Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 12 de noviembre de 2017

umbrales

Se acerca a la ventana, el mejicano, y enciende una vela. Es para que me encuentren mis ancestros, dice, y que me hablen durante el sueño. Mi vida ha pasado siguiendo huellas marcadas por otros, dice, sólo sigo una estela invisible. Los amores, los miedos, las decisiones tomadas y los proyectos que no me atreví a emprender, todo lo que me ha traído hasta esta noche, me han sido impuestos por la sangre, dice. La sangre me tira, dice. La llama titila en la ventana y se refleja fuera, en la oscuridad. Sus ancestros dejarán esta noche su escondite entre las sombras y guiarán sus pasos una vez más. Soy un hombre sin azar, dice.
El mejicano tiene ochenta años y ha vuelto a la tierra de su infancia para buscar una iglesia. Tiene cinco calaveras incrustadas en el pórtico blanco, dice. Descubrí al mejicano en la plaza del Obradoiro. Vestido de azul, con una boina francesa, su figura espigada y su mirada quijotesca, el mejicano siguió camino a Finisterre sin detenerse entre los peregrinos. Quería llegar a la costa y ver el camino de oro que el sol extendía sobre el mar al atardecer. Es el camino de los muertos, dice, y yo lo hice con cinco años. Algunas palabras, ancestros, sangre, muertos, mueven la llama de la vela. Lo último que vi de esta tierra fue la iglesia de las calaveras, dice, luego el mar y Méjico. Méjico ya no es tierra para conquistadores, dice.
Tardamos tres días en llegar a Finisterre. El mejicano se detenía en las señales del camino con cartas y fotografías. Leía las cartas que recordaban promesas hechas a los muertos, los pequeños tótems de piedras, las botas rotas, y asentía en silencio. Sentados en una roca del fin del mundo, vimos crecer el camino amarillo sobre el mar y desaparecer en la noche. El mejicano rezó por su infancia y su vida. Nos comunicamos con los muertos, dice, y los necesitamos más que ellos a nosotros. Mi madre me enseñó a llamar a nuestros ancestros con velas, dice. Cruzaban el mar en la noche de los difuntos y nos repetían su historia, dice. Mi madre vestía de negro por ellos, y ese negro se le incrustó en la piel, dice. Yo quería enseñarle las máscaras mejicanas de la muerte, la música y los bailes del día de los muertos, dice, pero ella rechazaba aquella luminosidad. Nunca sabías quién se escondía tras las máscaras, dice. Por dos días, vivos y muertos cruzábamos el umbral que nos separaba, dice.
El mejicano hace un gesto con la mano, se aparta de la ventana y se acuesta. Es hora de que me hablen mis ancestros, dice.
Mañana subiremos un camino asfaltado entre montes. Apenas quedarán en pie un par de casas del poblado y la iglesia en un montículo. El mejicano se sentará en el pequeño muro de entrada y observará las cinco calaveras en la pared blanca. Tendrán la boca abierta, las calaveras, su último aliento atrapado por la eternidad. Antes el camino era de tierra y piedras, dirá, había una escuela y un colmado y en las noches de septiembre escuchábamos las ratas en el tejado y sentíamos el viento entre los pinos y las piñas caer al suelo, dirá. Hay un silencio que sólo existe en los pueblos abandonados, dirá, y hay una muerte que canta por nosotros, dirá.
El mejicano se levantará y se dirigirá hacia el pórtico. Buscará una calavera con una muesca con forma de estrella en la frente. Cuando la encuentre, seguirá su forma con la mano, una caricia lenta y delicada, el reconocimiento de la sangre que le tira. Mis ancestros me hablaron en sueños, dirá.  

Apago la vela y le cuento nuestra historia.

No hay comentarios: