Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 1 de septiembre de 2016

Cortejo de sombras. Julián Ríos

Hay novelas que llevan impreso un blanco y negro cinematográfico, novelas que parecen describir las zonas de penumbra y claroscuro, lugares recónditos y personajes grises y desamparados, un tiempo lento y recóndito. En Cortejo de sombras, Julián Ríos coloca a sus personajes en un pueblo gallego fronterizo y costero y los hace deambular con sus secretos, sus miradas perdidas, su andar por el filo del abismo, la muerte cercana y los deseos ocultos, los amores furtivos, las venganzas maquiavélicas y la locura, un lugar lluvioso y taciturno donde morir o enterrarse en vida, convertirse en sombra, en algo no del todo definido, no del todo terrenal, el pasado proyectado en el presente, un pasado terrible.

Tamoga. Un paisaje imaginado. Un pueblo en la frontera con Portugal. Un lugar tanto de tránsito como cementerio de vivos. Está el puerto, los tres cines, no siempre abiertos, la taberna donde beber y dialogar en tertulias anodinas, las casas del placer, alejadas, en el suburbio, las mansiones tan decrépitas como sus habitantes. Son los personajes los que describen y contienen al imaginado Tamoga, seres grises como Mortes, un viajante que salta del tren en el último segundo porque ha encontrado un lugar perfecto para morir (gris, mediocre, sombrío), o Doña Sacramento, que se despierta por el humo que la rodea y acabará quemada, una anciana solitaria cuyos recuerdos pesan, o Palonzo, abandonado al nacer y que es bestia más que hombre, siempre harapiento y solo, y que descubre el sexo y su parte animal, o dos hermanos que comparten casa y negocio y se ven separados por una muchacha que entra a servir. Ellos definen Tamoga, le dan lentitud, grisura, opacidad.

Cortejo de sombras puede ser leída como nueve relatos o como novela, los personajes que cruzan una historia a otra, los lugares que se repiten, la manera de hablar de un espacio y un tiempo en blanco y negro, aquella España que va desde el inicio de la guerra civil hasta finales de los años sesenta, un lugar habitado por viajantes, solterones, ancianas derruidas y acabadas. El letrero de la estación tiene letras desdibujadas, sólo se lee A OGA, y algo así hace con sus personajes Julián Ríos, los cerca y ahoga, los llena de incertidumbres, miedos, muerte, deseos extraños y exacerbados, locura y un tiempo que avanza a veces tan lento que parece detenido, un tiempo que es recuerdo y vergüenza y secreto, cada personaje de la novela oculta una parte importante de sí, una muerte, un amor, un embarazo, una venganza.

Lo mejor de Cortejo de sombras es la historia inicial, Mortes, un viajante que siente Tamoga como cementerio, tan apagado y anodino que se convierte en el mejor lugar apara matarse. Ríos hace hablar a los testigos del día que pasa Mortes en Tamoga, sus diferentes caras, de la tristeza a la pasión o la sonrisa fugaz, su paseo por el pueblo, saberse ante un final. La escritura de Ríos en Cortejo de sombras es sencilla y profunda, a veces irrumpe lo irreal y onírico en la narración, como en La segunda persona, donde un moribundo sale de su cuerpo durante un par de minutos y se mezclan espacios y tiempos, ahonda en un puñado de personajes que se encuentran en una encrucijada, que se ven forzados a tomar una decisión drástica y tremebunda, que conviven con la muerte y, sobre todo, con una grisura que empaña cada parte de sus almas.






