En un momento de El
hombre en suspenso Joseph escribe ahora
estoy lleno del mundo. Joseph vive en
una habitación con su mujer Iva, espera la llamada a filas tras despedirse de
su empleo, escribe un diario y se pregunta por qué casi nadie hace tal ejercicio
de introspección, y, sobre todo, Joseph se llena de ese mundo y observa el paso
del tiempo invernal a la primavera, las formas de la ciudad y los cambios de la
luz, las sombras de los desconocidos, mira fuera y dentro de sí, cómo se siente
extraño y ajeno a ese mismo mundo, un testigo externo, alguien que se desdobla
en dos mitades y arrastra a una parte de sí mismo anclada en el pasado y que no
la siente como la verdadera. En algunas entradas de su diario toma la forma de
narrador y se describe en tercera persona, como un autor que retrata a su
personaje e intenta mostrar aquello que oculta.
Pero a pesar de todo, Joseph experimenta una sensación de extrañeza, de no pertenecer del todo al mundo, de yacer bajo una nube y alzar la vista para mirarla. Bien, pero todos los seres humanos comparten esa sensación hasta cierto punto, se dice. El niño siente que sus padres son falsos; su auténtico padre está en otra parte y algún día le reclamará. Y para otros el mundo real no está ahí en absoluto y lo que se encuentra a mano es espurio y copiado. A veces la sensación de extrañeza de Joseph casi adopta la forma de una conspiración: no una conspiración maligna, sino una que contiene los esplendores diversificados, los cambios, las excitaciones, así como la materia común y neutral de una existencia. Vivir un día tras otro bajo la sombra de semejante conspiración es duro. Si contribuye al asombro, contribuye todavía más a la inquietud, y uno se aferra a los transeúntes más cercanos, a hermanos, padres, amigos y esposas.
La espera hace que Joseph se detenga y reflexione sobre su
naturaleza, sus mitades y los yoes que contiene su mundo interior, se pregunte
sobre la forma que adquiere la libertad, cómo nos sentimos cercanos de los
objetos perecederos y nos acostumbramos a la violencia. Joseph escribe sus
entradas de diario e intenta ver claro el mundo interno y externo que lo
define, una búsqueda borrosa y siempre al borde del fracaso. Porque en la
espera, Joseph siente cierto desprecio hacia su persona, un hombre mantenido
por su mujer y viviendo en una pequeña habitación desordenada, alguien que no
consigue diferenciar un día de otro y que estalla ante su mujer, viejos amigos
o sus vecinos de pensión y se fustiga por las escenas que provoca. El estudioso
con un gran plan vital convertido en alguien en suspenso, alejado de todo y de
todos, su destino por definir. No hay un orden ni unos códigos férreos a los
que acogerse, sino la pura especulación, la palabra, la mente.
Por momentos, Joseph parece escribir su diario para ser
leído por otros, una forma de que aquellos que creen conocerlo accedan a su
realidad. Detalla sus pensamientos de forma densa y prolija, describe sus
paseos y la ciudad como forma de colocarse en el mundo, desvela el yo que
arrastra y el yo del presente, escribe entradas en las que charla con el
Espíritu de las Alternativas. Cada entrada del diario es una lucha por mostrar
de manera completa, sin ambages, las luces y sombras que lo acompañan, la rabia
contenida, las expectativas frustradas, la confrontación entre la vida y la
muerte, la espera por la llamada a filas y la liberación de encontrarse en
otras manos.
El hombre en suspenso
es la primera novela de Bellow. Profunda y descriptiva, Bellow hace que Joseph
se describa y se descubra a través de la palabra, un hombre común que se siente
extrañado en una época donde la guerra lo envolvía todo. Bellow combina acción
y reflexión, muestra el dolor y la rabia de un hombre de la calle al revelarse
sus sentimientos íntimos. El Joseph de Bellow camina entre la pasividad y las
emociones contenidas, mira al mundo dentro de sí y lo compara con el que ve
fuera, un retrato detallado que tiene muchos momentos fascinantes y otros
aburridos.
