Decía Bobin en Elogio
de la nada que le parecía inoportuno decir en veinte palabras lo que podía
decir en diez y que a menudo bastaba con una palabra. Esa idea recorre los
textos de Un simple vestido de fiesta,
pequeños relatos en los que se entremezclan una mirada sencilla sobre lo
cotidiano con la reflexión sobre el acto de escribir y leer, el hombre inútil,
los extrarradios de chalets y tierra yerma. No hay una historia o una
estructura detrás de los textos de Un simple
vestido de fiesta, sino impresiones y algo entrevisto por el rabillo del
ojo. Algo fugaz.
Leer a Bobin es acercarse a alguien que busca la pureza y la
sencillez de la luz a partir de la oscuridad, que sabe que cada palabra y cada
emoción van con su contrario, que en la felicidad hay pérdida y en la alegría
espanto. Bobin es la escritura tranquila y la mirada poética, es descubrir el
mundo a través de un paisaje, una voz, una luz, el silencio, una emoción, un
descubrimiento que empieza de forma pequeña y humilde y acaba por significarlo
todo.
Hay una dicha en Bobin que tiene un matiz de duelo y
congoja, saberse fuera de las convenciones ante una vida en permanente
movimiento, ante los deseos vacuos y la rapidez. Bobin equipara al lector con
el escritor (No existe ninguna diferencia
entre la lectura y la escritura. El que lee es el autor de lo que lee),
habla de Racine, de Pasternak, de la Biblia, de manuscritos dirigidos a Rilke,
de escribir sin miedo y sin dejar fuera la vida al desnudo, de leer grandes y
largas novelas y que al final quede la imagen de tres gotas de sangre en la
nieve o el rostro de un poeta.
Por momentos, siento la escritura de Bobin como una
escritura sacra, la mirada maravillada ante la luz, el viento y el silencio,
ante la vida en blanco y los paisajes detenidos, el amor como espera, espera,
espera. Dos niñas pasean ante unos chalets idénticos y Bobin rescata el viento
en sus melenas y se acuerda de Jonás en la ballena y su mensaje de destrucción
a un pueblo señalado por dios y cómo ese pueblo, entonces, deja de pensar en el
mañana y se reencuentran con la gracia de vivir. Bobin escribe dios en
minúsculas y es ahí donde está su mirada, en lo pequeño y humilde, en la
palabra y el silencio.
Para qué sirve leer. Para nada o casi. Es como amar, como
jugar. Es como rezar. Los libros son rosarios de tinta negra, cada cuenta
rodando entre los dedos, palabra tras palabra. Y qué es exactamente rezar. Guardar
silencio. Es alejarse de sí mismo en el silencio. Tal vez es imposible. Tal vez
no sepamos rezar como se debe: siempre demasiado ruido en nuestros labios,
siempre demasiadas cosas en nuestros corazones. En las iglesias nadie reza
salvo las velas. Ellas pierden toda su sangre. Consumen toda su mecha. No se
reservan nada para ellas, dan todo lo que son, y ese don pasa a ser luz. La imagen
más bella de la oración, la imagen más clara de la lectura, sí, sería ésa: el
lento desgaste de una vela en una fría iglesia.
***
Yo te reconocía. Eras la que duerme en lo profundo de la
primavera, bajo el follaje nunca apagado del sueño. Te adivinaba ya desde hacía
mucho tiempo, en el frescor de un paseo, en el buen aire de los buenos libros o
en la debilidad de un silencio. eras la esperanza de las grandes cosas. Eras la
belleza de cada día. Eras la vida misma, de lo arrugado de tus vestidos al
temblor de tus risas.
Me quitabas el sano juicio que es peor que la muerte. Me dabas
la fiebre que es la verdadera salud.
Christian Bobin. Un simple
vestido de fiesta. Traducción de José Areán y Tono Areán. Árdora Ediciones.
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