hecho él para que ni siquiera pueda soportar que se sienta feliz por algo que yo le diga? Andaba despacio, cada vez estaba más oscuro. A cada paso que daba era como si dejara atrás un yugo. Iba tanteando continuamente para encontrar el interruptor, abrió la puerta del portal, voy camino a casa. ¿O qué le has hecho tú a él? preguntó Vera. Ella había apagado la luz y estaba tumbada en el colchón hinchable, con las manos debajo de la mejilla. ¿Qué quieres decir? Solo que suele ser el deudor el que odia a su acreedor, no al revés. Andaba sonriente en medio de la tranquila calle, entre los portales sin número, robados, eso dicen, dentro de dos días estaré en casa, voy camino a casa. Recuerdo, dijo ella, que en una ocasión una persona me hizo un gran favor. Debería haberle dado las gracias, se las debía, eso me parecía, pero no lo hice, lo aplacé hasta que me pareció demasiado tarde, y un día me enteré de que había muerto. ¿Adivinas lo que sentí? Alivio. Pero no vine por aquí, veamos, vine por el este, más vale salir de estas callejuelas, nunca se sabe lo que puede ocurrir, un gato negro significa suerte. No soy supersticioso. Dios sabe adónde llegaré. Este lugar tiene muy mala pinta, más vale andar por en medio de la calle. Nunca he estado aquí. ¿Por qué creo que vine por el este y, en ese caso, dónde está el este, en mitad de la noche? Bueno, tengo mucho tiempo, puedo ir hacia el oeste, pues antes o después me toparé con algo que no sean gatos negros. Dime qué puedo hacer, dijo Mardon. Ella no contestó. Estaba llorando. ¿Por qué lloras, Vera?
Los últimos cuentos son excepcionales, parejas que se aman y odian a partes iguales, que se dejan llevar por los celos o la obsesión, que vigilan y encierran al otro, las relaciones como un problema entre lo que se espera del otro y la realidad, como si los personajes de Askilden quisieran que el otro fuese una marioneta fácil de controlar. Aquí, la escritura de Askildsen, es escueta, muestra el nerviosismo y la incertidumbre de los personajes, los lleva hasta el delirio o la inquietud. El mejor de estos relatos es Todo como antes (que dio título a la colección de relatos editada por Debolsillo), una pareja en Grecia, un hombre que quiere castigar y boicotear a su mujer por sus escarceos y que se sabe débil y enfermizo.
Desde ahora te acompañaré a casa es una lectura intensa, certera y desafiante, una buena muestra de la habilidad y maestría de Askildsen en el relato corto, la tensión y el encierro en el que viven sus personajes, su forma de acercarse al otro con el misterio de la adolescencia o de alejarse en la madurez y la vida como desarraigo y tensión.
Karl se detuvo y se echó el flequillo hacia atrás. Estaba sudando otra vez. Permaneció unos instantes mirando hacia su casa, destruida por el incendio. Yo empezaba a impacientarme. Lo había acompañado hasta allí porque quería realizar una buena acción, y me parecía que ya era hora de que me pidiera ayuda.
¿Crees que Dios podría haber evitado el incendio?, preguntó.
Sí.
Estaba en medio de la pequeña llanura, a algo más de un metro del precipicio.
¿Es verdad que Dios no deja que se burlen de él?
Sí.
Me miró asustado. Estaba de espaldas al mar y a los tejados de las casas. Retrocedió un paso. Yo me quedé como clavado en el sitio; me mareo, siempre me he mareado, no soporto ver a nadie balancearse al borde de un precipicio, no lo aguanto, pero me fascina, y no le di la espalda a Karl. Retrocedió un paso más y se detuvo a unos centímetros del precipicio, todavía de espaldas. Yo sabía que estaba tan mareado como yo. Nos miramos fijamente, creo que yo signifiqué mucho para él en ese momento. ¡Estaba tan asustado… y se mostraba tan valiente!
Me burlo de Dios, dijo, susurró, sus palabras apenas me llegaron. Seguía moviendo los labios, pero yo no oí nada más. Entonces se dio vuelta, miró hacia abajo, y entregó a Dios la mejor carta que tenía en la mano, su vértigo. No sé cuánto tiempo permaneció así, pero lo suficiente y más de lo que yo habría podido permanecer allí para probar lo contrario, es decir, que Dios existía y que me atrevía a poner mi vida en Sus manos.
***
—Me puse muy contento cuando escribiste diciendo que ibas a venir.
—Siento que haya acabado así.
—¿De verdad lo sientes?
—¿Qué quieres decir?
—¿Lo sientes realmente?