Fue a fines de setiembre, cuando empezaba a insinuarse el letargo otoñal y las horas transcurrían ya más lentas y el tiempo parecía estancarse como el agua triste de las marismas de Tamoga.
«Un viajante», dijeron o pensaron sin demasiado interés todos aquellos (gente aburrida y ociosa) que a la caída de la tarde se reunían en la estación, al ver la enorme maleta y después al hombre bajo, cómicamente escorado, que trataba de arrastrarla por el andén. «Un escarabajo pelotero», bromeó alguien del grupo, para reanimar la conversación mortecina. Lo miraron todavía unos instantes y nadie quiso molestarse en añadir otro comentario, todos ellos levemente desganados y nostálgicos después de haber visto desvanecerse el tren en la lluvia interminable.
Aquel hombre, aquel forastero, tal vez no supo nunca por qué había elegido este pueblo. O no lo eligió él en realidad: fue el azar, el destino, fue su buena o mala estrella, la fatalidad del momento.
Supimos luego que había citado en el pueblo a una mujer y que ella –joven todavía, casi hermosa, con aspecto de recién viuda– era su cuñada; supimos por Cardona, el comisario, la historia de la huida, el disparatado episodio amoroso; supimos también (ella, la cuñada, se dejó confesar largamente por el comisario, entristecida pero serena, orgullosa de su amor, dócil e incrédula al final, indiferente ya a todo y a todos) que se llamaba Mortes y era representante comercial, que iba a cumplir cincuenta años, que tenía esposa y cinco hijos, un pasado intachable, todo vulgar y anodino, deprimente. Y sin embargo, parece como si él, Mortes, el hombre menos misterioso del mundo, hubiese venido a este pueblo con el único objeto se proponernos una charada aparentemente absurda.
Para nosotros, para nuestra curiosidad, todo empezó un martes de setiembre, a comienzos de otoño, el día de su llegada. Desde la ventanilla del vagón de segunda clase, Mortes contemplaría el andén azotado por la lluvia, el letrero descolorido con la T y la M casi borradas que decía extrañamente A OGA, contemplaría un confuso horizonte de nubes y tejados. Debió de pensar, entonces, que el pueblo era lo suficientemente triste para sus propósitos. Es probable también que lo que le impulsó a apearse en el último momento haya sido el cansancio, el hastío, la certeza de no haber estado antes en este pueblo; la seguridad de no ser reconocido, de no haber arrastrado antes por las calles de Tamoga el inseparable maletón de cuero, de no haber exhibido por sus comercios la sonrisa profesional; también la seguridad y el alivio de saber que aquí no se había recostado sobre ningún mostrador junto a la habitual solterona, para hablar de cintas y botones con la contenida pasión y el aire clandestino del que hace una proposición deshonesta. También es verosímil que le atrayese la situación del pueblo, la proximidad de la frontera (esto habríamos de sospecharlo luego, cuando vino la mujer), quizás haya contado desde el principio con la estupidez y la curiosidad colectiva, con nuestra falta de perspicacia, aunque ninguna de estas conjeturas sirve para explicar el final de la historia, si es que ha de tener un final. Tampoco se puede descartar que estuviese loco o asustado. O quizás él mismo se enredó en su propio juego, en la mentira imposible en que quiso creer.
Él, Mortes, llegó a Tamoga, tal como se ha contado, a principios de otoño, un día tristón y lluvioso. Y a pesar de que estuvo pocas horas entre nosotros, es recordado con fervor, sobre todo después de los últimos acontecimientos, y son muchos los que afirman haberlo visto, haber cambiado unas palabras con él. Tenía el don de transfigurarse porque cada uno lo recuerda de forma distinta y es posible que todos tengamos razón: alegre, tímido, triste, burlón, insolente, respetuoso, cínico, desabrido, amable, fue todo esto y lo que nosotros digamos de él. Al final nos quedan la fascinación y la imposibilidad de referir esta historia porque las palabras en este caso son más reales que los hechos y una historia sólo merece ser contada cuando las palabras no pueden agotar su sentido. Nos queda también la libertad de imaginar y de atribuir múltiples, contradictorios, oscuros designios a aquel forastero más bien bajo, más bien flaco, más bien desmañado que eligió Tamoga como escenario de su representación. Ahora aquel hombre, Mortes, es sólo palabras y una vaga imagen que empieza a confundirse en la memoria: un rostro ancho y terroso, de facciones desdibujadas, blanduzco, como amasado con lodo; unos ojos enrojecidos y una boca-cicatriz, una voz monótona y nasal que se rompía a veces en un gorgoteo profundo de agua en una cañería; un hombre cualquiera que vestía –sin elegancia y sin excesivo desaliño– un traje marrón arrugado y una trinchera demasiado grande para su talla. Así acude él, Mortes, en los recuerdos y así debió de verlo desde el primer momento don Elío, el jefe de estación.
«Uno está acostumbrado a toda clase de rarezas, sobre todo a mis años y en una estación de frontera como ésta –dirá así el viejo don Elío–. Pero el hombre aquel debía de estar mal de seso, con poco juicio. Miren si no: venía en el tren de las diecinueve quince, casi a su hora esa tarde. Y aquí para siempre cinco minutos, suficientes. Doy la señal de salida y lo veo al hombre, justo enfrente, que da un bote en el asiento y corre hacia el pasillo con la maleta. Se bajó cuando ya arrancaba el tren. ¿Despiste? Bueno, escuchen: medio minuto antes el hombre miraba plácidamente por la ventanilla. Miró a los viajeros, me miró a mí, miró a la estación, fumando tan tranquilo, como si tuviese otro destino; sin preocuparse lo más mínimo de que esta estación se llamase Tamoga, el letrero bien grande delante de sus narices. Oyó la campana como si tocase a misa y luego, en el último segundo, le entra el apuro y salta del tren en marcha, con maleta y todo. Casi se desnuca. Lo hubiesen visto: plantado en el andén, como llovido del cielo y tieso como un espantapájaros.»
Julián Ríos. Cortejo de sombras. Galaxia Gutenberg.

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