Hay novelas que llevan impreso un blanco y negro
cinematográfico, novelas que parecen describir las zonas de penumbra y
claroscuro, lugares recónditos y personajes grises y desamparados, un tiempo
lento y recóndito. En Cortejo de sombras, Julián Ríos coloca a sus personajes
en un pueblo gallego fronterizo y costero y los hace deambular con sus
secretos, sus miradas perdidas, su andar por el filo del abismo, la muerte
cercana y los deseos ocultos, los amores furtivos, las venganzas maquiavélicas
y la locura, un lugar lluvioso y taciturno donde morir o enterrarse en vida,
convertirse en sombra, en algo no del todo definido, no del todo terrenal, el
pasado proyectado en el presente, un pasado terrible.
Tamoga. Un paisaje imaginado. Un pueblo en la frontera con
Portugal. Un lugar tanto de tránsito como cementerio de vivos. Está el puerto,
los tres cines, no siempre abiertos, la taberna donde beber y dialogar en
tertulias anodinas, las casas del placer, alejadas, en el suburbio, las
mansiones tan decrépitas como sus habitantes. Son los personajes los que
describen y contienen al imaginado Tamoga, seres grises como Mortes, un
viajante que salta del tren en el último segundo porque ha encontrado un lugar
perfecto para morir (gris, mediocre, sombrío), o Doña Sacramento, que se
despierta por el humo que la rodea y acabará quemada, una anciana solitaria
cuyos recuerdos pesan, o Palonzo, abandonado al nacer y que es bestia más que
hombre, siempre harapiento y solo, y que descubre el sexo y su parte animal, o
dos hermanos que comparten casa y negocio y se ven separados por una muchacha
que entra a servir. Ellos definen Tamoga, le dan lentitud, grisura, opacidad.
Cortejo de sombras puede ser leída como nueve relatos o como
novela, los personajes que cruzan una historia a otra, los lugares que se
repiten, la manera de hablar de un espacio y un tiempo en blanco y negro,
aquella España que va desde el inicio de la guerra civil hasta finales de los
años sesenta, un lugar habitado por viajantes, solterones, ancianas derruidas y
acabadas. El letrero de la estación tiene letras desdibujadas, sólo se lee A
OGA, y algo así hace con sus personajes Julián Ríos, los cerca y ahoga, los
llena de incertidumbres, miedos, muerte, deseos extraños y exacerbados, locura
y un tiempo que avanza a veces tan lento que parece detenido, un tiempo que es
recuerdo y vergüenza y secreto, cada personaje de la novela oculta una parte
importante de sí, una muerte, un amor, un embarazo, una venganza.
Lo mejor de Cortejo de sombras es la historia inicial,
Mortes, un viajante que siente Tamoga como cementerio, tan apagado y anodino
que se convierte en el mejor lugar apara matarse. Ríos hace hablar a los
testigos del día que pasa Mortes en Tamoga, sus diferentes caras, de la
tristeza a la pasión o la sonrisa fugaz, su paseo por el pueblo, saberse ante
un final. La escritura de Ríos en Cortejo de sombras es sencilla y profunda, a
veces irrumpe lo irreal y onírico en la narración, como en La segunda persona,
donde un moribundo sale de su cuerpo durante un par de minutos y se mezclan
espacios y tiempos, ahonda en un puñado de personajes que se encuentran en una
encrucijada, que se ven forzados a tomar una decisión drástica y tremebunda,
que conviven con la muerte y, sobre todo, con una grisura que empaña cada parte
de sus almas.
Fue a fines de setiembre, cuando empezaba a insinuarse el
letargo otoñal y las horas transcurrían ya más lentas y el tiempo parecía
estancarse como el agua triste de las marismas de Tamoga.
«Un viajante», dijeron o pensaron sin demasiado interés
todos aquellos (gente aburrida y ociosa) que a la caída de la tarde se reunían
en la estación, al ver la enorme maleta y después al hombre bajo, cómicamente
escorado, que trataba de arrastrarla por el andén. «Un escarabajo pelotero»,
bromeó alguien del grupo, para reanimar la conversación mortecina. Lo miraron
todavía unos instantes y nadie quiso molestarse en añadir otro comentario,
todos ellos levemente desganados y nostálgicos después de haber visto
desvanecerse el tren en la lluvia interminable.
Aquel hombre, aquel forastero, tal vez no supo nunca por qué
había elegido este pueblo. O no lo eligió él en realidad: fue el azar, el
destino, fue su buena o mala estrella, la fatalidad del momento.