—Ya te lo he dicho. No quería luchar contra ti, ni siquiera quería tener razón sobre ti. Dime una cosa, padre, imagínate que no fuera tu hijo, imagínate que fuera un conocido y que hubieras sabido de mí lo mismo que sabes ahora, ¿te habría hecho ilusión volver a verme? ¿Alojarme en tu casa?
—Evidentemente no habría sido lo mismo.
—Así es. Y si tú sólo hubieras sido mi semejante en lugar de mi padre, no habría venido a verte. ¿No significa esto que lo que nos une no es más que una convención? Somos padre e hijo, y por tanto estamos obligados a mostrarnos afecto mutuamente; si no lo hacemos, nos invade el sentimiento de culpa. Pero ¿por qué? ¿Existe alguna razón para creer que el afecto es algo genético? No nos exigimos a nosotros mismos sentir afecto por un vecino o un compañero de trabajo. No sé si entiendes lo que quiero decir.
—Sí. Conque es así como lo ves. Una convención. Que Dios te perdone esas palabras, Gabriel. Algún día te darás cuenta de lo equivocado que estás.
—Siempre has dicho eso, desde que tengo uso de razón te recuerdo diciendo algún día… Qué diferente habría sido si no hubieras creído en Dios.
—O si tú hubieras creído en él.
—Sí. Estamos condenados a atormentarnos mutuamente.
—No culpes a Dios de ello.
—A Dios no, a la idea de Dios, ese mito tan persistente de un poder que justifica unos actos y puntos de vista que en el futuro serán calificados de inhumanos. Tú crees que Dios es la meta de una fe, pero no es verdad, Dios es la fe en Dios, y por eso Dios morirá, muere día a día.
—Estás obsesionado.
—No, no soy más que un representante de un futuro que se niega a recibir una herencia, que se niega a llevar a Dios sobre la espalda.
—Será mejor que te vayas.
—Sí.
Fue hacia la puerta. Puso la mano en el picaporte y se volvió a mirar por última vez a su padre, que estaba sentado inmóvil en el sillón de respaldo alto, con los ojos cerrados y las manos agarradas a los desgastados reposabrazos.
¿Crees que Dios podría haber evitado el incendio?, preguntó.
Sí.
Estaba en medio de la pequeña llanura, a algo más de un metro del precipicio.
¿Es verdad que Dios no deja que se burlen de él?
Sí.
Me miró asustado. Estaba de espaldas al mar y a los tejados de las casas. Retrocedió un paso. Yo me quedé como clavado en el sitio; me mareo, siempre me he mareado, no soporto ver a nadie balancearse al borde de un precipicio, no lo aguanto, pero me fascina, y no le di la espalda a Karl. Retrocedió un paso más y se detuvo a unos centímetros del precipicio, todavía de espaldas. Yo sabía que estaba tan mareado como yo. Nos miramos fijamente, creo que yo signifiqué mucho para él en ese momento. ¡Estaba tan asustado… y se mostraba tan valiente!
Me burlo de Dios, dijo, susurró, sus palabras apenas me llegaron. Seguía moviendo los labios, pero yo no oí nada más. Entonces se dio vuelta, miró hacia abajo, y entregó a Dios la mejor carta que tenía en la mano, su vértigo. No sé cuánto tiempo permaneció así, pero lo suficiente y más de lo que yo habría podido permanecer allí para probar lo contrario, es decir, que Dios existía y que me atrevía a poner mi vida en Sus manos.
***
—Me puse muy contento cuando escribiste diciendo que ibas a venir.
—Siento que haya acabado así.
—¿De verdad lo sientes?
—¿Qué quieres decir?
—¿Lo sientes realmente?
—Ya te lo he dicho. No quería luchar contra ti, ni siquiera quería tener razón sobre ti. Dime una cosa, padre, imagínate que no fuera tu hijo, imagínate que fuera un conocido y que hubieras sabido de mí lo mismo que sabes ahora, ¿te habría hecho ilusión volver a verme? ¿Alojarme en tu casa?
—Evidentemente no habría sido lo mismo.
—Así es. Y si tú sólo hubieras sido mi semejante en lugar de mi padre, no habría venido a verte. ¿No significa esto que lo que nos une no es más que una convención? Somos padre e hijo, y por tanto estamos obligados a mostrarnos afecto mutuamente; si no lo hacemos, nos invade el sentimiento de culpa. Pero ¿por qué? ¿Existe alguna razón para creer que el afecto es algo genético? No nos exigimos a nosotros mismos sentir afecto por un vecino o un compañero de trabajo. No sé si entiendes lo que quiero decir.
—Sí. Conque es así como lo ves. Una convención. Que Dios te perdone esas palabras, Gabriel. Algún día te darás cuenta de lo equivocado que estás.
