Hay una historia oficial de héroes, traidores y fechas
revolucionarias que conmemorar: héroes aclamados por el régimen soviético y que
pasan a ser deportados o fusilados y su pasado reconstruido para que case con
los nuevos tiempos, hombres y mujeres tachados de contrarrevolucionarios y
traidores que esperan la muerte en la cárcel o la deportación a tierras
remotas, fechas que hablan de grandes triunfos contra un mal invisible. Y luego
están las pequeñas historias que esconden una verdad sencilla, que son el
recuerdo de un tiempo pasado, un intento de mantener intacta la memoria no ya
de una familia, también de un pueblo y una tierra. Aleksandr Chudakov hace
protagonistas a estas pequeñas historias que hablan de muerte, ternura, guerra,
supervivencia y tierra, de lucha, amor, desarraigo, inocencia y literatura.
«Si no fuera por él, yo no sería el hombre
que soy». Es Antón, el narrador/testigo de El abuelo, quien habla y confiesa la importancia que tuvo su abuelo
no sólo en su infancia con sus peculiares clases de escritura y lectura y su
forma de relatarle su propia vida, de ex clérigo a agrónomo y profesor, también
a lo largo de su vida de adulto, donde recuerda sus enseñanzas vitales y
culturales, el abuelo de Antón como un hombre que aúna el tiempo anterior a la
revolución bolchevique con los acontecimientos presentes, que es testigo de un
mundo casi extinguido y rechaza los nuevos tiempos. Antón escribe su historia y
la de aquellos que le rodean, intercambia la primera y la tercera persona
incluso para referirse a sí mismo, como si tomase distancia para enfocar mejor
y abarcar un mayor territorio.
El
abuelo de Antón, casi centenario, se sabe cercano a la muerte, y manda llamar a
la familia para despedirse. Antón regresa a Kazajistán y, en ese regreso, el
repaso a la vida de los suyos y a la historia reciente de Rusia. Chudakov no
escribe una novela dedicada a una saga familiar y sus vaivenes a lo largo del
tiempo, sino que crea un cuadro costumbrista de numerosas voces y personajes
secundarios, de historias envueltas en la Historia, de alguien que escribe para
no olvidar de dónde procede, cómo nació su amor por la investigación, la
literatura y los datos históricos, que se sabe un hombre de los nuevos tiempos
y, a la vez, todas las voces que lleva dentro. El abuelo creció en un
mundo sin aviones ni electricidad, pasó de Ucrania a Moscú y Kazajistán,
incapaz de encajar dentro de los nuevos tiempos donde, cada día, se cambia la Historia
y se crea una ética y unos valores nuevos y frágiles. De aquella época donde el
trabajo tenía una recompensa a la nueva de racionamientos, campos de
reeducación, una cultura ligada a las directrices gubernamentales, la delación
del vecino y la glorificación de la maquinaria y la grandeza de la tierra.
Antón, nacido poco antes de la segunda guerra contra los alemanes, ve en su
abuelo los últimos vestigios de un mundo desconocido.
Cada capítulo de El
abuelo es un pequeño relato donde se describe una persona, un tiempo, un
momento de victoria o derrota personal. Antón entremezcla los tiempos de su
vida y escribe sobre los baños en el lago, las caminatas a clase, la
universidad moscovita, los deportados y los muertos, los relatos de Chéjov
confrontados con los libros del régimen comunista, la economía natural que
practica su familia, cada miembro dedicado a una tarea, la ropa, el campo, los
animales, una manera de autoabastecerse en los tiempos de cartillas de
racionamiento, los encuentros en los troncos con los veteranos de las
diferentes guerras. Es ahí, en las historias de su abuelo y en esos encuentros
con los veteranos, donde Antón descubre la diferencia entre la historia oficial
y los artículos de la prensa y la realidad, batallas y mártires recordados por
todos que esconden una verdad oculta, las victorias que fueron derrotas y los
muertos que no fueron tales sino supervivientes silenciados. Antón es un
recopilador de historias, las propias y familiares y las de cualquier libro que
caiga en sus manos.