Supimos luego que había citado en el pueblo a una mujer y
que ella –joven todavía, casi hermosa, con aspecto de recién viuda– era su
cuñada; supimos por Cardona, el comisario, la historia de la huida, el
disparatado episodio amoroso; supimos también (ella, la cuñada, se dejó
confesar largamente por el comisario, entristecida pero serena, orgullosa de su
amor, dócil e incrédula al final, indiferente ya a todo y a todos) que se
llamaba Mortes y era representante comercial, que iba a cumplir cincuenta años,
que tenía esposa y cinco hijos, un pasado intachable, todo vulgar y anodino,
deprimente. Y sin embargo, parece como si él, Mortes, el hombre menos
misterioso del mundo, hubiese venido a este pueblo con el único objeto se
proponernos una charada aparentemente absurda.
Para nosotros, para nuestra curiosidad, todo empezó un
martes de setiembre, a comienzos de otoño, el día de su llegada. Desde la
ventanilla del vagón de segunda clase, Mortes contemplaría el andén azotado por
la lluvia, el letrero descolorido con la T y la M casi borradas que decía
extrañamente A OGA, contemplaría un confuso horizonte de nubes y tejados. Debió
de pensar, entonces, que el pueblo era lo suficientemente triste para sus
propósitos. Es probable también que lo que le impulsó a apearse en el último
momento haya sido el cansancio, el hastío, la certeza de no haber estado antes
en este pueblo; la seguridad de no ser reconocido, de no haber arrastrado antes
por las calles de Tamoga el inseparable maletón de cuero, de no haber exhibido
por sus comercios la sonrisa profesional; también la seguridad y el alivio de
saber que aquí no se había recostado sobre ningún mostrador junto a la habitual
solterona, para hablar de cintas y botones con la contenida pasión y el aire
clandestino del que hace una proposición deshonesta. También es verosímil que
le atrayese la situación del pueblo, la proximidad de la frontera (esto
habríamos de sospecharlo luego, cuando vino la mujer), quizás haya contado
desde el principio con la estupidez y la curiosidad colectiva, con nuestra
falta de perspicacia, aunque ninguna de estas conjeturas sirve para explicar el
final de la historia, si es que ha de tener un final. Tampoco se puede
descartar que estuviese loco o asustado. O quizás él mismo se enredó en su
propio juego, en la mentira imposible en que quiso creer.
Él, Mortes, llegó a Tamoga, tal como se ha contado, a
principios de otoño, un día tristón y lluvioso. Y a pesar de que estuvo pocas
horas entre nosotros, es recordado con fervor, sobre todo después de los últimos
acontecimientos, y son muchos los que afirman haberlo visto, haber cambiado
unas palabras con él. Tenía el don de transfigurarse porque cada uno lo recuerda
de forma distinta y es posible que todos tengamos razón: alegre, tímido,
triste, burlón, insolente, respetuoso, cínico, desabrido, amable, fue todo esto
y lo que nosotros digamos de él. Al final nos quedan la fascinación y la imposibilidad
de referir esta historia porque las palabras en este caso son más reales que
los hechos y una historia sólo merece ser contada cuando las palabras no pueden
agotar su sentido. Nos queda también la libertad de imaginar y de atribuir
múltiples, contradictorios, oscuros designios a aquel forastero más bien bajo,
más bien flaco, más bien desmañado que eligió Tamoga como escenario de su
representación. Ahora aquel hombre, Mortes, es sólo palabras y una vaga imagen
que empieza a confundirse en la memoria: un rostro ancho y terroso, de
facciones desdibujadas, blanduzco, como amasado con lodo; unos ojos enrojecidos
y una boca-cicatriz, una voz monótona y nasal que se rompía a veces en un
gorgoteo profundo de agua en una cañería; un hombre cualquiera que vestía –sin
elegancia y sin excesivo desaliño– un traje marrón arrugado y una trinchera
demasiado grande para su talla. Así acude él, Mortes, en los recuerdos y así
debió de verlo desde el primer momento don Elío, el jefe de estación.
«Uno está acostumbrado a toda clase de rarezas, sobre todo a
mis años y en una estación de frontera como ésta –dirá así el viejo don Elío–.
Pero el hombre aquel debía de estar mal de seso, con poco juicio. Miren si no:
venía en el tren de las diecinueve quince, casi a su hora esa tarde. Y aquí
para siempre cinco minutos, suficientes. Doy la señal de salida y lo veo al hombre,
justo enfrente, que da un bote en el asiento y corre hacia el pasillo con la
maleta. Se bajó cuando ya arrancaba el tren. ¿Despiste? Bueno, escuchen: medio
minuto antes el hombre miraba plácidamente por la ventanilla. Miró a los
viajeros, me miró a mí, miró a la estación, fumando tan tranquilo, como si tuviese
otro destino; sin preocuparse lo más mínimo de que esta estación se llamase
Tamoga, el letrero bien grande delante de sus narices. Oyó la campana como si
tocase a misa y luego, en el último segundo, le entra el apuro y salta del tren
en marcha, con maleta y todo. Casi se desnuca. Lo hubiesen visto: plantado en
el andén, como llovido del cielo y tieso como un espantapájaros.»
Julián Ríos. Cortejo
de sombras. Galaxia Gutenberg.
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