Es el tiempo y la luz lo que rodea a los personajes de Años luz, el tiempo que transcurre
rápido y sin estridencias y los arrastra hacia un futuro temido sin que se den
cuenta, la luz que cambia en cada estación y pasa de una claridad a veces
cegadora a la penumbra y el caos. Ese tiempo y esa luz avanzan por las vidas de
Viri y Nedra y los arrolla o los acuna, dejando a ambos con un poso de tristeza
y de algo incompleto, de un conocimiento que llega tarde: la valentía como
motor de una vida libre.
Años luz es la
lucha de Nedra por alejarse de su vida acomodada junto a Viri, sus amantes que
la complementan y la llenan de vida y la ausencia palpable cuando se marchan,
sus viajes a Nueva York para encontrarse con una realidad electrizante tan
diferente de su familia, el sueño de Europa que es el sueño de una vida de
conocimientos, viajes y amores. Y es la lucha de Viri por ser un famoso
arquitecto y por conservar su vida, la falta de valentía para afrontar los
cambios y buscar algo que lo impulse a nuevos estadios. El matrimonio de Viri y
Nedra como una apacible luz de atardecer, un amor ya consumido, los gestos
cotidianos en las cenas y los encuentros con los amigos, los deseos que ante
los demás parecen ir parejos pero que en la intimidad muestran la distancia
entre ambos, los momentos donde el matrimonio renace en veranos familiares y
parecen volver el uno al otro, un hombre, una mujer y dos niñas que forman una
comunidad secreta, una felicidad plena. El tiempo agranda las grietas y separa
a los cónyuges y muestra las vulnerabilidades y las disonancias que les definen,
la vida que creen vivir y la que realmente están viviendo.
Su vida es misteriosa, es como un bosque; desde lejos parece una unidad que es posible comprender y describir, pero más cerca empieza a separarse, a disolverse en luz y sombra de una densidad que ciega. Dentro de esa vida no hay forma, sólo un detalle prodigioso que llega a todas partes: sonidos exóticos, astillas de luz solar, follaje, árboles caídos, animalillos que huyen al oír el crujido de una rama, insectos, silencio, flores.Y todo ello, dependiente, estrechamente entretejido, todo eso es engañoso. Hay en realidad dos clases de vida. Hay, como dice Viri, la que la gente cree que estás viviendo y hay la otra vida. Es esta otra la que causa el problema, la que anhelamos ver.
Salter realiza algo difícil y hermoso en Años luz. Muestra el devenir de una
pareja en apariencia feliz y describe los claroscuros de su relación, los
instantes donde alcanzan entendimiento y felicidad y los momentos donde la
separación de sus mundos es enorme, la búsqueda de libertad de Nedra frente a
la comodidad de Viri. Salter habla de la pasión y el amor como de la luz, algo
que nos ciega, algo que nos muestra lo que está oculto, algo que es bello y
triste a la vez. Y esa es la mejor manera que tendría para definir esta novela,
algo bello y triste, la vida que pasa y qué somos capaces de hacer con ella, si
somos sinceros y valientes o nos dejamos arrastras únicamente por el tiempo
sabiendo que es una cobardía.
Hay un momento crucial en la novela, la asunción de Nedra
del pasado como algo borroso y la imposibilidad de revivir las emociones que en
otros tiempos eran fuertes y seductoras, y es ahí donde se naufraga si se queda
atrapado al sentimiento de pérdida o se sobrevive al saberse libre e
independiente.
¿Adónde va?, pensó, ¿adónde se va?La desconcertaban las distancias de la vida, todo lo que se perdía en ellas. Ni siquiera lograba recordar —no llevaba un diario— lo que le había dicho a Jivan la primera vez que almorzaron juntos. Se acordaba sólo de la luz del sol que la incitaba al amor, la certeza que sentía, el vacío del restaurante mientras hablaban. Todo lo demás se había erosionado, ya no existía.Las cosas que ella creyó imperecederas —imágenes, olores, el modo en que él se ponía la ropa, los actos profanos que la habían pasmado— se oscurecían ahora, se tornaban falsas.
Salter encuentra en esta pareja en apariencia modélica
una forma de hablar de la búsqueda de la felicidad, de nuestros sueños y
anhelos, del paso del tiempo y los cambios que traen, de llegar al instante
donde descubrimos que no estamos a merced de nadie. Años luz es una gran
novela.
No hay una vida completa. Hay sólo fragmentos. Hemos
nacido para no tener nada, para que todo se nos escurra entre los dedos. Y, sin
embargo, esta pérdida, este diluvio de encuentros, luchas, sueños... hay que
ser irreflexivo, como una tortuga. Hay que ser resuelto, ciego. Porque
cualquier cosa que hagamos, incluso que no hagamos, nos impide hacer la cosa
opuesta. Los actos demuelen sus alternativas, he aquí la paradoja. La vida, por
tanto, consiste en elecciones, cada cual definitiva y de poca trascendencia,
como tirar piedras al mar. Hemos tenido hijos, pensó; nunca podremos no tener
hijos. Hemos sido mesurados, jamás sabremos lo que es despilfarrar nuestra
vida...
***
Yacía solo entre las sábanas de la cama todavía caliente.
Se había subido las mantas hasta la cintura, notaba algo mojado, denso y frío
debajo de una pierna; solo en aquella ciudad, solo en aquel mar. Los días se
desperdigaban alrededor, estaba ebrio de días. No había logrado nada. Tenía su
vida —no valía gran cosa—, que no era como una que, aunque consumada, hubiese
sido realmente notable. Si hubiese tenido el valor, pensó, si hubiese tenido
fe. Nos protegemos como si eso fuera importante, y siempre lo hacemos a
expensas de otros. Nos acaparamos. Triunfamos si ellos fracasan, somos sabios
si ellos son necios, y seguimos adelante, aferrados, hasta que no queda nadie,
hasta que no nos queda más compañía que Dios. En quien no creemos. De quien
sabemos que no existe.
James Salter. Años
luz. Traducción de Jaime Zulaika. Ediciones Salamandra.
2 comentarios:
James Salter es uno de mis autores preferidos, especialmente en este libro que tan bien reseñas.
Me ha gustado leerte y releerlo en mi imaginación.
Es una gran novela, sutil y profunda. Qué bueno es Salter. Un abrazo
Publicar un comentario