Todo me devora. Cuando tengo los ojos cerrados, es por mi vientre por el
que soy devorada, es en mi vientre
donde me ahogo. Cuando tengo los ojos abiertos, es a través de lo que veo por
lo que soy devorada, es en el vientre
de lo que veo donde me asfixio. Soy devorada
por el río demasiado grande, por el cielo demasiado alto, por las flores
demasiado frágiles, por las mariposas demasiado tímidas, por el rostro
demasiado bello de mi madre. El rostro de mi madre es bello sin más. Si fuese
feo, sería feo sin más. Los rostros, bellos o feos, no sirven para nada más.
Miramos un rostro, una mariposa, una flor, y eso nos transforma, después nos
irrita. Si nos dejamos llevar, nos desespera. No debería haber ni rostros, ni
mariposas, ni flores. Tenga los ojos abiertos o cerrados, estoy contenida en un
todo: de repente, ya no hay suficiente aire, el corazón me aprieta, el miedo se
adueña de mí.
En verano, los árboles están
vestidos. En invierno, los árboles están desnudos como los gusanos. Dicen de
los que están criando malvas que se comen los dientes de león por la raíz. El
jardinero encontró dos toneles viejos en su desván. ¿Sabéis qué hizo con ellos?
Los serró por la mitad para sacar cuatro barreños. Puso uno en la playa y tres
en el campo. Cuando llueve, la lluvia queda recogida dentro. Cuando tienen sed,
los pájaros detienen el vuelo y vienen a beber.
Estoy sola y tengo miedo.
Cuando tengo hambre, como dientes de león por la raíz y se me pasa. Cuando
tengo sed, sumerjo la cara en uno de los barreños y sorbo. Mis cabellos caen al
agua. Sorbo y se me pasa: ya no tengo sed, es como si nunca hubiera tenido sed.
Nos gustaría tener tanta sed como agua lleva el río. Pero bebemos un vaso de
agua y ya no tenemos sed. En invierno, cuando tengo frío, vuelvo a casa y me
pongo un grueso jersey azul. Vuelvo a salir, comienzo de nuevo a jugar en la
nieve y se me quita el frío. En verano, cuando tengo calor, me quito el
vestido. El vestido ya no se pega a mi piel, me encuentro a gusto y me pongo a
correr. Corremos por la arena. Corremos y corremos. Después tenemos menos ganas
de correr. Nos aburrimos de correr. Nos paramos, nos sentamos y enterramos
nuestras piernas. Nos tendemos y nos enterramos de cuerpo entero. Después nos
cansamos de jugar en la arena. Ya no sabemos qué hacer. Miramos, por todas
partes, como si escudriñáramos. Miramos y miramos. No vemos nada de interés. Si
prestamos atención cuando miramos de ese modo, nos daremos cuenta de que mirar
así nos hace daño, de que estamos solos y de que tenemos miedo. Nada se puede
hacer contra la soledad y el miedo. Nada nos puede ayudar. El hambre y la sed
tienen sus dientes de león y su agua de lluvia. La soledad y el miedo no tienen
nada. Cuanto más intentamos calmarlos, más se desviven, más gritan, más arden
en deseos. El cielo se desploma, los continentes se hunden en un abismo: te
quedas en el vacío, solo.
Estoy sola. Solo tengo que
cerrar mis ojos para darme cuenta de ello. Cuando quieres saber dónde estás,
cierras los ojos. Estás ahí, donde se está cuando tienes los ojos cerrados;
estás en la oscuridad y en el vacío. Está mi madre, mi padre, mi hermano
Christian, Constance Chlore. Pero ellos no están ahí donde yo estoy cuando
tengo los ojos cerrados. Ahí donde yo estoy cuando cierro los ojos, no hay
nadie, nunca hay nadie salvo yo. No hay que preocuparse de los demás; están en
otra parte. Cuando hablo o juego con los demás, noto muy bien como ellos están
fuera, que ellos no pueden entrar donde yo estoy y que yo no puedo entrar donde
están ellos. Sé muy bien que tan pronto como sus voces ya no me impidan oír mi
silencio, la soledad y el miedo me recobrarán. No hay que preocuparse de lo que
sucede a ras de suelo ni a flor de agua. Eso no cambia nada de lo que sucede en
la oscuridad y en el vacío, ahí donde estamos. En la oscuridad y en el vacío no
sucede nada. Solo queda esperar, todo el tiempo. Esperar a que pase algo para
que todo se pase, para salir de ahí. Los demás, están lejos. Los demás, se
escapan, como las mariposas. Una mariposa, está lejos, tan lejos como el
firmamento, incluso cuando la tenemos en nuestra mano. No hay que preocuparse
de las mariposas. Sufrimos en vano. Aquí no hay nadie salvo yo.
