Agota Kristof es la contención
y las palabras precisas, la ausencia de adornos o de juegos malabares, la
mirada directa y sin artificios, la escritura sencilla y profunda. En La
analfabeta no hay una historia o unos personajes detrás, es Agota Kristof
recordando su infancia antes de la guerra, su pasión por la lectura, el
descubrimiento de la escritura y las palabras como un refugio en los momentos
duros, su etapa de refugiada, el abandono de la propia lengua y sentirse
analfabeta al vivir y escribir en otro idioma (tal vez sea esto, escribir en un
idioma que no es el materno, lo que hace de la escritura de Agota Kristof algo
medido y exacto).
Dividida en once capítulos
cortos, La analfabeta habla de la palabra, las fronteras y la memoria.
Kristof se detiene una infancia tranquila donde la lectura deviene en
enfermedad, en el vuelco de su vida tras la segunda guerra mundial, en la
pobreza y las lenguas enemigas, en una huida de su país que la convierte en una
mujer desarraigada, en cómo hacerse escritor a través de un idioma que no es el
suyo. Once pequeños capítulos que son reflexiones y recuerdos escritos de
manera breve y concisa.
Como en la trilogía Claus y
Lucas, Kristof no se deja llevar por los lugares comunes ni por las
palabras de más, describe con la misma exactitud su pasión infantil por la
lectura, los días de internado, el destino de su padre o la llegada del
comunismo (excepcional los capítulos dedicados a la lengua materna y las
lenguas enemigas y la muerte de Stalin, sin necesidad de extensos discursos o
panfletos, Kristof habla de la imposición rusa, de un país convertido en
ignorante). A veces tierna y luminosa, a veces rigurosa y cruel, la escritura
de Kristof atrae por su profundidad y pausa.
En La analfabeta hay
una escritura que pregunta y se cuestiona por las lenguas propias y extrañas y
cómo unas hacen olvidar a las otras, por las fronteras que convierten el pasado
en un lugar extranjero, por una evolución que va de una niña que inventa
historias (algunas crueles y otras sin final) a una refugiada que escribe de
noche tras su jornada laboral en una fábrica. Hay escenas admirables y que
atrapan por su concreción, la ausencia del padre, la soledad y pobreza de la
madre tras la guerra, el cruce de una frontera con un bebé en brazos y las
lenguas que también son fronteras.
Kristof, como Askildsen, como
Carver, es escritura concisa.
Al principio, no había más que
una sola lengua. Los objetos, las cosas, los sentimientos, los colores, los
sueños, las cartas, los libros, los diarios, estaban en esa lengua.
Yo no podía imaginar que
pudiera existir otra lengua, que un ser humano pudiera pronunciar una palabra
que yo no comprendiera.
En la cocina de mi madre, en
la escuela de mi padre, en la iglesia del tío Guéza, en las calles, en las casas
del pueblo y también en la ciudad de mis abuelos, todo el mundo hablaba la
misma lengua y nunca se había planteado la posibilidad de otra.
***
Me dejé en Hungría mi diario
de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos,
mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero
sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí
definitivamente mi pertenencia a un pueblo.
***
Somos una decena de húngaros
los que trabajamos en la fábrica. Nos reunimos durante la pausa del mediodía en
la cantina, pero la comida que sirven es tan diferente de aquello a la que
estamos acostumbrados que casi no comemos. En mi caso, durante al menos un año,
me limité a tomar café con leche y pan para la comida.
En la fábrica, toda la gente
es agradable con nosotros. Nos sonríen, son hablan, pero no entendemos nada.
Aquí es donde empieza el
desierto. Desierto social, desierto cultura. A la exaltación de los días de la
revolución y de la huida le siguen el silencio, el vacío, la nostalgia de los
días en los que teníamos la impresión de participar en algo importante,
histórico quizá: el mal del país, la falta de la familia y de los amigos.
Esperábamos algo al llegar
aquí. No sabíamos qué esperábamos, pero ciertamente no era esto: jornadas de
trabajo tristes, veladas silenciosas, esta vida solidificada, sin cambios, sin
sorpresas, sin esperanza. (…)
Cómo explicarle, sin
ofenderle, y con las pocas palabras que sé de francés, que su bello país no es
más que un desierto para nosotros, los refugiados, un desierto que hemos
atravesado para llegar a lo que se llama «integración», «asimilación». En ese
momento, todavía no sé que algunos nunca lo lograrán.
Agota Kristof. La
analfabeta. Traducción de Juli Peradejordi. Ediciones Obelisco.
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