Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 9 de octubre de 2015

Ni siquiera los perros. Jon McGregor



A finales de diciembre echan la puerta abajo y se llevan el cadáver. Así empieza Ni siquiera los perros. La reconstrucción de las vidas Robert y sus amigos, un rompecabezas que habla de alcohol, drogas, perdedores, salas de espera en hospitales, albergues y juzgados y que transmiten un silencio tenso y la ausencia de expectativas, puertas que se cierran casi en silencio y dejan tras de sí una estela de pérdida y tristeza, la falta de esperanza y el día a día una búsqueda de jaco o crack que meterse en el cuello o en los muslos (las costras, cicatrices y venas rotas a los largo del cuerpo), un grupo de amigos que bordean el abismo y que se dejan arrastrar hasta el fondo, consumidos bajo puentes, habitaciones semiderruidas, centros de ayuda, cabinas telefónicas donde darse un último pinchazo, una pequeña comunidad que intercambian chutes y bebidas y recuerdos rotos, su visión de la sociedad formada en orfanatos, casas de acogida, el ejército, las giras veraniegas con un grupo musical.

McGregor, como en Si nadie habla de las cosas que importan, parece escribir diapositivas. Parte del descubrimiento del cadáver de Robert en el suelo, en descomposición tras una semana solo, describe las tareas policiales en el lugar de los hechos, el traslado al hospital, el cuerpo de Robert abierto en la mesa de la autopsia, y lo cruza con los últimos días de la pequeña familia que forma junto a Danny, Ben, Mike o su hija Laura, seres tan destruidos como él y que buscan su casa un refugio donde pincharse sin ser vistos, un lugar donde pasarse papelinas y dejarse consumir poco a poco. Hay momentos donde Ni siquiera los perros se acerca a un guión de cine, el narrador una cámara para el lector, la descripción del lugar y los movimientos de los personajes sin añadidos superfluos, una distancia que no es aséptica, que mezcla la investigación policial con los recuerdos y los caminos de los personajes (a los policías entrando por primera vez en la casa de Robert le siguen los recuerdos de un Robert aún casado y feliz o el sonido de una puerta al cerrarse para siempre).

Ni siquiera los perros es duro, los estragos de la droga, la falta de salida de un puñado de jóvenes que ocupan casas abandonadas o sólo esperan la próxima bolsa de jaco y que han consumido su cuerpo hasta convertirlo en una gran cicatriz amorfa, incapaces de encontrar una nueva vena donde pincharse y la risa al escuchar a alguno de ellos decir que es la última vez, seres que se perdieron en el camino, que no recuerdan un momento de ternura o de victoria, que deambulan por la ciudad solos y se saben aislados de una vida mejor. McGregor fractura las frases, las deja sin terminar, usa la droga como muerte y sexo, la mayoría de los personajes no han tenido una vida anterior feliz, sólo van a peor a lo largo de los años.

Durante una semana el cadáver de Robert espera a ser descubierto en la misma casa donde hacía el amor con su mujer o acariciaba el pelo de su hija, la casa que se hunde con Robert, que es una extensión de él y de todos esos jóvenes que le acompañan y le llevan comida y buscan el siguiente chute o el último que los lleve a otro mundo. Danny sale corriendo al descubrir el cadáver de Robert, es una noche de diciembre, tiene miedo a la policía, deambula por una ciudad casi desierta, de los centros de ayuda al río, a Ben le gusta las broncas, Mike se sabe perdido y busca un autobús bajo el que tirarse, Heather lleva un tatuaje de un ojo en la frente, Steve siente que su país le mintió y que no debe confiar en las personas, que no hay un amor redentor, Laura quiere conocer a su padre, cree que su madre se ha inventado sus recuerdos sobre Robert, pero descubre la realidad y que está sola, sin amparo, sin un hogar. Personajes que confluyen en la casa de Robert y que se disgregan en una ciudad dura y peligrosa. Todo es quebradizo en sus vidas, en su cuerpo, y saben qué final les espera. McGregor usa un narrador que habla y ve por todos, que ha estado en ese infierno de las drogas y la desesperanza, que se escabulle en la mesa de autopsia, la ambulancia o los juzgados y sigue los pasos de la pequeña familia tras el descubrimiento del cadáver de Robert, un narrador que habla de forma fragmentada y rápida y contundente.

Jon McGregor construye Ni siquiera los perros como un rompecabezas, personajes, recuerdos y tiempos que se entrelazan en párrafos a veces rabiosos, a veces fríos, una historia desgarrada, en algún momento aburrida y que cae en lugares comunes pero que se sigue con interés.







