(Diciembre es un mal mes para leer. Por su rapidez y
ansiedad. Digo esto porque, en condiciones normales, El vino del estío habría
caído en un par de días y no en una semana y habría sido una lectura aún más
placentera de lo que fue, un libro que está entre mis favoritos de Bradbury
junto a Crónicas marcianas y El hombre ilustrado).
Un muchacho de doce años, una ventana y el inicio del
verano de 1928, el sonido de las hamacas en los porches y la diminuta luz de
las luciérnagas, las largas puestas de sol, los juegos en cañadas misteriosas y
la vida que se abre poco a poco, un mundo de máquinas modestas y sinceras, las
máquinas del tiempo que sólo pueden ir al pasado o las máquinas que predicen el
futuro con cartas de Tarot o máquinas verdes que sirven para dar un paseo o la
máquina de la felicidad que entristece al que entra en ella, el vino de los
dientes de león y las botellas que recuerdan cada día del verano, las muertes,
encuentros, aventuras y sueños que sucedieron durante tres meses y que dejaron
a Doug y sus amigos más cerca de la edad adulta.
El vino de diente de león.
Las palabras sabían a verano. El vino era verano encerrado y taponado. Y ahora que Douglas sabía, realmente sabía, que estaba vivo, y se movía en el mundo para verlo y tocarlo, convenía que algo de este nuevo conocimiento, algo de este especial día de vendimia, fuera apartado y sellado, y abierto luego un día de enero, cuando nevara rápidamente y el sol estuviese oculto desde semanas o meses atrás, y el milagro, en parte olvidado, necesitara renovarse. Sería aquel un verano de insospechables maravillas, y Douglas quería que lo conservaran y ordeñaran. En cualquier momento bajaría de puntillas a ese húmedo crepúsculo y acercaría las puntas de los dedos.
Y allí, hilera sobre hilera, con el color suave de las flores que se abren a la mañana, con la luz del sol de junio tras una débil película de polvo, estaría el vino. Y al mirar el día invernal a través de la botella... la nieve se fundiría en pastos, en los árboles vivirían otra vez pájaros, hojas, y capullos, como un continente de mariposas que se alzara al viento. Y el cielo acerado sería azul.
Ten el estío en la mano, sírvete un poco de estío, un vasito nada más por supuesto, un sorbito para niños; cambia la estación en tus venas llevándote el vaso a los labios y empinando el estío.
Ray Bradbury construye una novela cálida y sencilla en El
vino del estío, y la puebla de pequeñas aventuras y personajes misteriosos o
extravagantes, cuentos que hablan de un verano y un muchacho que descubre que
está vivo (el vértigo y la pasión), que le espera la muerte y que mira atento
el mundo que le rodea y busca los detalles que forman un verano, las hamacas,
las charlas en los porches, las carreras por las calles, las luciérnagas y las
historias de los viejos del lugar. La mirada inocente e indagadora de Doug y su
hermano pequeño Tom ante el verano y el mundo de los adultos, sus reflexiones
sobre qué significa estar vivo y cómo deben transcurrir los rituales del
verano, su manera de encarar la oscuridad de la noche o una mansión
polvorienta, su continua búsqueda y su lucidez.
En El vino del estío hay una sucesión de personajes
secundarios entrañables, el hombre nonagenario que recuerda las manadas de
bisontes o los números de magia y cabaret, una ventana a un pasado
desaparecido, la anciana que regala sus fotos y objetos de niña porque no puede
volver atrás y descubre que sólo existe el ahora y que la niña que fue ha
desaparecido para el mundo presente, el abuelo que hace vino de los dientes de
león, el trapero que lleva en su carromato objetos de segunda mano para
intercambiar con los niños del pueblo, el conductor del último tranvía, que
invita a los niños a un viaje final. Es un mundo en cambio el de El vino del
estío, Doug y Tom asisten al paso del tiempo, a los rituales propios del verano
y ven cómo pierde parte de su infancia y personas queridas.
Bradbury escribió El vino del estío a lo largo de diez
años, y por momentos parece una caja contenedora donde poner recuerdos y
personas, el tono íntimo y cálido para hablar de un verano y sus mitos. Doug y
Tom ante los rituales del verano, las primeras zapatillas de tenis, las
primeras pisadas desnudas sobre la hierba, el recuerdo del invierno como una
frontera oscura y la ilusión por el descubrimiento. Y en ese descubrimiento, la
vida y la muerte.