Con todo el respeto que parecemos tener por los artículos
perecederos, nos hemos acostumbrado fácilmente a la matanza. Al fin y al cabo,
en cierta manera somos los beneficiarios de esa matanza, y sin embargo nuestra
piedad por las víctimas es escasa. No es algo provocado por la guerra, sino que
estábamos preparados para ello mucho antes de que estallara la guerra, y ahora
solo resulta más evidente. No nos estremecemos al ver todas esas vidas segadas;
ni tampoco quienes han muerto habrían sufrido más por nosotros si hubiéramos
sido las víctimas. No me gusta pensar en qué es lo que nos gobierna. No me
gusta pensar en ello. No es un trabajo fácil, y no es seguro. Su revelación más
amable es que nuestros sentidos e imaginaciones son de alguna manera incompetentes.
El antiguo Joseph que, ante la provisionalidad de la vida, se oponía a toda
violencia, afirmaba lamentar que con la mejor voluntad del mundo uno debía
infligir su cuota de magulladuras… ¡Magulladuras! ¡Menuda inocencia! Sí,
reconocía que incluso quienes se proponen ser suaves no pueden confiar en que
se librarán de dar azotes. Y eso era bastante modesto.
No obstante, como pueblo, nos preocupa mucho el carácter
perecedero; un imperio de neveras. Y a los gatos domésticos se les traslada por
avión a centenares de kilómetros para salvarlos mediante sueros especiales; y
en el campo de Arkansas los vecinos mantienen durante un mes, día y noche, una
vigilia para salvar la vida de un hombre que ha enfermado a los noventa años.
Jeff Forman muere; mi hermano Amos atesora un almacén de
zapatos para el futuro. Amos es amable. Amos no es un caníbal. No soporta la
idea de que yo podría fracasar, carecer de dinero, rechazar la preocupación por
mi futuro. Jeff, en el fondo del mar, está más allá de la virtud, el valor, la
elegancia, el dinero o el futuro. Digo estas cosas incapaz de ver o pensar con
claridad, y lo que siento no es tanto injusticia o inhumanidad como
desconcierto.
En cuanto a mí, preferiría morir en la guerra que consumir
sus beneficios. Cuando me llamen iré sin protestar. Y, por supuesto, confío en
sobrevivir. Pero preferiría ser una víctima que un beneficiario. Apoyo la
guerra, aunque tal vez sea gratuito decir esto; tenemos la costumbre de
convertir estas cosas en cuestiones de moralidad personal y voluntad
particular, cuando no lo son en absoluto. El equivalente sería decir: si Dios
realmente existió, sí, Dios existe. Existiría tanto si lo reconociéramos como
si no. Pero entre su imperialismo y el nuestro, si hubiera posibilidad de
elección, me quedaría con el nuestro. Las alternativas, en especial las
alternativas deseables, solo crecen en árboles imaginarios.
Sí, dispararé y segaré vidas; me dispararán y es posible que
me arrebaten la vida. Se verterá cierta sangre por razones ciertas a medias,
como sucede en todas las guerras. De alguna manera no puedo considerarlo como
una injusticia contra mí mismo.
***
Ejercen sobre nosotros una gran presión para lograr que nos
infravaloremos. Por otro lado, la civilización nos enseña que cada ser humano
es un bien inestimable. Hay, pues, estos dos preparativos: uno para la vida y
el otro para la muerte. En consecuencia, nos valoramos y nos avergonzamos de
valorarnos, somos severos. Nos adiestran para que seamos discretos y, si uno de
nosotros de vez en cuando se forma una opinión de sí mismo, lo hace
desapasionadamente, como si estuviera examinándose las uñas, no su alma, frunciendo
el ceño por las imperfecciones que encuentra como lo haría uno al encontrar una
muesca o un poco de suciedad. Porque, desde luego, se nos invita a aceptar la
imposición de toda clase de injusticias, a esperar en fila bajo un sol
ardiente, a correr por una estruendosa playa, a ser centinelas, exploradores o
trabajadores, a ser quienes viajan en el tren cuando salta por los aires o los
que se encuentran en las puertas cuando están cerradas, a carecer de
importancia, a morir. El resultado es que aprendemos a ser insensibles y
carecer de curiosidad hacia nosotros mismos. ¿Quién puede ser el concienzudo
cazador de sí mismo cuando sabe que es a su vez una presa? O bien nada tan
inconfundible como una presa, sino un individuo de un cardumen, empujado hacia
las encañizadas.
Saul Bellow. El
hombre en suspenso. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.
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