A finales de diciembre echan la puerta abajo y se llevan el cadáver.
Así empieza Ni siquiera los perros. La reconstrucción de las vidas Robert y
sus amigos, un rompecabezas que habla de alcohol, drogas, perdedores, salas de
espera en hospitales, albergues y juzgados y que transmiten un silencio tenso y
la ausencia de expectativas, puertas que se cierran casi en silencio y dejan
tras de sí una estela de pérdida y tristeza, la falta de esperanza y el día a
día una búsqueda de jaco o crack que meterse en el cuello o en los muslos (las
costras, cicatrices y venas rotas a los largo del cuerpo), un grupo de amigos
que bordean el abismo y que se dejan arrastrar hasta el fondo, consumidos bajo
puentes, habitaciones semiderruidas, centros de ayuda, cabinas telefónicas
donde darse un último pinchazo, una pequeña comunidad que intercambian chutes y
bebidas y recuerdos rotos, su visión de la sociedad formada en orfanatos, casas
de acogida, el ejército, las giras veraniegas con un grupo musical.
McGregor, como en Si nadie habla de las cosas que importan,
parece escribir diapositivas. Parte del descubrimiento del cadáver de Robert en
el suelo, en descomposición tras una semana solo, describe las tareas
policiales en el lugar de los hechos, el traslado al hospital, el cuerpo de
Robert abierto en la mesa de la autopsia, y lo cruza con los últimos días de la
pequeña familia que forma junto a Danny, Ben, Mike o su hija Laura, seres tan
destruidos como él y que buscan su casa un refugio donde pincharse sin ser
vistos, un lugar donde pasarse papelinas y dejarse consumir poco a poco. Hay
momentos donde Ni siquiera los perros
se acerca a un guión de cine, el narrador una cámara para el lector, la
descripción del lugar y los movimientos de los personajes sin añadidos
superfluos, una distancia que no es aséptica, que mezcla la investigación
policial con los recuerdos y los caminos de los personajes (a los policías
entrando por primera vez en la casa de Robert le siguen los recuerdos de un
Robert aún casado y feliz o el sonido de una puerta al cerrarse para siempre).
Ni siquiera los perros es
duro, los estragos de la droga, la falta de salida de un puñado de jóvenes que
ocupan casas abandonadas o sólo esperan la próxima bolsa de jaco y que han
consumido su cuerpo hasta convertirlo en una gran cicatriz amorfa, incapaces de
encontrar una nueva vena donde pincharse y la risa al escuchar a alguno de
ellos decir que es la última vez, seres que se perdieron en el camino, que no
recuerdan un momento de ternura o de victoria, que deambulan por la ciudad
solos y se saben aislados de una vida mejor. McGregor fractura las frases, las
deja sin terminar, usa la droga como muerte y sexo, la mayoría de los
personajes no han tenido una vida anterior feliz, sólo van a peor a lo largo de
los años.
Durante una semana el cadáver
de Robert espera a ser descubierto en la misma casa donde hacía el amor con su
mujer o acariciaba el pelo de su hija, la casa que se hunde con Robert, que es
una extensión de él y de todos esos jóvenes que le acompañan y le llevan comida
y buscan el siguiente chute o el último que los lleve a otro mundo. Danny sale
corriendo al descubrir el cadáver de Robert, es una noche de diciembre, tiene
miedo a la policía, deambula por una ciudad casi desierta, de los centros de
ayuda al río, a Ben le gusta las broncas, Mike se sabe perdido y busca un
autobús bajo el que tirarse, Heather lleva un tatuaje de un ojo en la frente,
Steve siente que su país le mintió y que no debe confiar en las personas, que
no hay un amor redentor, Laura quiere conocer a su padre, cree que su madre se
ha inventado sus recuerdos sobre Robert, pero descubre la realidad y que está
sola, sin amparo, sin un hogar. Personajes que confluyen en la casa de Robert y
que se disgregan en una ciudad dura y peligrosa. Todo es quebradizo en sus
vidas, en su cuerpo, y saben qué final les espera. McGregor usa un narrador que
habla y ve por todos, que ha estado en ese infierno de las drogas y la
desesperanza, que se escabulle en la mesa de autopsia, la ambulancia o los
juzgados y sigue los pasos de la pequeña familia tras el descubrimiento del
cadáver de Robert, un narrador que habla de forma fragmentada y rápida y
contundente.
Jon McGregor construye Ni
siquiera los perros como un rompecabezas, personajes, recuerdos y tiempos que se
entrelazan en párrafos a veces rabiosos, a veces fríos, una historia desgarrada,
en algún momento aburrida y que cae en lugares comunes pero que se sigue con
interés.