Sacó una libreta de tapa gris amarillenta. Sacó un lápiz
amarillo. Abrió la libreta. Pasó la lengua por la punta del lápiz.
— Tom -dijo-, tú y tus estadísticas me habéis dado una
idea. Llevaré cuenta de las cosas. Por ejemplo, ¿notaste que todos los veranos
repetimos cosas del verano anterior?
— ¿Como qué, Doug?
— Como hacer vino, como comprar zapatos tenis, como
lanzar el primer cohete del año, como hacer limonada, como clavarnos astillas
en los pies, como recoger moras silvestres. Todos los años lo mismo. Esto es la
mitad del verano, Tom.
— ¿Y la otra mitad?
— Cosas que hacemos por primera vez.
— ¿Como comer aceitunas?
— Más importantes. Como descubrir que el abuelo o papá
quizá no lo saben todo.
— ¡Saben lo que se puede saber! ¡No lo olvides!
— Tom, no discutas. Ya lo he anotado bajo
DESCUBRIMIENTOS. Pero no es un crimen. He descubierto eso, también.
— ¿Qué otras locuras tienes ahí?
— Estoy vivo.
— ¡Eh, eso es viejo!
— Pensarlo, notarlo,
es nuevo. Uno hace cosas sin pensar. De pronto miras y ves qué estás haciendo,
y es la primera vez, realmente. Voy a dividir el verano en dos partes. La
primera parte de esta libreta se titula: RITOS Y CEREMONIAS. La primera cerveza
agria del año. La primera vez que uno corre con los pies desnudos por la hierba.
El primer baño en el lago. La primera sandía. El primer mosquito. La primera
cosecha de dientes de león. Aquí, como dije, están los DESCUBRIMIENTOS Y
REVELACIONES, o quizá ILUMINACIONES (una palabra hermosa), o quizá INTUICIONES.
En fin, haces algo viejo y familiar, como embotellar vino, y lo pones bajo
RITOS Y CEREMONIAS. Y luego piensas, y pones lo que piensas, aunque sea una
locura, bajo DESCUBRIMIENTOS Y REVELACIONES. Mira lo que puse del vino: Cada vez que lo embotellas, guardas un buen
pedazo de 1928. ¿Qué te parece, Tom?
— No pude seguirte.
— Te mostraré otra cosa. Bajo CEREMONIAS: Primera paliza de papá en el verano de 1928 la
mañana del 24 de junio. Y en REVELACIONES escribí: "Los mayores y los chicos siempre pelean
porque son de raza distinta" y "Las paralelas nunca se encuentran", ¡Fúmate eso, Tom!
— ¡Doug, es cierto, es cierto! Por eso no nos entendemos
con mamá y papá. ¡Dificultades, siempre dificultades, del desayuno a la cena! ¡Doug,
eres un genio!
— Cada vez que hagas algo repetido en estos meses, dímelo.
Piensa luego, y dime eso también. Cuando llegue setiembre, sumaremos las cosas
del verano y veremos qué descubrimos.
— Tengo una estadística para ti, ahora mismo, Doug. Toma
el lápiz. Hay cinco billones de árboles en el mundo. Debajo de cada árbol hay
una sombra, ¿no es cierto? Bueno, ¿por qué hay noches? Te lo diré: ¡sombras que
salen de debajo de cinco billones de árboles! ¡Piénsalo! Sombras que corren por
el aire, que emborronan las aguas, podrías decir. Si pudiéramos descubrir un
modo de guardar esos cinco malditos billones de sombras bajo los árboles,
podríamos quedarnos levantados la mitad de la noche, Doug, ¡pues no habría noche!
Ahí tienes, algo viejo, algo nuevo.
— Es algo viejo y nuevo, realmente. -Douglas pasó la
lengua por el lápiz, con ese nombre, Ticonderoga, que tanto le gustaba:- Dilo
otra vez.
— Sombras bajo
cinco billones de árboles...
***
Sí, el verano era ritos, celebrados en el momento y el
sitio indicados. El rito de la limonada y el té frío, el rito del vino, los
pies calzados, o descalzos, y al fin, con una silenciosa dignidad, el rito de
la hamaca en el porche.
