El espíritu de la
ciencia-ficción puede verse como un bosquejo de Los detectives salvajes, están las colonias y las avenidas
mexicanas, están los adolescentes poetas y detectives, están los talleres y
premios literarios, las investigaciones, las entrevistas y los primeros amores,
están las madres espirituales de los poetas, los encuentros en habitaciones
donde está la promesa de algo por descubrir, están los malditos y los
desaparecidos y la luz que cambia sobre la ciudad y envuelve a los personajes,
están la escritura fragmentaria y la voz a veces tierna, a veces febril, a
veces intensa de alguien que recuerda un momento casi mítico, un instante que
podría definir una vida entera. El problema de El espíritu de la ciencia-ficción es que es un boceto, algo que no
acaba de ser una novela, que es difuso, con altibajos constantes y que no
cristaliza (me podría agarrar a la poesía de lo inacabado, de los espacios en
blanco, de imaginar el resultado final a partir de una lectura incompleta, de
volver a Bolaño y su escritura antes del mito).
Historias fragmentadas. Una entrevista al ganador de un
concurso literario, un poeta chileno en México, otro poeta encerrado en una
habitación y que escribe una carta tras otra a escritores vivos de
ciencia-ficción. Bolaño pasa de una historia a otra, esboza sus lugares comunes,
mezcla personajes y voces (aunque parecen una misma voz, la del escritor
ganador del concurso, la del poeta chileno, la del escritor de cartas, álter
egos de Bolaño, piezas de un mismo personaje). Y es ahí donde esta novela gana
puntos, en el reconocimiento del lector habitual de Bolaño, en sentir que
vuelve a un mundo conocido pero sin el armazón de sus futuras novelas, los
momentos donde la escritura es una mezcla de humor, ternura y rabia, el ritmo
que se dispara, los monólogos febriles sobre literatura y México, historia
iniciática donde se habla del descubrimiento del primer amor y del primer sexo
(entonces, gana para los seguidores de Bolaño).
Se habla en el prólogo del arcón de Bolaño y las novelas que
aún quedan inéditas, la alegría por esos (re)encuentros, porque aún no haya un
final y porque esas novelas agrandarán el mito
Bolaño y se podrá estudiar en profundidad y de manera completa su obra.
Mientras leía El espíritu de la
ciencia-ficción, me preguntaba si Bolaño no acabará siendo devorado por sus
novelas inéditas, si no será un autor que verá sus mejores trabajos enterrados
en otros que no son más que bocetos, si no acabarán por convertirlo en uno de
esos poetas y escritores malditos y desarraigados de algunas de sus novelas.
Hay algo que sí me atrae de este boceto de Bolaño. El
ambiente extraño, entre sueño, fantasía y realismo, la sensación de estar en un
mundo de ciencia-ficción. También, las cartas que Jan Schrella escribe a sus
autores de ciencia-ficción favoritos y su decisión de vivir encerrado en una
buhardilla, una especie de poeta adolescente maldito. Y los detectives que
forman Remo, poeta chileno, y José Arco, su búsqueda de una lista completa de
las revistas poéticas y la idea de que tras ellas hay una revolución oculta,
una especie de Belano y Lima. El capítulo final, Manifiesto mexicano, ya apareció en La Universidad Desconocida, y tal vez sea lo mejor del boceto, los
baños públicos mexicanos y Remo y Laura dos amantes difuminados entre el vapor,
lo único que Bolaño salvó en vida.
Me gustan la escritura y el mundo de Bolaño, hay algo que me
seduce en ellos, y es por eso que seguiré con la lectura de estos manuscritos,
por encontrarme sus fragmentos febriles entre el vacío, la repetición, el
aburrimiento o la endeblez de parte de sus bocetos.
Pensé que era una escena ideal alrededor de la cuela podían
girar las imágenes o los deseos: un joven de un metro setenta y seis, con jeans
y camiseta azul, detenido bajo el sol en el bordillo de la avenida más larga de
América.
Esto quería decir que por fin estábamos en México y que el
sol que me apuntaba por entre los edificios era el sol del DF tantas veces
solado. Encendí un cigarrillo y busqué nuestra ventana. El edificio donde
vivíamos era gris verdoso, como el uniforme de la Wermacht había dicho Jan tres
días atrás, al encontrar el cuarto. En los balcones de los departamentos se
veían flores, más arriba, más pequeñas que algunas macetas, estaban las
ventanas de las azoteas. Estuve tentado de gritarle a Jan que se asomara a la
ventana y observara nuestro futuro. ¿Y luego qué? Largarme, decirle me voy,
Jan, traeré paltas para la comida (y leche, aunque Jan odiara la leche) y
buenas noticias, súper cabro, el equilibrio inmaculado, el pato perpetuo en las
antesalas del gran trabajo, seré reportero estrella de una sección de poesía,
teléfonos no me faltaban.
Entonces el corazón comenzó a martillar de una forma
extraña. Pensé: soy una estatua detenida entre la pista y la acera. No grité.
Me puse a andar. Segundos después, cuando aún no salía de la sombra de nuestro
edificio, o del tejido de sombras que cubría ese tramo, apareció mi imagen
reflejada en las vitrinas del Sanborns, extraña copia mental, un joven con una
camiseta azul destrozada y el pelo largo, que se inclinaba con una extraña
genuflexión ante las alhajas y los crímenes (pero qué alhajas y qué crímenes,
de inmediato lo olvidé) con panes y paltas, que en adelante y para siempre
llamaría aguacates, entre los brazos, y un litro de leche Lala, y los ojos, no
los míos sino los que se perdían en el hoyo negro de la vitrina, empequeñecidos
como si de golpe hubieran visto el desierto.
Me volví con gesto suave. Lo sabía. Jan estaba mirándome
asomado a la ventana. Agité las manos en el aire. Jan gritó algo ininteligible
y sacó medio cuerpo fuera. D un salto. Jan respondió moviendo la cabeza de
atrás hacia adelante y luego en círculos cada vez más rápidos. Tuve miedo de
que se tirara. Me puse a reír. La gente que pasaba se me quedaba mirando y
luego levantaban la vista y veían a Jan que hacía el gesto de sacar una pierna
para patear una nube. Es mi amigo, les dije, llevamos pocos días aquí. Me manda
ánimos. Voy a buscar trabajo. Ah, pues qué bien, qué buen amigo, dijeron
algunos y siguieron su camino sonriendo.
Pensé que nunca nos pasaría nada malo en aquella ciudad tan
acogedora. ¡Qué cerca y qué lejos de lo que el destino me deparaba! ¡Qué
tristes y transparentes son ahora en mi memoria aquellas primeras sonrisas
mexicanas!
Roberto Bolaño. El espíritu
de la ciencia-ficción. Editorial Alfaguara.
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