Mi padre es judío y mi madre
católica. La familia marcha mal, no va sobre ruedas, no es una familia cuyo
rodamiento funciona a bolas. Cuando se casaron, acordaron el orden de partición
de los hijos que fueran a tener. Incluso firmaron un contrato al respecto, ante
notario y testigos. Yo lo sé: escucho a través del ojo de la cerradura cuando
se pelean. Con arreglo a sus cláusulas, el primer retoño va para los católicos,
el segundo para los judíos, el tercero para los católicos, el cuarto para los
judíos y así seguido hasta el trigésimo primero. El primer retoño es Christian,
de la Sra. Einberg, y la Sra. Einberg lo lleva a misa. El segundo y último
retoño soy yo, del Sr. Einberg, y el Sr. Einberg me lleva a la sinagoga. Nos
tienen. Tienen por seguro que nos tienen. Nos tienen y nos custodian. La Sra.
Einberg tiene a Christian y le custodia. El Sr. Einberg me tiene a mí y me
custodia. Me llevó tiempo entender todo esto. No parece difícil de entender,
pero, cuando era más pequeña, consideraba que esto no tenía ni pies ni cabeza,
era imposible que mis padres no pudieran amarse ni amarnos tanto como yo les
amaba.
El Sr. Einberg mira con ojos
de enfado a su bien jugar con el bien de la Sra. Einberg. Está a la que salta
cuando Christian y yo jugamos juntos. Cree que la Sra. Einberg se vale de
Christian para echarme el guante, para seducirme y robarme. La Sra. Einberg
dice que soy tan hija suya como Christian, que una madre necesita de todos los
hijos que haya tenido, que un niño necesita de su hermana pequeña y que una
niña necesita de su hermano mayor. Finjo seguir el juego que el Sr. Einberg
asegura que la Sra. Einberg juega. Eso hace rabiar al Sr. Einberg. Se echa
encima de la Sra. Einberg. Se pelean sin parar. Les miro a hurtadillas. Les veo
gritarse a la cara. Les veo odiarse, odiarse con lo más bajo que pueda haber en
sus miradas y en sus corazones. Cuanto más se gritan a la cara, más se odian.
Cuanto más se odian, más sufren. Al cabo de un cuarto de hora, se odian tanto
que puedo verles retorcerse como gusanos en el fuego, puedo sentir sus dientes
rechinar y como palpitan sus sienes. Eso me gusta. Aveces, eso me produce tal
placer que no me puedo aguantar la risa. ¡Odiaos, hatajo de payasos! ¡Haceos
daño, que os vea sufrir un poco! ¡Retorceos un poco para que me ría!
Enviaron a Christian lejos de
mí. ¡Todo un honor! Lo metieron en un sobre y lo expidieron a un campamento de
scouts. ¡Ve a emprender tus Buenas Acciones, Christian, lejos de tu venenosa
hermanita! Cuando las vacaciones llegan, es infalible; hace falta que uno de
los dos se vaya. Si no me envían de gira con la coral, envían a Christian a un
campamento de escultismo. La Sra. Einberg no está de acuerdo. ¡Deja a los
chicos tranquilos, cacho loco! El Sr. Einberg, el jefe de salidas, no quiere
saber nada, va a su bola. ¡Si no mandas a tu crío a emprender Buenas Acciones,
mando yo a mi cría a entonar escalas! ¡Los viajes deforman a la juventud!
—grita ella. ¡Los viajes forman a la juventud! —grita él.
Solo soy una chica. Einberg me
tiene, pero no está contento de tenerme. Está celoso del otro. Preferiría tener
a Christian. Una hija, no conviene, no vale nada. No me importa. ¡Que se las
apañen! Espero a que Christian regrese. Nunca hace nada malo. Nunca se le
escapa una palabra. Todo lo que hace y todo lo que dice es suave, dulce y
triste como una flor, como el agua, como todo aquello que está en paz y te deja
en paz. Christian es grato como una cosa. Están las cosas, los animales y los
hombres. ¡Caca de la vaca! ¿Qué?
Réjean Ducharme. El valle de
los avasallados. Traducción de Miguel Rei. Ediciones Doctor Domaverso.
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