Burma. Nestor Burma. Hombre de una pieza, inteligente, duro,
irónico, el detective más famoso de Francia, siempre un paso por delante de los
acontecimientos. Burma que regresa a la Francia ocupada tras su reclusión en un
campo de prisioneros y ya tiene un misterio por resolver. El misterio, la calle
de la Estación 120 que repiten un amnésico en el campo de prisioneros y un
antiguo colaborador de su agencia de detectives antes de morir. A partir de
ahí, las indagaciones de Burma, las calles oscuras de París y la niebla de
Lyon, los hombres en la sombra, las mujeres hermosas y enigmáticas y un
rompecabezas sin solución aparente.
Calle de la Estación,
120, primera novela de Léo Malet con Nestor Burma de protagonista, bebe
tanto de la novela negra de Chandler y Hammett como de Poe, Christie y Conan
Doyle. Malet crea un personaje sin fisuras, siempre atento a cada detalle que
le rodea e inteligente, con la palabra y el gesto adecuados, hermético y
mentiroso en su propio beneficio. Tal vez sea esta ausencia de fisuras en Burma
lo que lo separa de Spade o Marlowe y lo hace plano y sin la suficiente fuerza,
un hombre infalible y hasta cierto punto sabelotodo. Burma conoce el terreno
que pisa, dice las palabras perfectas en el momento idóneo, ejecuta pequeñas
trampas y mentiras para desenmascarar a quien tenga delante, es el centro en el
que orbitan personajes, misterios y asesinatos y su fama habla por él (Burma es
conocido en Francia, su nombre crea expectación y admiración en cada paso que
da).
El inicio, en un campo de prisioneros, coloca la acción
fuera de los escenarios habituales de la novela negra. Burma sobrevive en el
campo como buenamente puede. La llegada de un hombre amnésico y su muerte
devuelven a Burma a su pasado como detective. Una vez liberado, un antiguo
colaborador de su agencia de detectives repite la misma dirección que soltó el
hombre amnésico antes de ser asesinado en Lyon. Y Burma entra en acción,
empieza a atar cabos, a tirar de la madeja, hasta encontrar el nexo de unión
entre el amnésico y su colaborador y sus asesinatos y así completar el misterio
en un final revelador.
Si Calle de la
Estación, 120, arranca como una novela negra con un detective en mitad del
caos, continúa y termina como una novela de misterio parecidas a las de Agatha
Christie. Seguimos a Burma por el campo de prisioneros, Lyon y París, asistimos
a calles de niebla y noches peligrosas,
se suceden los personajes extraños y de los que desconfiar, para meterlos a
todos en una habitación y señalar a los culpables de los asesinatos de la novela
y desvelar secretos y motivaciones.
Calle de la Estación,
120, se resiente de un personaje plano y de una pieza y un historia que cae
en el tópico, una última palabra antes de morir, personajes que se desmayan
antes de revelar un secreto, mujeres misteriosas que aparecen y desaparecen
como el humo, diálogos rápidos e irónicos entre el detective y los policías, el
detective siempre más inteligente, los policías obtusos o lentos. Algo que sí
me atrajo de la novela es la descripción de los gestos cotidianos en la Francia
de la segunda guerra mundial, las diferentes zonas, los toques de queda, los
trámites y el estraperlo, los personajes que se mueven en mitad de una guerra
que sentimos en un segundo plano, cierta ambientación que recuerda al realismo
poético francés. Más allá de eso, la novela es simpática por momentos y
aburrida y tópica en otros, y sólo queda
leer alguna más de Malet para ver cómo evoluciona su escritura y el personaje
de Nestor Burman.
Poco antes de llegar al puente de La Boucle, el cordón de
Marc me hizo una jugada. Se rompió. Me detuve a arreglarlo, lo que le dio
cierta ventaja a mi compañero.
Excepto el rumor sordo del impetuoso río y, sobre el puente,
el ruido seco de los talones metálicos de Marc Covet, la ciudad estaba
extrañamente silenciosa. Todo dormía. Todo estaba en calma. Oí a lo lejos rodar
un tren, tranquilizador. En aquel preciso instante, una llamada de angustia
rompió el silencio y la niebla.
Con todos los sentidos al acecho, estaba esperando aquel
grito. Me adelanté de un brinco, haciéndole eco con mi voz para que Marc
hiciera lo mismo.
Casi en el centro del puente, bajo la amarillenta luz de un
fanal, el periodista se peleaba con un individuo que intentaba echarlo por la
borda.
Al verme aparecer a su lado, el hombre no perdió los
estribos. Le asestó un tremendo golpe al reportero y lo dejó fuera de combate.
Entonces se enfrentó a mí. Lo agarré y rodamos juntos por el suelo. Durante
unos instantes estuvo en posición de fuerza. Me agobiaban mis prendas de
invierno y él sólo llevaba americana. Aflojé el férreo abrazo y de pronto
estuvimos los dos de pie, como dos bailarines trágicos. Visiblemente, el apache
intentaba hacerme lo que no había podido con mi amigo. Había que acabar con
aquello. Reuní las fuerzas que me quedaban y le di un puñetazo sonado. El
agresor aflojó el abrazo a su vez y se apoyó en el parapeto brillante de
humedad. Le di un rodillazo en el vientre y lo incorporé de un directo a la
mandíbula. Sus pies casi me rozan la cara. Blasfemé como pocas veces.
Corrí hacia Marc. Se estaba incorporando con dificultad,
mientras se friccionaba la mandíbula.
—¿Dónde está el boxeador ése? —dijo.
—He calculado mal el golpe —le contesté—. Le he dado
demasiado fuerte... y la barandilla estaba resbaladiza. Se ha caído.
—Se ha... ¿Quiere decir que...?
Señaló el Ródano, que bajaba impetuoso diez metros por
debajo de nosotros.
—Sí —dije.
—¡Cielo santo!
—Mire, ya se compadecerá en otra ocasión. De momento,
vayamos a su periódico. Tengo que llamar por teléfono y quiero poder hacerlo
sin trámites de mierda, sin tener que enseñar la documentación, rellenar una
ficha y dar los datos hasta de mi abuela.
—No es mala idea. Incluso es estupenda, porque yo necesito
un tónico y sé de un armario en el que hay coñac.
Por el camino me preguntó:
—Naturalmente, sabía lo que iba a pasar, ¿no?
—Me lo temía.
—¿Y me ha dejado ponerme unos zapatones tan ruidosos como
los suyos? ¿Y una boina como la suya? En resumidas cuentas, tener la misma
apariencia, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y me ha hecho pasar delante?
—Sí.
—¿Y si me hubiese caído al agua?
—No podía caerse. Estaba yo. Esperaba su llamada.
—¿Y si hubiese llegado demasiado tarde? ¿Si no hubiese
tenido tiempo de gritar? ¿Si hubiese resbalado? ¿Si...?
—Siempre habría podido detener al agresor. Yo en el agua y
usted con el tipo no habría servido de nada. No habría sabido qué preguntarle.
Mientras que si lo hubiese pillado yo...
—... Mientras yo flotaba en dirección a Valence...
—Le habría vengado.
—Es usted un gran tipo —se rió, entre sarcástico y amargo.
Una pausa, y luego:
—Tanto si sabía qué preguntarle como si no, ahora ya es un
poco tarde —masculló entre dientes.
Parecía triunfante.
—En efecto, es mala suerte —otorgué—. Espero enderezar el
tiro. La clave está en darse prisa.
Léo Malet. Calle de
la Estación, 120. Traducción de Luisa Feliu. Libros del Asteroide.
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