Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

sábado, 23 de abril de 2016

Salir a robar caballos. Per Petterson

Querer estar solo. En un lugar apartado y tranquilo. Una cabaña cerca de un bosque y un lago, por ejemplo. Para sentir el silencio. Y, en cambio, sentir el peso de recuerdos y pensamientos que te llevan a una época de descubrimiento y cambio, de abrirse a la vida adulta, de ver desapariciones y anhelos nuevos, pasar de creerse un cuatrero que roba caballos a asistir a la muerte, el amor y el sexo, los deseos soterrados y aquello que se oculta en una primera mirada.

Salir a robar caballos es una melancólica novela de Per Petterson. Como A Siberia o Yo maldigo el río del tiempo, el narrador rememora de forma queda y lenta un momento crucial de cambio, habla de su relación con su padre como un punto significativo en su formación posterior, el paso de héroe a hombre. Trond se aísla en una cabaña. Quiere estar solo, repetir gestos cotidianos, arreglar su cabaña, observar el cambio en el paisaje, dar largas caminatas hasta el lago, intentar desembarazarse de un accidente que, tres años atrás, le hice perder una parte importante de su vida.

Trond es solitario, hermético, pero en esa cabaña a reconstruir, con el paisaje de abedules y abetos y su vecino, alguien de su pasado lejano, Trond sólo puede dejarse llevar por los recuerdos de los veranos de los años cuarenta pasados con su padre en otra cabaña junto al río, con la guerra de fondo (ya fuese en el centro de ella o la estela que dejó al finalizar). Y es ahí, en esos recuerdos, donde emerge la figura huidiza del padre, la amistad de Jon, la sensualidad en el cuerpo y la mirada de las mujeres adultas, la muerte, el dolor y el deseo.

El estilo de Petterson es pausado y calmo, desenreda la historia poco a poco, da información vital (muertes, accidentes, motivaciones) en medio de una reflexión o un recuerdo lejano o la descripción de un cambio en la luz sobre el paisaje, la deja caer con sutileza, no se recrea en ella, a veces se pierde entre el ruido de los recuerdos y pensamientos. Petterson escribe fotogramas, de una cabaña, de un valle, del paso del día a la noche, de un gesto íntimo, se recrea en la naturaleza, el paisaje que acompaña al personaje y se acomoda a él (o al revés). Un abedul cae delante de la cabaña de Trond y Trond apenas puede moverse de la cama. O el padre, en el pasado a recordar, tala los árboles alrededor de su cabaña para hacer desaparecer la sombra y él acaba como sombra que huye. Los personajes de Petterson observan el paisaje, se dejan llevar por  él, los bosques, los valles, el paso de la lluvia, parecen querer regresar a una inocencia primigenia o encontrar señales de una verdad últimas.

A veces aburrido y moroso, a veces sutil y nostálgico, Salir a robar caballos tiene un par de buenos momentos, la destrucción de un nido por parte de Jon, el amigo de infancia de Trond, la tala del bosque, los gestos entrevistos por el rabillo del ojo que hablan de amor, el primer traje de Trond, cuando ya todo está perdido y se pregunta cuánto dolor es capaz de soportar.







Llevo toda la vida anhelando estar solo en un sitio como éste. Incluso en los mejores momentos, que no han sido pocos. Eso puedo afirmarlo. Lo de que no han sido pocos, me refiero. He tenido suerte. Pero incluso en esas ocasiones, por ejemplo en medio de un abrazo, cuando alguien me susurraba al oído las palabras que estaba deseando escuchar, me invadía un repentino anhelo de estar en un lugar donde no reinara más que el silencio absoluto. Aunque pasara años sin pensar en ello, no por ello dejaba de anhelarlo. Y aquí estoy ahora, y es casi exactamente como me lo había imaginado.

***

Era el aroma de troncos recién talados. Se extendía desde el camino hasta el río, colmaba el aire y flotaba sobre el agua y lo impregnaba todo y me adormecía y me atontaba. Me encontraba en medio de todo. Olía a resina, me olía la ropa y me olía el cabello y, por la noche, notaba que la piel me olía a resina cuando me iba a la cama. Me quedaba dormido con ese aroma y me despertaba con él y me acompañaba durante todo el día. Yo era bosque. Hacha en mano, hundido hasta las rodillas entre las ramas de los pinos, iba desnudando el árbol como me había enseñado mi padre; cortando las ramas a ras del tronco para que no quedaran prominencias que obstaculizaran el descortezamiento o hicieran tropezar a quien tuviera que correr sobre los maderos cuando éstos se agolparan y se quedaran atascados en medio del río. Yo blandía el hacha a diestro y siniestro a un ritmo trepidante. Era un trabajo duro, sentía que todo me devolvía los golpes desde todos los flancos y que nada se rendía por las buenas, pero a mí no me importaba, no notaba el cansancio, y simplemente continuaba. Los demás tenían que retenerme, me sujetaban por el hombro y me obligaban a sentarme sobre un tocón, diciéndome que no me iba a quedar más remedio que quedarme un rato allí, descansando, pero el trasero se me llenaba de resina, se me dormían las piernas y yo me levantaba del tocón con un ruido que sonaba como un desgarrón y empuñaba el hacha. El sol nos abrazaba y mi padre se reía. Yo estaba como embriagado.
Per Petterson. Salir a robar caballos. Cristina Gómez Baggethun. Ediciones B.

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