Hablar de la muerte desde la muerte. Y desandar el camino
para encontrarse con los propios recuerdos: la vida nómada, el descubrimiento del
poder de la escritura y cómo da forma al mundo que nos rodea, el despertar de
la conciencia y los primeros indicios del deseo, las vacaciones en el rancho
familiar, en la tierra ocre y polvorienta del interior australiano, la relación
con sus padres —la
relación de sus padres, turbulenta y extraña, que marca su infancia y su inicio
en la madurez, el padre distante incapaz de arraigarse en una tierra, en una
familia, la madre que lo sigue durante años, la rabia contenida hasta el
desencanto final y la ruptura—,
las preguntas sobre qué habría cambiado en nuestra vida si no hubiese sucedido
tal o cual acto, un camino que es circular y nos devuelve al inicio: la espera
de una muerte inmediata.
He llegado al borde
de las palabras, dice Cory Taylor en las páginas finales de su libro. También,
que escribir es una tarea vital de explicar algo valioso a otros antes de irse.
Conecto esos dos momentos porque imagino, sólo puedo imaginar, la tarea de
escribir y la espera de la muerte como estados fuera del tiempo. Taylor habla
del tabú de la muerte en la primera mitad del libro, su cáncer terminal, la
compra de fármacos ilegales para una posible eutanasia, las consultas con los
médicos, que sienten la muerte un fracaso, como si fuésemos inmortales, y
silencian la palabra, las visitas a hospitales y unidades de cuidados
paliativos, los voluntarios que ejercen como biógrafos de los moribundos. Y en
ese contar su propia muerte, Taylor reflexiona sobre nuestra reserva para
hablar de ella y sus ritos —hemos perdido nuestros rituales comunes y
nuestro lenguaje compartido en torno a la muerte, escribe Taylor—, sobre la deficiente
legislación de la eutanasia, sobre el miedo, constante. Hacia el final de esta
primera parte, Taylor responde a las preguntas que le hicieron los espectadores
de un programa de televisión dedicado a la muerte, Eso no se pregunta, si había hecho una lista de deseos, si se había
vuelto religiosa, si creía en el más allá, si tenía miedo o se arrepentía de
algo, cómo quería ser recordada. En sus respuestas, no sólo está la muerte,
también se abre un primer resquicio hacia su vida, hacia los recuerdos entrañables
o dolorosos, hacia esa escritura que es un centro. Estas primeras páginas, este
inicio en la muerte, son duras pero no oscuras o deprimentes, está el miedo,
por supuesto, y la sensación de injusticia, de esos diez años buenos que podría
vivir Taylor, pero también cierto humor negro y un punto de luz que aporta la
escritura o el encuentro con su biógrafa y, sobre todo el apunte de que la
muerte es parte de la vida y que no hay por qué silenciarla. Dejar de nombrar
la muerte no hará que deje de existir.
Cuando te estás
muriendo, reflexionas sobre tu pasado. Buscas patrones y puntos de inflexión, y
te preguntas si cualquiera de ellos fue significativo. En ese proceso de
morir es inevitable mirar atrás, nos dice Taylor. Y en sus recuerdos están los
cambios de hogar con unos padres que no sabían vivir juntos, la difícil
relación con su hermano, los ranchos australianos, la vejez de sus padres —que es asistir a ese
proceso de morir desde fuera y ver, como dijo Roth, que la vejez es una masacre—. Taylor no hace una
prospección arqueológica para detallar su vida y construir un libro de memorias
al uso, sus recuerdos apenas ocupan sesenta páginas donde muestra esos momentos
significativos de su vida: está el despertar de la conciencia en el momento
donde una cucaburra atrapa y se traga viva una lagartija—la
desaparición de la lagartija era explícita. Las cosas viven hasta que mueren.
La conciencia empieza y luego acaba—,
la muerte como despertar a la vida; está la primera señal del deseo y de lo
vulnerables que nos hace; están los primeros viajes con su madre y el
enfrentamiento con el padre y el hermano: recuerdos donde nace una mirada, una
forma de entender el mundo.
Las
últimas páginas cierran el círculo y vuelven al proceso de morir, al borde de las palabras. Y en ese
círculo que se completa, atrapado por la escritura cristalina, sencilla y sin
artificios de Taylor, uno no puede evitar echar la mirada atrás en busca de
esos momentos que salvaría para los otros o de hablar de la muerte sin ambages
ni reparo. Rescato unas palabras de la contraportada por ser, por una vez,
acertadas: (…) escribió este libro en tan
sólo dos semanas, con la urgencia y la sinceridad de quien sabe que le queda
muy poco tiempo de vida. Sinceridad y sin artimañas, así es Morir: Una vida.
Me imagino que al final de todo puede que me sienta como
mi madre cuando por fin murió su matrimonio. ¡Oh, Dios!, ¡qué he hecho! He
cruzado la línea. Lo que empezó tan bien y parecía tan lleno de promesas, ha
acabado en esto, en fracaso. Pero eso presupone que estaré lúcida hasta el
último momento y que seré capaz de tener este pensamiento final. Si soy
realista, éste no es el escenario más probable. Por lo que sé, sucumbiré a
alguna infección oportunista,
contra la que ya ahora me niego a tomar antibióticos, o moriré de inanición,
puesto que también he rehusado la alimentación forzada. Cada día, mi cuerpo
requiere menos combustible y, aunque sigo disfrutando de la comida, como menos
que un pajarito, para gran desesperación de Shin, que siempre ha sido el
cocinero de la familia. Todo lo que sé sobre la comida japonesa, lo sé gracias
a él. Así que éste es otro placer que se ha ido, quizá el mayor de todos. No sé
cuánto se tarda en morir de hambre ni si duele, pero me da miedo, como me da
miedo que mis dos hijos me vean morir así. Porque eso será lo que recuerden: su
madre reducida a un montón de huesos. No soporto pensar en lo que eso supondrá
para Shin.
Y mientras tanto, mi fármaco chino me ofrece una manera
alternativa de irme. Estoy agradecida de tenerlo. Me ayuda a sentir que mi
autonomía sigue intacta, que aún puedo influir en mi destino. Aunque nunca
llegue a utilizarlo, habrá servido para erradicar la sensación de impotencia
absoluta que amenaza tan a menudo con ahogarme. He oído decir que la muerte
moderna significa morir más, estar muriéndose durante más tiempo, soportar más
incertidumbre, y someternos a nosotros y a nuestras familias a más decepciones
y desesperación. Puesto que podemos gozar de una vida más larga, estamos
condenados a tener una muerte más larga. En tal caso, no debería sorprendernos
que algunos busquemos los medios para poner fin al calvario con dignidad,
mientras aún somos capaces de decidir por nosotros mismos. ¿Qué hay de malo en
eso? Una despedida llena de tristeza, una ocasión de besar cada rostro amado
por última vez antes de que descienda el sueño, el dolor se retire, el temor se
disuelva y la muerte sea vencida por la propia muerte.
Morir. Una vida.
Cory Taylor. Traducción Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones.
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