Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 26 de octubre de 2017

El hombre en suspenso. Saul Bellow

En un momento de El hombre en suspenso Joseph escribe ahora estoy lleno del mundo. Joseph vive en una habitación con su mujer Iva, espera la llamada a filas tras despedirse de su empleo, escribe un diario y se pregunta por qué casi nadie hace tal ejercicio de introspección, y, sobre todo, Joseph se llena de ese mundo y observa el paso del tiempo invernal a la primavera, las formas de la ciudad y los cambios de la luz, las sombras de los desconocidos, mira fuera y dentro de sí, cómo se siente extraño y ajeno a ese mismo mundo, un testigo externo, alguien que se desdobla en dos mitades y arrastra a una parte de sí mismo anclada en el pasado y que no la siente como la verdadera. En algunas entradas de su diario toma la forma de narrador y se describe en tercera persona, como un autor que retrata a su personaje e intenta mostrar aquello que oculta.


Pero a pesar de todo, Joseph experimenta una sensación de extrañeza, de no pertenecer del todo al mundo, de yacer bajo una nube y alzar la vista para mirarla. Bien, pero todos los seres humanos comparten esa sensación hasta cierto punto, se dice. El niño siente que sus padres son falsos; su auténtico padre está en otra parte y algún día le reclamará. Y para otros el mundo real no está ahí en absoluto y lo que se encuentra a mano es espurio y copiado. A veces la sensación de extrañeza de Joseph casi adopta la forma de una conspiración: no una conspiración maligna, sino una que contiene los esplendores diversificados, los cambios, las excitaciones, así como la materia común y neutral de una existencia. Vivir un día tras otro bajo la sombra de semejante conspiración es duro. Si contribuye al asombro, contribuye todavía más a la inquietud, y uno se aferra a los transeúntes más cercanos, a hermanos, padres, amigos y esposas.

La espera hace que Joseph se detenga y reflexione sobre su naturaleza, sus mitades y los yoes que contiene su mundo interior, se pregunte sobre la forma que adquiere la libertad, cómo nos sentimos cercanos de los objetos perecederos y nos acostumbramos a la violencia. Joseph escribe sus entradas de diario e intenta ver claro el mundo interno y externo que lo define, una búsqueda borrosa y siempre al borde del fracaso. Porque en la espera, Joseph siente cierto desprecio hacia su persona, un hombre mantenido por su mujer y viviendo en una pequeña habitación desordenada, alguien que no consigue diferenciar un día de otro y que estalla ante su mujer, viejos amigos o sus vecinos de pensión y se fustiga por las escenas que provoca. El estudioso con un gran plan vital convertido en alguien en suspenso, alejado de todo y de todos, su destino por definir. No hay un orden ni unos códigos férreos a los que acogerse, sino la pura especulación, la palabra, la mente.

Por momentos, Joseph parece escribir su diario para ser leído por otros, una forma de que aquellos que creen conocerlo accedan a su realidad. Detalla sus pensamientos de forma densa y prolija, describe sus paseos y la ciudad como forma de colocarse en el mundo, desvela el yo que arrastra y el yo del presente, escribe entradas en las que charla con el Espíritu de las Alternativas. Cada entrada del diario es una lucha por mostrar de manera completa, sin ambages, las luces y sombras que lo acompañan, la rabia contenida, las expectativas frustradas, la confrontación entre la vida y la muerte, la espera por la llamada a filas y la liberación de encontrarse en otras manos.

El hombre en suspenso es la primera novela de Bellow. Profunda y descriptiva, Bellow hace que Joseph se describa y se descubra a través de la palabra, un hombre común que se siente extrañado en una época donde la guerra lo envolvía todo. Bellow combina acción y reflexión, muestra el dolor y la rabia de un hombre de la calle al revelarse sus sentimientos íntimos. El Joseph de Bellow camina entre la pasividad y las emociones contenidas, mira al mundo dentro de sí y lo compara con el que ve fuera, un retrato detallado que tiene muchos momentos fascinantes y otros aburridos.