Se lo habían preparado apenas entraron en la habitación y se chutaron el uno al otro, y fue de perlas cuando ella le metió el pico. Estaba desquiciada e inquieta casi todo el tiempo, los dos lo estaban, pero cuando cogió la aguja y le encontró una vena se volvió muy tranquila y lenta y tierna. Lo miró a los ojos mientras se la clavaba. Fue algo diferente. Un trocito de algo que él quería. Droga de la buena, además, mejor de la que se habían metido desde hacía tiempo, probaron primero un poquito y no les hizo falta volver por más. Casi fliparon y se sintieron de puta madre, como en los viejos tiempos. Ella le preguntó dónde la había pillado, le dijo que no olvidara contarles a los otros lo buena que era. Que les dijera que tuviesen cuidado y tal. Allí tendidos fumando, y cada vez que le liaba uno le decía Gracias colega eres una maravilla eres de lo que no hay. Resultó que se lo decía a todo el mundo no sólo a él. Así que no era más que otra cosa que no significaba nada. Igual que todo lo demás. Su asistente social le había conseguido la habitación porque iba a entrar en un centro de rehabilitación en Año Nuevo, estaba todo arreglado y su asistente había dicho que debía intentar mantenerse alejada de la pena habitual durante las Navidades. Te has esforzado mucho para llegar hasta aquí, le había dicho. Así hablaban ésos. No necesitas que nadie te coma el coco para salir de esto, le había dicho él. Ella no se lo había contado a nadie pero se lo estaba contando a él ahora, en esa cama estrecha. Ya era algo. Estaban tendidos cerca pero no iba en ese plan, él al principio había pensado que sí iría pero no iba en ese plan. Ninguno de los dos tenía la energía ni el tiempo necesarios para eso, no cuando les llevaba el día entero conseguir la pasta para colocarse. Tendidos en la cama, ella le dijo Danny, te lo aseguro, voy a salir adelante esta vez. Cosa que él ya había oído antes. Estaba harta, le dijo, nunca quise entramparme hasta este punto, quiero estar limpia otra vez, entiendes, voy a desengancharme. Se volvió hacia él con sus ojos verdes castaño demasiado cerca para verlos con nitidez, su voz cálida y como desdibujada, y le dijo Danny ¿me crees o no? Y por un instante él se había visto con ella en otra parte, algún sitio limpio, una imagen breve y solitaria de los dos tumbados, desenganchados y sanos, en una cama bien grande de su propiedad, con un coche en el sendero de entrada, dos coches en el sendero de entrada, trabajos a los que ir, las lentillas en una cajita en la mesilla de noche, el olor a café y pan procedente de una cocina impoluta en el otro extremo de la casa y los dos limpios y desnudos en la cama entre sábanas blancas y suaves, sin miedo ni vergüenza, sin cicatrices ni llagas, magulladuras ni postillas, nada que esconder al despertarse ante la ventana abierta a un día nuevo y despejado, la brisa entrando con olor a hierba segada, el cartero que silbaba, la calidez de la primavera y todas esas chorradas. Ella lo miró, con la boca llena de costras y grietas, se pasó los dedos con las uñas mordidas por el pelo grasiento y le dijo Danny, créeme, esta vez será distinto, esta vez voy a llegar hasta el final. Lo que lo hizo reír porque ella ya le había pedido que creyera eso mismo antes, prácticamente todos sus conocidos le había pedido alguna vez que creyera eso mismo. Toda la vida habían estado pidiéndole que creyera cosas que luego resultaban gilipolleces. Voy a desengancharme. Te pagaré la semana que viene. Esto no es más que una situación temporal. Verás pronto a tus padres. Si mantienes la boca cerrada y te quedas quieto no

***

Esperar a que el jaco se enfríe en la jeringa, y remangarte la ropa para encontrar la vena. Frotarte los brazos, pasarte los dedos firmes y fríos por las venas que te palpitan en el cuello. Bajarte los pantalones y abrirte de piernas para buscar los orificios de entrada magullados y con postillas a lo largo de la femoral. Aquí, o ahí, o ahí. Callado y conteniendo la respiración.
Esperar a sentir cómo llega a su destino el jaco, esos largos segundos entre que te metes la aguja y e jaco empieza a hacer lo que siempre le hace a tu cuerpo y a tu cerebro y seguro que también a tu puta alma. Esperar a que desaparezca de repente todo el dolor. Borrado, arrastrado. O esperar que la metadona se filtre en tu cuerpo y te libre del mono unas horas más, te libre de todo lo que se te viene encima cuando estás chungo, te permita aguantar unas pocas horas mientras te las apañas pa5ra volver a chutarte otra vez. Para mantener a raya los problemas. Los putos problemas. Las cosas que te vienen a la cabeza cuando preferirías que no te vinieran a la cabeza, ciertas cosas. Ciertas cosas que si no te andas con cuidado saldrán a borbotones de la misma manera que echas las tripas a borbotones cuando estás jodido, cuando pasas demasiado tiempo sin meterte. Te salen a borbotones. Cuando preferirías que no fuera así. Cuando preferirías que no te viniera nada de eso a la cabeza.
Jon McGregor. Ni siquiera los perros. Traducción de Eduardo Iriarte Goñi. Salamandra.

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