Querer estar solo. En un lugar apartado y tranquilo. Una
cabaña cerca de un bosque y un lago, por ejemplo. Para sentir el silencio. Y,
en cambio, sentir el peso de recuerdos y pensamientos que te llevan a una época
de descubrimiento y cambio, de abrirse a la vida adulta, de ver desapariciones
y anhelos nuevos, pasar de creerse un cuatrero que roba caballos a asistir a la
muerte, el amor y el sexo, los deseos soterrados y aquello que se oculta en una
primera mirada.
Salir a robar caballos
es una melancólica novela de Per Petterson. Como A Siberia o Yo maldigo el río
del tiempo, el narrador rememora de forma queda y lenta un momento crucial
de cambio, habla de su relación con su padre como un punto significativo en su
formación posterior, el paso de héroe a hombre. Trond se aísla en una cabaña.
Quiere estar solo, repetir gestos cotidianos, arreglar su cabaña, observar el
cambio en el paisaje, dar largas caminatas hasta el lago, intentar
desembarazarse de un accidente que, tres años atrás, le hice perder una parte
importante de su vida.
Trond es solitario, hermético, pero en esa cabaña a
reconstruir, con el paisaje de abedules y abetos y su vecino, alguien de su
pasado lejano, Trond sólo puede dejarse llevar por los recuerdos de los veranos
de los años cuarenta pasados con su padre en otra cabaña junto al río, con la
guerra de fondo (ya fuese en el centro de ella o la estela que dejó al
finalizar). Y es ahí, en esos recuerdos, donde emerge la figura huidiza del
padre, la amistad de Jon, la sensualidad en el cuerpo y la mirada de las
mujeres adultas, la muerte, el dolor y el deseo.
El estilo de Petterson es pausado y calmo, desenreda la
historia poco a poco, da información vital (muertes, accidentes, motivaciones)
en medio de una reflexión o un recuerdo lejano o la descripción de un cambio en
la luz sobre el paisaje, la deja caer con sutileza, no se recrea en ella, a
veces se pierde entre el ruido de los recuerdos y pensamientos. Petterson
escribe fotogramas, de una cabaña, de un valle, del paso del día a la noche, de
un gesto íntimo, se recrea en la naturaleza, el paisaje que acompaña al
personaje y se acomoda a él (o al revés). Un abedul cae delante de la cabaña de
Trond y Trond apenas puede moverse de la cama. O el padre, en el pasado a
recordar, tala los árboles alrededor de su cabaña para hacer desaparecer la
sombra y él acaba como sombra que huye. Los personajes de Petterson observan el
paisaje, se dejan llevar por él, los
bosques, los valles, el paso de la lluvia, parecen querer regresar a una
inocencia primigenia o encontrar señales de una verdad últimas.
A veces aburrido y moroso, a veces sutil y nostálgico, Salir a robar caballos tiene un par de
buenos momentos, la destrucción de un nido por parte de Jon, el amigo de
infancia de Trond, la tala del bosque, los gestos entrevistos por el rabillo
del ojo que hablan de amor, el primer traje de Trond, cuando ya todo está
perdido y se pregunta cuánto dolor es capaz de soportar.
Llevo toda la vida anhelando estar solo en un sitio como
éste. Incluso en los mejores momentos, que no han sido pocos. Eso puedo
afirmarlo. Lo de que no han sido pocos, me refiero. He tenido suerte. Pero
incluso en esas ocasiones, por ejemplo en medio de un abrazo, cuando alguien me
susurraba al oído las palabras que estaba deseando escuchar, me invadía un
repentino anhelo de estar en un lugar donde no reinara más que el silencio
absoluto. Aunque pasara años sin pensar en ello, no por ello dejaba de
anhelarlo. Y aquí estoy ahora, y es casi exactamente como me lo había
imaginado.
***
Era el aroma de troncos recién talados. Se extendía desde el
camino hasta el río, colmaba el aire y flotaba sobre el agua y lo impregnaba
todo y me adormecía y me atontaba. Me encontraba en medio de todo. Olía a
resina, me olía la ropa y me olía el cabello y, por la noche, notaba que la
piel me olía a resina cuando me iba a la cama. Me quedaba dormido con ese aroma
y me despertaba con él y me acompañaba durante todo el día. Yo era bosque.
Hacha en mano, hundido hasta las rodillas entre las ramas de los pinos, iba
desnudando el árbol como me había enseñado mi padre; cortando las ramas a ras
del tronco para que no quedaran prominencias que obstaculizaran el
descortezamiento o hicieran tropezar a quien tuviera que correr sobre los
maderos cuando éstos se agolparan y se quedaran atascados en medio del río. Yo
blandía el hacha a diestro y siniestro a un ritmo trepidante. Era un trabajo
duro, sentía que todo me devolvía los golpes desde todos los flancos y que nada
se rendía por las buenas, pero a mí no me importaba, no notaba el cansancio, y
simplemente continuaba. Los demás tenían que retenerme, me sujetaban por el
hombro y me obligaban a sentarme sobre un tocón, diciéndome que no me iba a
quedar más remedio que quedarme un rato allí, descansando, pero el trasero se
me llenaba de resina, se me dormían las piernas y yo me levantaba del tocón con
un ruido que sonaba como un desgarrón y empuñaba el hacha. El sol nos abrazaba
y mi padre se reía. Yo estaba como embriagado.
Per Petterson. Salir
a robar caballos. Cristina Gómez Baggethun. Ediciones B.
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