Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 12 de enero de 2018

El séptimo pozo. Fred Wander

El narrador de El séptimo pozo se pregunta cómo contar una historia. Un compañero del campo de concentración, un viejo y sabio judío que cuenta pequeñas historias y sabe captar la atención de quien le rodea, recordando un mundo anterior a las alambradas y la guerra, le da la solución: tomar distancia para observar mejor aquello que nos rodea, que el yo sea el narrador pero no el protagonista, mirar al otro a la cara para hablar del mal, los campos de exterminio, las víctimas, los muertos o el hambre, ser el canal transmisor de historias, llegar a una verdad pura aunque no se sea testigo, aunque no sea exacta pero sí real, El séptimo pozo no como un libro testimonial sino con apariencia de novela.

El séptimo pozo se construye a través de las historias y de los hombres que acompañan a Wander en el horror de los campos, cada capítulo parece un relato corto donde un hombre es protagonista, un músico que toca un blues con sus dedos sobre la madera, un muchacho que trabajaba en los crematorios, un sastre que recuerda con nostalgia los trajes que realizaba, un niño que ayuda y salvaguarda a los otros niños de su pabellón, un niño que es un padre para ellos, que no recuerda el significado de la libertad, un idealista y revolucionario francés que acaba sucumbiendo a las historias sobre la vida de sus compañeros judíos muertos, un hombre que abandonó los estudios de medicina y que acabó en la enfermería del campo, hombres que luchan por sobrevivir en el infierno hasta que se apartan a un lado en las largas caminatas sabiendo que recibirán un disparo en la cabeza. Hay más, por supuesto, soldados rusos que enmascaran el dolor de un pie hinchado, muchachos sin apenas ropa atados a postes en espera de la muerte por congelación, hijos que ven morir a sus padres y padres que se preguntan qué y a quién encontraran a su regreso a casa.


Pero cuando regrese, dice Feinberg de noche en el bloque dieciséis, si llego a vivirlo y puedo regresar a la vivienda del bajo en la rue des Roisiers, me quedaré de pie y miraré, las paredes hablarán: Aquí has vivido, dirán las paredes, aquí has criado y educado a tus hijos, dónde están ahora, ¿cómo los has protegido? Y yo responderé: He creído, he confiado en Dios. Era feliz, diré. Cada día era feliz. Tenía problemas, me peleaba con mis seres queridos, con mi esposa, con mis hijos, maldecía, cometía pecados de todo tipo, mentía, miles de pequeñas mentiras decía, ésa fue mi vida. Y, sin embargo era feliz, fueron mis años más bellos, con mis hijos, con mi mujer, todos juntos… Pero los paredes exigirán cuentas, preguntarán: Aquí te has sentado y has desperdiciado tu tiempo. Has soñado. Has estado soñando. No sabías nada. ¿Y qué ha pasado, dónde están ahora? – No lo sé, diré, y después lloraré. Pero las paredes estarán completamente frías: Ahora lloras porque te ha caído la desgracia. ¿Entonces no lloraste? Y sin embargo el mundo estaba lleno de miseria. ¿No lo veías?
Lloraré pero no entenderé nada. Comprendemos el dolor de los otros, hallamos incluso palabras de consuelo, consejos para otros que lo han perdido todo. Nuestro propio dolor resulta inconcebible. No hallamos consuelo ni consejo. Y por eso huyes de la gente que te da consejos, porque no saben y no han sufrido. Te escondes. Hablas con las paredes. Sólo ellas saben. Sólo ellas callan porque saben…

Y todas estas historias permiten a Wander salvar del olvido a un puñado de hombres, darles un nombre y un pasado (nombre que niega a los soldados de las SS, a los que llama bota altas), describir su hambre o sus ideas o su muerte, un retrato que les haga permanecer en nuestra memoria. Y en estas historias, el ruido de los raíles y los vagones de aquellos trenes que cruzaron Europa con su cargamento de seres humanos hacinados, los trabajos forzados en fábricas de madera o en canteras al aire libre, el pan duro como única comida durante días, la lucha por una patata y, también, la generosidad, los traslados en largas caminatas, las horas pasadas a la intemperie en formación, bajo la lluvia o el frío y la muerte de alguno de ellos en la espera, las columnas de cadáveres en los campos sin crematorio. Y en esas historias, que terminan en la liberación de los supervivientes por las tropas americanas, están los soldados alemanes, sin nombre, que no consideran seres humanos a los prisioneros y ven en esa condición ajena a lo humano una forma de excusar sus acciones.

Hay algo poderoso en Wander, confronta el horror de los campos de exterminio con la naturaleza circundante, el presente donde el pan es una obsesión y los sacos de cemento un complemento contra el frío con el recuerdo de los viejos tiempos y de las antiguas creencias y las preguntas por el regreso a casa, la crueldad de los soldados con un compañerismo casi infantil, en el sentido de una amistad y un amor leales y sin límites, que lleva a compartir el pan o a esconder a los heridos de los guardias para evitar su ejecución, un amor y una amistad que sorprenden, el último refugio ante la barbarie.

Por último, me gustaría mencionar la cita de Rabí León de Praga con la que Wander inicia su libro: El séptimo pozo, agua del alborozo, libre de toda impureza; inmune a la suciedad y la turbidez; de inmaculada transparencia; presta para la descendencia venidera, que de la tiniebla surjan, los ojos claros, los libres corazones. El séptimo pozo es un libro excepcional capaz de hablar sobre el amor o la purificación en el Holocausto judío.










El ser humano carga piedras, arrastra madera, revienta piojos con las uñas, se pelea por una patata, busca un clavo oxidado en el camino para poder colgar por la noche su chaqueta de la pared del barracón, cose mitones de un trozo de toldo que ha robado, se aprieta las heridas, se lamenta, gime, reza y también llora en la oscuridad, aprende a sonarse la nariz con un dedo la espalda hacia el viento, envuelve en harapos sus pues enfermos, asa una patata después del trabajo y devora su ración de pan. ¿De qué vive el ser humano?
Mientras arrastra madera y revienta piojos con las uñas, su alma humillada se recoge en profundos espacios desconocidos. Observa a los compañeros de prisión como un hombre que se ha caído bajo una manada de lobos y está esperando que lo descuarticen. Pero escucha hacia dentro, se asombra del patético rostro de un muerto, se asombra de un cristal de hielo, respira llenándose la nariz del perfume de los bosques puros y busca, busca las desaparecidas huellas de belleza en su vida, busca de pronto a un compañero que pueda escuchar, y cuando lo encuentra se extasía de su pasado, despliega un cuadro tras otro. Porque tiene que sacarlo a gritos: ¡Soy un ser humano! ¡A mí me respetaban!, le gustaría exclamar. Me amaban, tenía un hogar, una mujer e hijos, tenía amigos. Hice el bien y no exigí ningún agradecimiento a cambio. He visto cosas hermosas, conozco el olor de las ciudades antiguas. Podía haber hecho todo y haber alcanzado todo, si no lo hice, si no lo alcancé, fue sólo porque no sabía, no tenía idea… Quisiera exclamar todo eso, brillar, lucirse, encandilarse sin cesar. No puede, le faltan las palabras, le falta el arte. Pero de eso vive el ser humano, de no haber agotado el sueño de su bella vida perdida, de la libertad y de la pureza del corazón.
Fred Wander. El séptimo pozo. Traducción de Teresa Ruiz Rosas. Galaxia Gutenberg.

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