—Siempre has dicho eso, desde que tengo uso de razón te recuerdo diciendo algún día… Qué diferente habría sido si no hubieras creído en Dios.
—O si tú hubieras creído en él.
—Sí. Estamos condenados a atormentarnos mutuamente.
—No culpes a Dios de ello.
—A Dios no, a la idea de Dios, ese mito tan persistente de un poder que justifica unos actos y puntos de vista que en el futuro serán calificados de inhumanos. Tú crees que Dios es la meta de una fe, pero no es verdad, Dios es la fe en Dios, y por eso Dios morirá, muere día a día.
—Estás obsesionado.
—No, no soy más que un representante de un futuro que se niega a recibir una herencia, que se niega a llevar a Dios sobre la espalda.
—Será mejor que te vayas.
—Sí.
Fue hacia la puerta. Puso la mano en el picaporte y se volvió a mirar por última vez a su padre, que estaba sentado inmóvil en el sillón de respaldo alto, con los ojos cerrados y las manos agarradas a los desgastados reposabrazos.
***
Carl repitió los detalles que más lo habían humillado, excepto lo que había dicho ella de que él no era capaz de satisfacerla. Lo repitió con todo detalle, y esperó que ella se sintiera destrozada.
Llegó el camarero con la otra cerveza justo cuando Carl había terminado de decir todo lo que quería. Ella llenó el vaso despacio, luego dio un largo sorbo y dijo:
—¡Por Dios, Carl, no tenías motivos para enfadarte así! Estaba borracha y no hice nada malo.
—Bueno, bueno. De acuerdo.
—Carl.
—No nos entendemos. ¿Qué habrías dicho si yo hubiera hecho lo mismo?
—Pero tú no eres así.
—Vaya por Dios.
—Eso es importante. Tú eres tú y yo soy yo. No me conoces.
—No.
—No me tortures.
Dejó vagar la mirada y dijo:
—Un momento antes de que llegaras estaba echándote de menos, a la vez que esperaba que no vinieras. Sentía una especie de temor a que aparecieras de repente. Como si me remordiera la conciencia y encima con razón. Ya me ha pasado otras veces. Eso de echarte de menos y no querer que vengas, pura esquizofrenia. Esta noche he decidido que lo nuestro tiene que acabar. Uno se siente muy mal cuando se deja pisotear.
—Pero estaba borracha.
—Querías emborracharte, como tantas otras veces. Y cuando te emborrachas, casi siempre me pisoteas. No soy tan imbécil como para no darme cuenta de que se debe a algo en nuestra relación, algo que tú deberías intentar remediar, pero no lo haces. Callas, te emborrachas y me pisoteas. No soy un gilipollas, y estoy harto de que me traten como si lo fuera.
—Pero no dijiste nada, ¿por qué no dijiste algo?
—No puedo meterme en tus cosas de esa manera, no puedo. No tengo ningún derecho sobre ti, pero sí tengo derecho a dar la espalda a quien juega conmigo y me humilla. Si hubiera dicho más de lo que dije, me habrías humillado aún más. Debí de haberme marchado, pero me sentía demasiado miserable para hacerlo.
Ella no dijo nada. Él se sintió de repente vacío. Echó cerveza en el vaso, aunque estaba casi lleno. Quería marcharse. Esperaba que ella le dijera algo ofensivo o hiriente que pudiera darle un motivo para hacerlo. Pero ella no dijo nada. Estaban sentados uno enfrente del otro, y Carl hacía como si contemplara lo que pasaba a su alrededor. Nina tenía la cabeza ligeramente ladeada y los ojos clavados en la mesa verde. Transcurrieron unos minutos. Carl se levantó y fue al servicio. Meó y estaba triste, y cuando volvió al bar en penumbra una pieza de jazz procedente de un tocadiscos en el rincón detrás de la barra lo hizo detenerse. Un saxofón penetró el aire con secuencias vulnerables y heridos, justo lo que necesitaba. Pidió un raki para no estar delante de la barra sin tomar nada. Podía ver a Nina, escuchaba la música y la miraba a ella. Pensó: ¿Por qué me remuerde la conciencia?
Vació el vaso, salió, se sentó y dijo:
—Me remuerde la conciencia, es ridículo, pero también estoy un poco triste. No estoy seguro de que sea por tu culpa, puede deberse a mi falta de respeto por mí mismo.
No sabía muy bien por qué lo había dicho y qué quería que ella contestara, pero ella no contestó nada; se limitó a seguir mirando al infinito. Y de repente esa acusación no mencionada de la noche anterior se colocó entre ellos como un muro y como una libertad. Al levantarse, él dijo:
—Me vuelvo a casa.
Kjell Askildsen. Desde ahora te acompañaré a casa. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Lengua de trapo.
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