Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Morir. Una vida. Cory Taylor

Hablar de la muerte desde la muerte. Y desandar el camino para encontrarse con los propios recuerdos: la vida nómada, el descubrimiento del poder de la escritura y cómo da forma al mundo que nos rodea, el despertar de la conciencia y los primeros indicios del deseo, las vacaciones en el rancho familiar, en la tierra ocre y polvorienta del interior australiano, la relación con sus padres —la relación de sus padres, turbulenta y extraña, que marca su infancia y su inicio en la madurez, el padre distante incapaz de arraigarse en una tierra, en una familia, la madre que lo sigue durante años, la rabia contenida hasta el desencanto final y la ruptura—, las preguntas sobre qué habría cambiado en nuestra vida si no hubiese sucedido tal o cual acto, un camino que es circular y nos devuelve al inicio: la espera de una muerte inmediata.

He llegado al borde de las palabras, dice Cory Taylor en las páginas finales de su libro. También, que escribir es una tarea vital de explicar algo valioso a otros antes de irse. Conecto esos dos momentos porque imagino, sólo puedo imaginar, la tarea de escribir y la espera de la muerte como estados fuera del tiempo. Taylor habla del tabú de la muerte en la primera mitad del libro, su cáncer terminal, la compra de fármacos ilegales para una posible eutanasia, las consultas con los médicos, que sienten la muerte un fracaso, como si fuésemos inmortales, y silencian la palabra, las visitas a hospitales y unidades de cuidados paliativos, los voluntarios que ejercen como biógrafos de los moribundos. Y en ese contar su propia muerte, Taylor reflexiona sobre nuestra reserva para hablar de ella y sus ritos —hemos perdido nuestros rituales comunes y nuestro lenguaje compartido en torno a la muerte, escribe Taylor—, sobre la deficiente legislación de la eutanasia, sobre el miedo, constante. Hacia el final de esta primera parte, Taylor responde a las preguntas que le hicieron los espectadores de un programa de televisión dedicado a la muerte, Eso no se pregunta, si había hecho una lista de deseos, si se había vuelto religiosa, si creía en el más allá, si tenía miedo o se arrepentía de algo, cómo quería ser recordada. En sus respuestas, no sólo está la muerte, también se abre un primer resquicio hacia su vida, hacia los recuerdos entrañables o dolorosos, hacia esa escritura que es un centro. Estas primeras páginas, este inicio en la muerte, son duras pero no oscuras o deprimentes, está el miedo, por supuesto, y la sensación de injusticia, de esos diez años buenos que podría vivir Taylor, pero también cierto humor negro y un punto de luz que aporta la escritura o el encuentro con su biógrafa y, sobre todo el apunte de que la muerte es parte de la vida y que no hay por qué silenciarla. Dejar de nombrar la muerte no hará que deje de existir.

Cuando te estás muriendo, reflexionas sobre tu pasado. Buscas patrones y puntos de inflexión, y te preguntas si cualquiera de ellos fue significativo. En ese proceso de morir es inevitable mirar atrás, nos dice Taylor. Y en sus recuerdos están los cambios de hogar con unos padres que no sabían vivir juntos, la difícil relación con su hermano, los ranchos australianos, la vejez de sus padres —que es asistir a ese proceso de morir desde fuera y ver, como dijo Roth, que la vejez es una masacre—. Taylor no hace una prospección arqueológica para detallar su vida y construir un libro de memorias al uso, sus recuerdos apenas ocupan sesenta páginas donde muestra esos momentos significativos de su vida: está el despertar de la conciencia en el momento donde una cucaburra atrapa y se traga viva una lagartija—la desaparición de la lagartija era explícita. Las cosas viven hasta que mueren. La conciencia empieza y luego acaba—, la muerte como despertar a la vida; está la primera señal del deseo y de lo vulnerables que nos hace; están los primeros viajes con su madre y el enfrentamiento con el padre y el hermano: recuerdos donde nace una mirada, una forma de entender el mundo.

Las últimas páginas cierran el círculo y vuelven al proceso de morir, al borde de las palabras. Y en ese círculo que se completa, atrapado por la escritura cristalina, sencilla y sin artificios de Taylor, uno no puede evitar echar la mirada atrás en busca de esos momentos que salvaría para los otros o de hablar de la muerte sin ambages ni reparo. Rescato unas palabras de la contraportada por ser, por una vez, acertadas: (…) escribió este libro en tan sólo dos semanas, con la urgencia y la sinceridad de quien sabe que le queda muy poco tiempo de vida. Sinceridad y sin artimañas, así es Morir: Una vida.







Me imagino que al final de todo puede que me sienta como mi madre cuando por fin murió su matrimonio. ¡Oh, Dios!, ¡qué he hecho! He cruzado la línea. Lo que empezó tan bien y parecía tan lleno de promesas, ha acabado en esto, en fracaso. Pero eso presupone que estaré lúcida hasta el último momento y que seré capaz de tener este pensamiento final. Si soy realista, éste no es el escenario más probable. Por lo que sé, sucumbiré a alguna infección            oportunista, contra la que ya ahora me niego a tomar antibióticos, o moriré de inanición, puesto que también he rehusado la alimentación forzada. Cada día, mi cuerpo requiere menos combustible y, aunque sigo disfrutando de la comida, como menos que un pajarito, para gran desesperación de Shin, que siempre ha sido el cocinero de la familia. Todo lo que sé sobre la comida japonesa, lo sé gracias a él. Así que éste es otro placer que se ha ido, quizá el mayor de todos. No sé cuánto se tarda en morir de hambre ni si duele, pero me da miedo, como me da miedo que mis dos hijos me vean morir así. Porque eso será lo que recuerden: su madre reducida a un montón de huesos. No soporto pensar en lo que eso supondrá para Shin.
Y mientras tanto, mi fármaco chino me ofrece una manera alternativa de irme. Estoy agradecida de tenerlo. Me ayuda a sentir que mi autonomía sigue intacta, que aún puedo influir en mi destino. Aunque nunca llegue a utilizarlo, habrá servido para erradicar la sensación de impotencia absoluta que amenaza tan a menudo con ahogarme. He oído decir que la muerte moderna significa morir más, estar muriéndose durante más tiempo, soportar más incertidumbre, y someternos a nosotros y a nuestras familias a más decepciones y desesperación. Puesto que podemos gozar de una vida más larga, estamos condenados a tener una muerte más larga. En tal caso, no debería sorprendernos que algunos busquemos los medios para poner fin al calvario con dignidad, mientras aún somos capaces de decidir por nosotros mismos. ¿Qué hay de malo en eso? Una despedida llena de tristeza, una ocasión de besar cada rostro amado por última vez antes de que descienda el sueño, el dolor se retire, el temor se disuelva y la muerte sea vencida por la propia muerte.
Morir. Una vida. Cory Taylor. Traducción Catalina Ginard Ferón. Gatopardo ediciones.

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