Leo junto a una ventana. Levanto la mirada para pensar en
las palabras de este libro, angustia, dicha, fe, camino intrincado. Hay tres
árboles entre el cemento. Sus hojas, rojas y verdes, tienen forma de estrella.
A lo largo del año he visto cómo cambiaban de color, una y otra vez, cómo eran
colmados de la luz de la mañana o, como hoy, zarandeados por el viento,
gráciles en su aparente fragilidad, las hojas al cielo en un vuelo en espiral.
Estos árboles dan forma al viento, su furia, su delicadeza. Es el final del
otoño. Las nubes bajan a tierra. Caen las hojas. De los árboles. Del libro.
Hasta que los árboles y el libro quedan desnudos.
No es sólo un diario, El
estigma. Es coger aire e iniciar una plegaria, la búsqueda pausada no de la
dicha sino de algo que no se puede expresar con palabras —porque las palabras
tienen fronteras que no pueden traspasar—,
una conversación íntima con un Dios propio de una mujer que se siente en
enterrada en un profundo pozo y levanta la mirada fuera de ese abismo. Y en esa
mirada de Hennings, en ese comprenderse para comprender, la descripción y reflexión
sobre el mundo que circundante: las muchachas de la noche y la calle, las
caseras frías o benévolas, los hombres que compran su cuerpo y lo convierten en
una moneda que queda, pasada la noche, encima de la mesa de un café, los mismos
cafés o teatros donde se cruzan seres humanos reconocibles en su imperfección,
en su falta de felicidad y en su lucha por encontrar una fe propia.
A medida que avanzaba en la lectura de este diario, sentía
leer una de esas vidas de santos que, al buscar la gloria y el amparo de un
dios mudo, deambulan entre las ciudades y la gente con una gran cruz a su
espalda, cayendo una y otra vez en la desdicha, la culpa y la deuda, persiguiendo
una redención que los acerque a la perfección soñada, al éxtasis, al encuentro
con ese dios mudo testigo de cada acto de su vida, de cada mirada alzada, de
cada silencio. Hay una palabra que se repite como una clave a lo largo de El estigma: entrega. Dice Hennings en distintos sitios de su libro:
Mi melancolía ha sido marcada por la
palabra «entrega»; Busco aquello que se entrega libremente; Todo
quiere algo de mí, para eso fui entregada. Es una prueba la que parece vivir la narradora de este
diario: llegar al límite de las propias fuerzas, de la propia fe, para
comprobar lo férreo de sus creencias; es transitar por un camino de espinas
para salir herida y, a la vez, indemne; es la oposición a lo establecido, a una
salida fácil, a una vida domesticada. La religión es un centro en El estigma: las oraciones a un Dios propio, las visitas a las catedrales donde
desenvolver una espiritualidad íntima, palabras como éxtasis, dicha, entrega,
renuncia, pureza, dolor, el mismo título, estigma, esa signo de la caída, y la
redención. El Dios de Hennings es luz y tinieblas, es silencio y escucha.
Cada
frase de este libro tiene un valor profundo y una intensidad que, por momentos,
hizo que tuviera que espaciar la lectura. Es decir, no hay páginas en este
diario novelado donde quepa lo intranscendente, hasta los gestos cotidianos
adquieren un sentido mayor, un monólogo interior donde se plantean preguntas y
dudas sobre los caminos a elegir, la conducta de los hombres o el significado
último de la vida. Hay una indefensión en la voz de este diario que tiene que
ver con la infancia. En más de una ocasión la narradora detiene la descripción
de una escena para volver por un instante a sus recuerdos de niña, recuerdos con una luz agridulce que son refugio y pérdida,
recuerdos de todos los seres que nos habitan, de los diferentes tiempos que
somos, una escritura intimista y poética que se despliega poco a poco y muestra
la reflexión y la
búsqueda, la desprotección y el calvario personal, la agotada y febril
escritura de una plegaria.
Había
tanto silencio. Yo era la única perturbación en un mundo mudo. No pude
soportarlo por más tiempo. Cayeron de mis labios palabras que brotaban por sí
solas, un recipiente que rebosa y cuyas gotas caen a la tierra.
Me oía
hablar a mí misma, y mi voz me sonaba ajena, como si no me perteneciese. Oía
repetirse la misma frase: «No se trata de la dicha, amado Dios, sería pedir
demasiado. No se trata de la dicha, amado Dios, no se trata ya de la dicha. Se
trata de…». ¿De qué? ¿De qué, en concreto? Como si fuese necesario que yo misma
acudiese en mi ayuda, me esforcé en pensar de qué se trataba. Sobre ello
reflexioné en la Catedral de Colonia. Aún hoy sigo reflexionando, en la calle,
en la estafeta de correos, en el cuarto, en los bancos y en las salas de
espera, en todo lugar, en todos los sitios.
***
Quisiera
saber si el dinero es la única causa visible de mi degeneración. El dinero en
mi bolso me resultaba oscuro. Cada vez me resulta más sospechoso. El dinero es
una afrenta, la molesta señal de la vergüenza. Limpio mi dinero con un pañuelo
antes de entregarlo a manos inocentes; para que, al menos, parezca
superficialmente limpio. El dinero siempre es falso, pero un eficaz, excelente
ensueño. No existe el dinero verdadero, me digo. Sería una casualidad que una
vez fuese real. Lo que se troca por dinero es algo bien distinto. Pero no puedo
juzgar yo sola de modo tan subjetivo.
He
recibido un pan con mantequilla y una taza de café y a cambio dejo en la mesa
de mármol una soberbia moneda de diez marcos.
Por esa
moneda de diez marcos soy yo misma la que está sobre la mesa. Se paga con mi
persona. Por ello pongo hoy una irisada moneda sobre la mesa. ¿Eso soy yo?
¿Cómo se me puede comparar con una moneda? ¿A mí? Hay algo centelleante en mí.
El
camarero no sospecha nada. No sabe de dónde procede el dinero, no sospecha que
yo misma represento la moneda de diez marcos… ¡Cómo de unida estoy a la moneda
de diez marcos, mi personal al completo se encuentra en ella!
***
No
tengo otro objetivo, solo mi impulso, al que quiero dirigir en otra dirección.
Dirigir alguna vez voluntades ajenas, seducirlas en la dirección de mi
voluntad. Tengo que limpiar toda la ciudad, esa es mi dura tarea. Vadear todas
las ciénagas.
Cuando
esté sumergida en lo más profundo —tomado como un sacrificio—, podré decir con
la mayor de las entregas: «¿Cree usted en mí?».
¿Cómo
no podría creerse en aquello que se acepta, que se abraza, que se mantiene
agarrado? Creo en toda voluntad que me acepta. Siento toda ráfaga de viento que
acaricia mi cara… Todo quiere algo de mí, para eso fui entregada. Si el mundo
quiere arder, seré un ascua en un mar de fuego. Nada puede consumir mejor que
yo.
¿Estoy
predestinada? Rezo con los labios sellados: «No me dejes caer en la tentación y
líbranos del mal».
No
despego mis labios. Los comprimo, no quiero que se escape mi petición. Mi
aliento no debe perturbar mi súplica.
Por eso
aprieto los dientes y mi boca queda hermética. Dios no me tendrá por obstinada;
verá en mi interior. Él sabe dónde vivo. Sabe de qué vivimos. Al igual que me
tienta con el mal, puede tentarme con el bien. Tanto con lo uno como con lo
otro, siempre he sabido que se trataba de estar sana y salva.
El estigma. Emmy Hennings.
Traducción Fernando González Viñas. El paseo editorial.
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