Se lo habían preparado apenas
entraron en la habitación y se chutaron el uno al otro, y fue de perlas cuando
ella le metió el pico. Estaba desquiciada e inquieta casi todo el tiempo, los
dos lo estaban, pero cuando cogió la aguja y le encontró una vena se volvió muy
tranquila y lenta y tierna. Lo miró a los ojos mientras se la clavaba. Fue algo
diferente. Un trocito de algo que él quería. Droga de la buena, además, mejor
de la que se habían metido desde hacía tiempo, probaron primero un poquito y no
les hizo falta volver por más. Casi fliparon y se sintieron de puta madre, como
en los viejos tiempos. Ella le preguntó dónde la había pillado, le dijo que no
olvidara contarles a los otros lo buena que era. Que les dijera que tuviesen
cuidado y tal. Allí tendidos fumando, y cada vez que le liaba uno le decía
Gracias colega eres una maravilla eres de lo que no hay. Resultó que se lo
decía a todo el mundo no sólo a él. Así que no era más que otra cosa que no
significaba nada. Igual que todo lo demás. Su asistente social le había
conseguido la habitación porque iba a entrar en un centro de rehabilitación en
Año Nuevo, estaba todo arreglado y su asistente había dicho que debía intentar
mantenerse alejada de la pena habitual durante las Navidades. Te has esforzado
mucho para llegar hasta aquí, le había dicho. Así hablaban ésos. No necesitas
que nadie te coma el coco para salir de esto, le había dicho él. Ella no se lo
había contado a nadie pero se lo estaba contando a él ahora, en esa cama
estrecha. Ya era algo. Estaban tendidos cerca pero no iba en ese plan, él al
principio había pensado que sí iría pero no iba en ese plan. Ninguno de los dos
tenía la energía ni el tiempo necesarios para eso, no cuando les llevaba el día
entero conseguir la pasta para colocarse. Tendidos en la cama, ella le dijo
Danny, te lo aseguro, voy a salir adelante esta vez. Cosa que él ya había oído
antes. Estaba harta, le dijo, nunca quise entramparme hasta este punto, quiero
estar limpia otra vez, entiendes, voy a desengancharme. Se volvió hacia él con
sus ojos verdes castaño demasiado cerca para verlos con nitidez, su voz cálida
y como desdibujada, y le dijo Danny ¿me crees o no? Y por un instante él se
había visto con ella en otra parte, algún sitio limpio, una imagen breve y
solitaria de los dos tumbados, desenganchados y sanos, en una cama bien grande de
su propiedad, con un coche en el sendero de entrada, dos coches en el sendero
de entrada, trabajos a los que ir, las lentillas en una cajita en la mesilla de
noche, el olor a café y pan procedente de una cocina impoluta en el otro
extremo de la casa y los dos limpios y desnudos en la cama entre sábanas
blancas y suaves, sin miedo ni vergüenza, sin cicatrices ni llagas,
magulladuras ni postillas, nada que esconder al despertarse ante la ventana
abierta a un día nuevo y despejado, la brisa entrando con olor a hierba segada,
el cartero que silbaba, la calidez de la primavera y todas esas chorradas. Ella
lo miró, con la boca llena de costras y grietas, se pasó los dedos con las uñas
mordidas por el pelo grasiento y le dijo Danny, créeme, esta vez será distinto,
esta vez voy a llegar hasta el final. Lo que lo hizo reír porque ella ya le
había pedido que creyera eso mismo antes, prácticamente todos sus conocidos le
había pedido alguna vez que creyera eso mismo. Toda la vida habían estado
pidiéndole que creyera cosas que luego resultaban gilipolleces. Voy a desengancharme.
Te pagaré la semana que viene. Esto no es más que una situación temporal. Verás
pronto a tus padres. Si mantienes la boca cerrada y te quedas quieto no
***
Esperar a que el jaco se
enfríe en la jeringa, y remangarte la ropa para encontrar la vena. Frotarte los
brazos, pasarte los dedos firmes y fríos por las venas que te palpitan en el
cuello. Bajarte los pantalones y abrirte de piernas para buscar los orificios
de entrada magullados y con postillas a lo largo de la femoral. Aquí, o ahí, o
ahí. Callado y conteniendo la respiración.
Esperar a sentir cómo llega a
su destino el jaco, esos largos segundos entre que te metes la aguja y e jaco
empieza a hacer lo que siempre le hace a tu cuerpo y a tu cerebro y seguro que
también a tu puta alma. Esperar a que desaparezca de repente todo el dolor.
Borrado, arrastrado. O esperar que la metadona se filtre en tu cuerpo y te
libre del mono unas horas más, te libre de todo lo que se te viene encima
cuando estás chungo, te permita aguantar unas pocas horas mientras te las
apañas pa5ra volver a chutarte otra vez. Para mantener a raya los problemas.
Los putos problemas. Las cosas que te vienen a la cabeza cuando preferirías que
no te vinieran a la cabeza, ciertas cosas. Ciertas cosas que si no te andas con
cuidado saldrán a borbotones de la misma manera que echas las tripas a
borbotones cuando estás jodido, cuando pasas demasiado tiempo sin meterte. Te
salen a borbotones. Cuando preferirías que no fuera así. Cuando preferirías que
no te viniera nada de eso a la cabeza.
Jon McGregor. Ni siquiera los perros. Traducción de Eduardo Iriarte
Goñi. Salamandra.
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