Aleksandr Chudakov hace de El abuelo una historia de historias, repasa los últimos años de
Rusia, las diferentes guerras y los cambios políticos, muestra aquello que está
oculto, las mentiras y las leyendas, convierte en mito a un nonagenario que ha
asistido a la extinción de varios mundos, habla con ternura y humor de un
puñado de personajes excéntricos y con tristeza sobre la escasez material y
ética de la Unión Soviética, y hace un continuo homenaje a la literatura, Chéjov,
Stevenson, Gogol, Pushkin, los libros como una manera de acercarse a la vida y
anclar la historia a ella, como forma de aventura e inconformismo.
(Es de recibo comentar la labor de los traductores, Yulia Dobrovolskaia y José María
Muñoz Rovira, la cantidad de notas que ayudan a entender la historia y los
personajes rusos)
«Como
todo hombre del siglo pasado…», comenzaba a formular Antón. Sí, del pasado, del
siglo pasado.
Se
iba a vagar por la ciudad. Las charlas con el abuelo por alguna razón lo
empujaban hacia la cuestión que Antón titulaba: «Sobre la vanidad de la ciencia
histórica». ¿Qué puede tu ciencia, historiógrafo Stremoújov? Nuestra idea de la
insurrección de Pugachov se basa en La
hija del capitán. Tú estudiaste a Pugachov como historiógrafo. ¿Han
cambiado acaso tu percepción de la época los documentos históricos? Sé franco.
Por muchos estudios que salgan, sean definitorios o refutativos, la nación
percibirá su rebelión cosaca tal y como está refleja en esa novelita. ¿Y la
guerra de 1812? Siempre y por los siglos de los siglos continuará siendo aquella
que se desarrolla en las páginas de Guerra
y paz a pesar de decenas de errores fácticos presentes en el relato. Y la
importancia, el papel de lo casual. ¿Por qué? La existencia histórica del
hombre es la vida en su plenitud; la ciencia histórica a su vez hace tiempo que
se ha fragmentado en la historia de los reinados, formaciones, escuelas
filosóficas, la historia de la cultura material. Ningún trabajo histórico
presenta al hombre en el cruce de todo ello, y eso que justo ahí, en esa
encrucijada, se encuentra el hombre en cada momento de su existencia. Solo el
escritor lo ve desde esa óptica.
***
El abuelo
había conocido dos mundos. El primero fue el mundo de su juventud y de su
madurez. Era un mundo simple y comprensible: un hombre trabajaba y recibía su
compensación, por tanto, estaba en condiciones de adquirir una vivienda, las
cosas y los alimentos sin tener que lidiar con listas, cupones, cartillas de
racionamiento o colas interminables. Aquel mundo se desvaneció materialmente,
pero el abuelo aprendió a recrear su semejanza a fuerza de conocimiento,
ingenio e indómitos esfuerzos propios y de su familia, porque ninguna
revolución es capaz de alterar las leyes del nacimiento y de la vida de las
cosas y las plantas. Lo que una revolución sí puede es rehacer el mundo
inmaterial del hombre, y lo hizo. La jerarquía de valores se derrumbó: un país
con una historia multisecular empezó a vivir según normas ideadas hacía nada;
lo que antes se consideraba ilícito se convirtió en la nueva ley. Sin embargo,
su alma preservaba el mundo antiguo y el mundo nuevo no lo corrompió. Percibía el
viejo mundo como si fuera real, el abuelo continuaba su diálogo diario con sus
autores favoritos, religiosos y seculares, con sus confesores del seminario,
con sus amigos, su padre y sus hermanos. Lo irreal para él era el nuevo mundo:
nunca logró comprender racional ni emocionalmente cómo podía haber nacido todo
esto y, para colmo, cómo se había consolidado tan deprisa, y jamás dudó de que
un día este reino de fantasmas desaparecería con la misma rapidez con la que
había surgido. Solo que ese día tardaría en llegar, y él y su nieto solían
dialogar sobre si Antón viviría para verlo.
Aleksandr Chudakov. El abuelo.
Traducción de Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira. Automática
editorial.
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