Con todo el respeto que parecemos tener por los artículos perecederos, nos hemos acostumbrado fácilmente a la matanza. Al fin y al cabo, en cierta manera somos los beneficiarios de esa matanza, y sin embargo nuestra piedad por las víctimas es escasa. No es algo provocado por la guerra, sino que estábamos preparados para ello mucho antes de que estallara la guerra, y ahora solo resulta más evidente. No nos estremecemos al ver todas esas vidas segadas; ni tampoco quienes han muerto habrían sufrido más por nosotros si hubiéramos sido las víctimas. No me gusta pensar en qué es lo que nos gobierna. No me gusta pensar en ello. No es un trabajo fácil, y no es seguro. Su revelación más amable es que nuestros sentidos e imaginaciones son de alguna manera incompetentes. El antiguo Joseph que, ante la provisionalidad de la vida, se oponía a toda violencia, afirmaba lamentar que con la mejor voluntad del mundo uno debía infligir su cuota de magulladuras… ¡Magulladuras! ¡Menuda inocencia! Sí, reconocía que incluso quienes se proponen ser suaves no pueden confiar en que se librarán de dar azotes. Y eso era bastante modesto.
No obstante, como pueblo, nos preocupa mucho el carácter perecedero; un imperio de neveras. Y a los gatos domésticos se les traslada por avión a centenares de kilómetros para salvarlos mediante sueros especiales; y en el campo de Arkansas los vecinos mantienen durante un mes, día y noche, una vigilia para salvar la vida de un hombre que ha enfermado a los noventa años.
Jeff Forman muere; mi hermano Amos atesora un almacén de zapatos para el futuro. Amos es amable. Amos no es un caníbal. No soporta la idea de que yo podría fracasar, carecer de dinero, rechazar la preocupación por mi futuro. Jeff, en el fondo del mar, está más allá de la virtud, el valor, la elegancia, el dinero o el futuro. Digo estas cosas incapaz de ver o pensar con claridad, y lo que siento no es tanto injusticia o inhumanidad como desconcierto.
En cuanto a mí, preferiría morir en la guerra que consumir sus beneficios. Cuando me llamen iré sin protestar. Y, por supuesto, confío en sobrevivir. Pero preferiría ser una víctima que un beneficiario. Apoyo la guerra, aunque tal vez sea gratuito decir esto; tenemos la costumbre de convertir estas cosas en cuestiones de moralidad personal y voluntad particular, cuando no lo son en absoluto. El equivalente sería decir: si Dios realmente existió, sí, Dios existe. Existiría tanto si lo reconociéramos como si no. Pero entre su imperialismo y el nuestro, si hubiera posibilidad de elección, me quedaría con el nuestro. Las alternativas, en especial las alternativas deseables, solo crecen en árboles imaginarios.
Sí, dispararé y segaré vidas; me dispararán y es posible que me arrebaten la vida. Se verterá cierta sangre por razones ciertas a medias, como sucede en todas las guerras. De alguna manera no puedo considerarlo como una injusticia contra mí mismo.

***

Ejercen sobre nosotros una gran presión para lograr que nos infravaloremos. Por otro lado, la civilización nos enseña que cada ser humano es un bien inestimable. Hay, pues, estos dos preparativos: uno para la vida y el otro para la muerte. En consecuencia, nos valoramos y nos avergonzamos de valorarnos, somos severos. Nos adiestran para que seamos discretos y, si uno de nosotros de vez en cuando se forma una opinión de sí mismo, lo hace desapasionadamente, como si estuviera examinándose las uñas, no su alma, frunciendo el ceño por las imperfecciones que encuentra como lo haría uno al encontrar una muesca o un poco de suciedad. Porque, desde luego, se nos invita a aceptar la imposición de toda clase de injusticias, a esperar en fila bajo un sol ardiente, a correr por una estruendosa playa, a ser centinelas, exploradores o trabajadores, a ser quienes viajan en el tren cuando salta por los aires o los que se encuentran en las puertas cuando están cerradas, a carecer de importancia, a morir. El resultado es que aprendemos a ser insensibles y carecer de curiosidad hacia nosotros mismos. ¿Quién puede ser el concienzudo cazador de sí mismo cuando sabe que es a su vez una presa? O bien nada tan inconfundible como una presa, sino un individuo de un cardumen, empujado hacia las encañizadas.
Saul Bellow. El hombre en suspenso. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.

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