Enterramos una pequeña caja del árbol con el paso del cometa
Halley. Teníamos once años, Martín, Iván y yo. La idea fue de Martín, hacer una
caja de madera, guardar algunos objetos queridos y desenterrarla a la vuelta
del cometa, setenta y seis años después. Martín nos decía que esa caja sería
como las huellas de los dinosaurios en las rocas, una forma de decir aquí
estuvimos, sin nombres ni rostros porque los objetos hablarían por nosotros.
Escuchábamos la radio de camino al colegio. Iván buscaba las
noticias sobre el cometa, el ruido entre las voces entrecortadas, las noticias
políticas que no entendíamos, los seriales sobre familias cascarrabias, y nos
deteníamos en mitad de la acera cuando alguna de esas voces nos hablaba de la
llegada de cometa. Los tres, Martín, Iván y yo, quietos alrededor del
transistor, imaginando el viaje del cometa hacia la tierra, el espacio negro
entre las estrellas y los planetas. Mirábamos al cielo y creíamos ver un atisbo
de su llegada. Sentíamos que algo estaba por ocurrir, un nuevo tiempo, una
revelación, una verdad última. Esperábamos febrero y soñábamos con la luz en el
cielo que nos marcaría un camino desconocido.
Me pasé las siguientes semanas eligiendo mis dos objetos para
la caja del árbol. Busqué entre juguetes y libros. Tenía que ser algo que me
definiera y mostrara quién era a los once años para mi yo futuro. Estaba
creando un recuerdo lejano y una frontera, el cometa y la caja serían mi paso
de la infancia al inicio de la madurez.
En febrero sentimos la inquietud de la espera. Sabíamos que
el cometa se acercaba y había voces en la radio que lo llamaban el emisario de
los dioses. Se organizaron ritos y ceremonias extrañas y hubo quienes se
aislaron en bosques y montes pensando en grandes catástrofes. Por una vez
desviábamos la mirada hacia el cielo y en cada uno de nosotros se forjó una
leyenda y una esperanza.
Martín nos leía fragmentos de Cosmos. Carl Sagan nos hablaba de la gran explosión que originó el
universo, de la formación de las galaxias, de que llevábamos partes de
estrellas en nosotros. Cosmos me hizo
soñar con otros mundos desconocidos y pensar que llevaba todo el tiempo del
universo dentro de mí. Había poesía en las estrellas sobre nuestras cabezas y
una luz primigenia.
Construimos la caja del árbol con trozos de viejas cajas de
fruta. Pedimos martillos y clavos y cola y un pequeño serrucho a nuestros
padres. Nuestra caja era parches de madera y un rectángulo retorcido. Usamos
una pequeña navaja para grabar una fecha, febrero de 1986. Recuerdo el polvo
fino a nuestros pies y el crepitar de la navaja contra la madera. Por un
instante detuvimos el tiempo y lo atrapamos en un trozo de madera.
La noche del cometa nos tumbamos en una campa fuera del
pueblo, sin farolas que interfiriesen en las luces del cielo. Hablábamos en
susurros, creíamos tanto en un nuevo inicio como en el fin del mundo. El frío
del invierno se movía dentro de nuestras ropas y movía las briznas de hierba de
la campa y el vaho de nuestra boca desaparecía en el aire, humo entre las
estrellas.
Halley tuvo un paso fugaz, una línea blanca y difusa en una
esquina del cielo. Pero suficiente para quedarnos en silencio y saber que
estábamos viviendo un momento crucial. Halley no era sólo aquella línea borrosa
entre las luces del cielo, también nuestro último día de infancia. Aquel cometa
había cruzado el espacio y el tiempo hasta llegar a nosotros y seguía su camino
con la promesa de regresar con los años.
Enterramos la caja del árbol en silencio, la dureza de la
tierra y nuestras manos temblorosas. Volvimos a casa cabizbajos. En aquella
caja quedaba parte de quienes éramos y la carga de quienes seríamos a partir de
entonces. Sólo quedaba la incertidumbre.
No pudimos esperar al regreso del cometa. Treinta años
después de aquella noche buscamos el rincón en la tierra donde enterramos la
caja. Teníamos más amargura y menos sentido aventurero y necesitábamos un gesto
significativo. Encontramos la caja tras varios agujeros en la campa. La tierra
se había colado entre los maderos e impregnaba nuestros objetos, el transistor
y los cromos de Iván, mis chapas y mis gafas rojas y azules para ver películas
en relieve por televisión, el negativo de una foto con el que ver eclipses y el
libro de Cosmos de Martín, las
huellas de quienes fuimos en la noche del cometa y que hablaban de la
credulidad y la fuerza de unos niños que buscaban la felicidad y la ensoñación.
Entonces, lo entendimos. En aquel febrero de 1986 no creamos un recuerdo
futuro, sino un mensaje en una botella.
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