Mi romance como
monólogo improvisado donde alguien llamado Gordon Lish habla desde una tribuna de sus años de editor en la
revista Esquire o su trabajo en la
editorial Alfred A. Knopf, de su apego al dinero y las ropas holgadas, del
reloj heredado de su padre y que decide subastar en mitad de su discurso, de
las llagas producidas por la psoriasis y el tratamiento de aceite mineral,
pastillas y baños de sol en las azoteas de hoteles y edificios de oficinas, un
hombre respetado en calzoncillos y zapatos con un bolso de manuscritos y un
rotulador y que busca desesperado la luz, de la muerte del padre y de la madre,
de un mundo antiguo donde viajar en tren era un privilegio, ¡de un frigorífico!
que gotea en una habitación donde un hombre espera su muerte rodeado de sus
hermanos, de un pasado alcohólico y las ganas de tomar una copa, sólo una copa
más, que lo temple ante el auditorio, de las figuras masculinas que moldearon
su infancia y que destilaban fuerza, tacañería y certidumbre, un discurso a
veces trastornado y surrealista donde se repite una y otra vez media docena de
imágenes: la inscripción errónea en el reloj de su padre, el goteo del
frigorífico, el viaje en tren en 1944, la urna con las cenizas maternas, la
madre desnuda con 93 años, en el baño, apoyada en el hijo, imágenes que nos
apartan de las dos grandes confesiones que nos quiere hacer Lish-personaje: el
asesinato del padre y una infidelidad, confesiones que no llegan a
materializarse y se esquivan entre la verborrea de Lish. El tiempo es una duda
constante, como el narrador, y da la sensación de que el monólogo es tanto una
confidencia como una mascarada, una forma de reflexionar sobre la coexistencia
con la muerte o la fragilidad de nuestro cuerpo, de cómo nos agarramos a
cualquier cosa, un objeto, dinero, una justificación, para permanecer (para
obtener una falsa seguridad de permanencia) una voz que parece desquiciarse mientras
avanza hacia la conclusión de la conferencia donde Lish abjura de los
escritores y reescritores, como el propio Lish o la audiencia que tiene
delante. Sólo queda preguntarse, mientras se lee Mi romance, qué hacer ante semejante palabrería, ante los momentos
de puro tedio donde nada, absolutamente nada se dice, o ante aquellos donde
parece asistiremos a una verdad última —y
nos quedamos en el umbral de esa verdad—.
Y, aunque parezca contradictorio, es esa mezcla de repetición vacua y el
acercamiento a una verdad que no acabará por mostrarse, lo que convierte este
libro en una historia estimable. La búsqueda constante de la luz del
Lish-personaje enfermo de psoriasis es mi particular imagen del libro: alguien
que intenta salir de la penumbra en busca de una luz que lo calme y le dé un
orden último a una vida caótica. Mi
romance, como monólogo desconcertante y atractivo, aburrido y
desternillante, me recuerda a la autoficción que en estos últimos años han
practicado autores como Halfon, una vuelta de tuerca al concepto de memorias
donde se subvierte la realidad para reconstruir el relato propio y hablar de
aquellos miedos y deseos a través de una máscara invisible.
Oh, creedme, estos hombres me parecían todos tan, pero tan
fuertes. ¿Os he contado que a menudo los veía pasearse por los salones de sus
casas llevando sombreros para damas? ¿O para ser exactos, posando en los
salones de sus casas con tocados para señoras en la cabeza? Charley, Henry,
Sam, Philip, los cuatro mirándose al espejo con los sombreros para damas.
Cualquiera de ellos diciendo a quienquiera que estuviera allí para escucharlo: «¿Qué os parece este número?
¿Qué opináis del número? ¿Sí o no? ¿Va o no va? Un numerito como éste, ¿no
sería un éxito en terciopelo de imitación?». Dejad que os diga algo: era
maravilloso cuando me encontraba entre los que estaban allí para escucharlos.
Estamos hablando de tipos que se jactaban de pagarle a cierta gente bajo
cuerda, ya me entendéis. Decidme, ¿quién de vosotros habría podido llevarme a
Florida en esa época? No, no, no, nadie podría hacerse una idea de lo que
significaba, de lo que todavía significa y siempre va a significar para mí
haber crecido al lado de unos hombres así cuando era niño. Veréis, yo era un
chico que le tenía miedo a las cosas. Estos tipos duros, estos tipos eran
fuertes y eran nada menos que mi padre y sus hermanos. Aquellos días en que nos
sentábamos todos juntos en la salita, el aspecto que tenían para mí no debía de
parecerse en nada a como ella los veía. Para mí parecían como creo que parece
la gente cuando se sienta a mirar cómo se muere una persona.
Gordon Lish. Mi romance.
Traducción de Juan Sebastián Cárdenas. Editorial Periférica.
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