En el tercer día de verano, a la tarde, el abuelo salió
de la casa y contempló serenamente las dos anillas en el cielo raso del porche.
Acercándose a la baranda, donde se alineaban las macetas de geranios, como Ahab
cuando estudiaba el día apacible y el cielo apacible, alzó el dedo húmedo
estudiando el viento, y se arremangó la chaqueta para ver cómo se sentía uno en
mangas de camisa en las últimas horas de la tarde. Respondió al saludo de otros
capitanes en otros porches florecidos, que habían salido a observar la dulce y
terrestre corriente del clima, olvidados de las mujeres que gorjeaban o protestaban
detrás de las oscuras puertas.
— Muy bien, Douglas, pongámosla.
La encontraron en el garaje, polvorienta, y la llevaron
como la torrecilla de un elefante, a los silenciosos festivales de las noches
de verano, y el abuelo la encadenó a las anillas del cielo raso.
Douglas, más liviano, fue el primero en sentarse en la
hamaca. Poco después, el abuelo instalaba su peso pontifical junto al niño. Se
miraron sonriendo, asintiendo con movimientos de cabeza, mientras se balaceaban
silenciosamente hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás.
Diez minutos más tarde, la abuela aparecía con baldes de
agua y escobas para lavar y barrer el porche. Se trajeron otras sillas.
— Es siempre agradable sentarse a la tarde -dijo el abuelo-,
antes que los mosquitos empiecen a picar.
Alrededor de las siete, si uno se asomaba a la ventana
del comedor y escuchaba, podía oír un ruido de sillas que se apartaban de las
mesas, y a alguien que tocaba un piano de dentadura amarilla. Se encendían
fósforos; y los primeros platos burbujeaban en la espuma, y se alineaban en los
estantes. En algún sitio, débilmente, tocaba un fonógrafo.
Y luego, a medida que avanzaba la noche, casa tras casa,
en las calles crepusculares, bajo los robles y los olmos inmensos, en los
porches sombríos; aparecía poco a poco la gente, como esas figuras de los
barómetros.
El tío Bert, quizá el abuelo, luego el padre, y algunos
de los primos. Los hombres saldrían primero a la noche de melaza, echando humo,
dejando atrás las voces de las mujeres, que en las tibias cocinas ordenaban
otra vez el universo. Luego las primeras voces de los hombres, y los niños en
los gastados escalones o las barandas de madera desde donde en algún momento
algo caería, un niño o una maceta de geranios.
Al fin, como fantasmas que habían esperado un momento detrás
de las puertas de alambre, aparecerían la madre, la abuela, la bisabuela, y los
hombres se moverían y ofrecerían sus asientos. Las mujeres traerían abanicos,
periódicos doblados, hojas de bambú, pañuelos perfumados, y mientras hablaban
moverían el aire sobre las caras.
Nadie recordaba al otro día de qué habían hablado. A
nadie le importaba mucho. Sólo importaba que los sonidos iban y venían sobre
los helechos delicados que bordeaban el porche; sólo importaba que la oscuridad
era como un agua negra vertida sobre las casas, y que los cigarrillos
brillaban, y las conversaciones seguían y seguían. La charla de las mujeres se
alzaba perturbando los primeros mosquitos, que bailaban frenéticamente en el aire.
Las voces de los hombres se metían entre las viejas maderas de las casas. Si
uno cerraba los ojos y apoyaba la cabeza contra el piso, podía oír esas voces
como un terremoto distante, incesante.
Douglas se tendió de espaldas en las secas planchas del
porche. Las voces, que parecían eternas, lo alegraban y tranquilizaban. Eran
voces que fluían sobre él en una corriente de murmullos, y le rozaban los
párpados, y le entraban en los oídos somnolientos, continuamente. Las mecedoras
chirriaban como grillos, los grillos chirriaban como mecedoras, y en el mohoso
tonel de agua de lluvia nacía otra generación de mosquitos que serviría de tema
de conversación en futuros e innumerables veranos.
Sentarse en el porche en las noches de verano era algo
tan agradable, tan fácil, tan tranquilizador, que parecía imprescindible. Una
sucesión de ritos exactos y antiguos: el encendido de las pipas, las pálidas
manos que movían agujas de tejer en la oscuridad; la consumición de los
bizcochos Eskimo, envueltos en papel plateado; el ir y venir de las gentes.
