Es la lluvia constante quien cerca a los soldados de Paz y los hace sentirse agotados y
desesperanzados. La lluvia que acompaña a una patrulla norteamericana de
reconocimiento a través de Italia, que se enfrenta con un enemigo que huye y un
país del que dudar su lealtad o sus ideales, la lluvia a veces fina, a veces
tormentosa que no limpia ni es redentora, sino que moja los uniformes y agria
el carácter y socava el ánimo de un puñado de hombres que sienten miedo y se
preguntan por un pequeña escaramuza en sus patrullas que acabó con disparos a
quemarropa a un oficial alemán y una mujer desarmados, las reflexiones del cabo
Marson, angustiado por matar a un soldado tan cerca, sus dudas sobre la
moralidad de la guerra, de los soldados.
Paz es un pequeño
gran descubrimiento. Con apenas doscientas páginas, Richard Bausch escribe
sobre un grupo de hombres en la Italia de la segunda guerra mundial, sus
encontronazos con los alemanes, el miedo en las emboscadas en la montaña, el
recuerdo de los días antes del reclutamiento, antes de llegar a la guerra,
cuando había otra luz y otro ánimo, y cómo esa luz y ese ánimo se transforman
con la perspectiva del combate, de perderlo todo. Bausch se centra en las
reflexiones del cabo Marson, su patrulla de reconocimiento, la lluvia que lo
acompaña en sus misiones, lluvia que se convierte en nieve y frío (la
naturaleza que se adecúa a los tiempos de guerra, que se vuelve gélida, que no
limpia heridas sino que las acrecienta). Un encuentro con el enemigo lleva a Marson
a asistir a un asesinato de un hombre y mujer alemanes tras matar él a un
soldado alemán, la muerte cercana, vista cara a cara, sin la distancia de las
trincheras.
La lluvia deja paso a la nieve. La patrulla de reconocimiento,
formada por Marson, dos de sus hombres y un anciano italiano como guía,
asciende una montaña en busca de restos del ejército alemán, el ascenso cada
vez más complicado, los hombres como Sísifos incapaces de desterrar el peso que
llevan a su espalda, las conversaciones sobre dios y la muerte, la necesidad
del primero para explicar la segunda.
-¿Tú crees en Dios? –preguntó Asch.-Sí.-Yo creo que es todo la misma cosa. Quiero decir, una sola razón para todo: la religión, la filosofía y todo lo demás.-¿Qué las religiones son todas verdaderas, quieres decir?-Bueno, sí, que todas existen por una misma razón. Se trata de explicar la cosa: por qué tenemos que morir. Todo se reduce a un penoso intento de afrontar este hecho.-Ya –dijo Marson-. Ésa es tu manera de verlo.-Fíjate en las oraciones; siempre van sobre librarse de eso, de la gran y definitiva oscuridad. Hasta la última de las religiones. Yo creo que existen no porque exista un dios, sino porque existe la muerte. Todas intentan encontrar una explicación convincente a eso.-No hay civilización o grupo social, o tribu, que no crea en Dios.-¿En serio?-Supongo que necesitamos un dios.-¿Eso es todo? Y tú eres religioso. ¿Es una decisión práctica, entonces?-Sí –dijo Marson. Y luego asintió-. Claro, ¿por qué no? Una decisión práctica.
El cabo Marson se transforma a lo largo del camino. Recuerda
sus primeros días en Italia, la luz, el calor y la amistad de un muchacho, el
hogar que pasa de ser refugia a algo distante, vuelve una y otra vez al hombre
y mujer asesinados a sangra fría en una cuneta. La patrulla deja huellas en el
suelo que la nieve borra, ve alejarse a los alemanes de un pueblo, son
perseguidos por un francotirador, una especie de destino cruel. Es ahí donde Bausch
consigue las mejores páginas de Paz,
la naturaleza angustiosa, la tensión de unos hombres perseguidos, el recuerdo
de un pasado cercano donde había luz, las preguntas sobre el qué se está
haciendo.
Paz es penumbra y
tensión, es la lluvia sobre la cara de un hombre y una escritura sencilla sobre
el agotamiento físico y moral de un hombre.
Era de día. La luz se desparramaba por un cielo bajo. El cabo
se puso de pie y echó a andar. Justo antes de tener a la vista la carretera, y
el resto de la tropa, se detuvo. Notó que algo le subía por dentro. La lluvia
arreciaba; ya no hacía viento. Las nubes empezaban a dejar huecos por donde el
sol tal vez luciría, tal vez no. Se percató de que no sonaban disparos; el río
discurría con su rumor continuo. Esperó, respirando despacio.
Era paz. Era el mundo mismo, agua lamiendo la ribera después
de las tormentas, la nieve, la lluvia invernal. Casi se sentía a gusto. Pensó
en casa, y esta vez pudo ver el edificio y también la calle y las personas.
Había hallado el camino para visualizarlo de nuevo. Por un momento, le pareció
posible quedarse junto al río, sin más. Deseó quedarse. Se le ocurrió pensar
que jamás había deseado nada con tanto ahínco. Sería absolutamente sencillo. Se
tumbaría en el suelo y dejaría que la guerra siguiera su curso, sin él, y
cuando terminara y ya no hubiera más mortandad, se levantaría y se marcharía a
casa. Pensó en seguir la dirección que había llevado el viejo, buscar otro
sitio cualquiera. Lejos.
Giró sobre sí mismo y miró la hierba. Las rocas, el río, el
cielo siempre lluvioso con sus jirones y sus rotos, la brillante corteza de los
árboles mojados a su alrededor. No le venía ninguna oración a la cabeza, pero
experimentaba cada instante como una especie de adoración.
Richard Bausch. Paz.
Traducción de Luis Murillo Fort. Los libros del lince.
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