Durante algún tiempo, en las primeras horas de la noche, todos hacían visitas;
los vecinos de abajo, las gentes de enfrente, la señorita Fern y la señorita
Roberta que pasaban zumbando en su auto eléctrico, y llevaban de paseo a Tom o Douglas
alrededor de la manzana, y luego subían a sentarse y abanicarse las acaloradas
mejillas, o el señor Jones, el trapero, que luego de dejar su carro y su
caballo en el callejón, subía los escalones listo para estallar en palabras,
animado, como si nadie hubiese dicho nunca lo que él decía, y de algún modo así
era. Y por último, los niños, que habían jugado a hurtadillas un último escondite,
o pateado una lata, jadeando, encendidos, volvían débiles y silenciosos como bumerangs
a la hierba blanda, y se hundían junto a la charla charla charla del porche que
los aplastaba suavemente...
Oh, la alegría de tenderse en la noche de helechos y la
noche de hierbas y la noche de voces susurrantes y somnolientas que tejían la
oscuridad. Los mayores habían olvidado que Douglas estaba allí, tan quieto, tan
callado, oyendo los planes que elaboraban para él y sus propios destinos... Y
las voces cantaban, erraban, en nubes de humo de cigarrillo iluminadas por la
luna, mientras las luciérnagas, como tardías y animadas flores de manzano,
golpeaban débilmente las luces lejanas de la calle, y las voces entraban en los
años del futuro...
***
— Esa es la dificultad con su generación -dijo el
abuelo-. Bill, usted me avergüenza, usted, un periodista. Todas las cosas que
pueden saborearse en la vida, ustedes las anulan. Ahorre tiempo, ahorre
trabajo, dicen. -Pateó los almácigos irrespetuosamente.- Bill, cuando tenga
usted mis años, descubrirá que las cosas pequeñas, las alegrías pequeñas,
cuentan más que las grandes. Un paseo en una mañana de primavera es preferible
a un viaje de cien kilómetros en un coche que corre a los saltos. ¿Sabe por
qué? Porque en el paseo hay aromas, cosas que crecen. Hay tiempo de buscar y
encontrar. Ya sé. Ustedes buscan ahora lo grande, y quizá tengan razón. Pero
como hombre que trabaja en un periódico debería fijarse usted en las uvas tanto
como en los melones. Usted admira los esqueletos, y yo las huellas digitales.
Muchas cosas lo aburren a usted, y yo me pregunto si no se debe a que nunca
aprendió a usarlas. Si de ustedes dependiera, emitirían una ley que aboliría
todas las tareas menudas, las cosas menudas. Se quedarían sólo con las grandes
cosas, y tendrían entonces que pasarse las horas ideando algo que hacer para no
volverse locos. ¿Por qué no aprenden de la naturaleza? Cortar el césped y
arrancar zarzas puede ser un modo de vida, hijo.
Bill Forrester lo miraba sonriendo.
— Ya sé -dijo el abuelo-. Hablo demasiado.
— Lo oigo con gusto.
— La conferencia continúa, entonces. Un matorral de lilas
es mejor que una orquídea. Y los dientes de león y la hierba común son todavía
mejores. ¿Por qué? Porque lo doblan a usted, y lo alejan de toda la gente y el
pueblo por un rato, y lo hacen sudar, y le recuerdan que tiene nariz. Y cuando
usted se dedica realmente a eso, es usted mismo un rato. Usted empieza a
pensar. La jardinería es la excusa más a mano para ser un filósofo. Nadie
sospecha, nadie acusa, nadie sabe, pero ahí está usted, Platón entre las
peonias. Sócrates cultivando su propia cicuta. Un hombre que lleva un saco de
abono por el campo es como Atlas con el mundo al hombro. Como dijo una vez el
caballero Samuel Spaulding: "Cava en la tierra, cava en el alma."
Haga girar esas hojas de la cortadora, Bill, y paséese bajo el rocío de la
fuente de la juventud. Fin de la conferencia. Además, es bueno comer de cuando
en cuando unos dientes de león.
Ray Bradbury. El
viento del estío. Traducción de Francisco Abelenda. Ediciones Minotauro.
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