En La iglesia fantasma,
el último cuento de Proyectos de pasado,
Ana Blandiana habla la coexistencia de lo real y lo irreal en mundos paralelos
y cómo, en algunas ocasiones, se funden y mezclan para, al final, volver fortalecidos a sus
respectivos mundos. Cada relato de Blandiana sigue esa máxima, lo
real y lo irreal que se encuentran en un punto y cómo se alimentan el uno del
otro para dar paso a una fuerza nueva y clara donde lo real se incrementa por
los elementos mágicos y lo irreal parece parte de lo cotidiano gracias a los
detalles cercanos a la vida y la existencia corrientes. Un ejemplo sería el
cuento El reportaje, donde una
periodista llega a una isla artificial en el Danubio para informar de unas
inundaciones y ve cómo los soldados agarran la tierra y los
esqueletos de las fosas comunes con sus manos para evitar que acabe arrastrada por la marea,
la sensación de pesadilla y milagro en lo real. O en el mismo La iglesia fantasma donde se unen
leyenda y realidad en la vieja historia de una iglesia arrastrada por el río
con una docena de hombres dentro, las visiones de esa iglesia años más tarde y
con los hombres entonando una extraña canción, como símbolo de victoria o
muerte según el punto del Danubio en la que se vea.
Existen tantas modalidades de lo fantástico que no es de extrañar que algunas de ellas puedan dar en ocasiones el salto a la realidad. A veces, la realidad misma sobrepasa arrogantemente sus fronteras y, entonces, las zonas superpuestas permanecen ambiguas durante años, decenios y aun siglos, y resulta incierto a qué dominio pertenecen. Después, por no se sabe qué casualidad, o simplemente por la erosión del tiempo, su doble naturaleza difumina uno de sus aspectos y la franja que antes era equívoca acaba cayendo a uno de los dos lados de la frontera, acompañada únicamente por el asombro de que antes las cosas hubieran podido parecer de otra manera. Claro está que, para un ojo avezado y capaz de ver más allá de las apariencias, ni el fluir de la realidad en los moldes de lo fantástico, ni la penetración de lo fantástico en el terreno de la realidad pueden conducir a conclusiones de mucha importancia, y el mero acontecer de un hecho no es capaz de sacarlo fuera del perímetro de lo imaginario, de la misma manera que las sombras fantásticas de un acontecimiento tampoco bastan para sustraerlo del imperio de la eficacia. Entre la realidad y la irrealidad hay una línea divisoria trazada desde la creación del mundo, y la transgresión de esta línea no supone su anulación, sino el poner a prueba su fuerza, de la misma manera que tomar una droga no significa menospreciarla, sino experimentarla. Lo real y lo irreal coexisten en mundos paralelos, independientes, y la mayor parte del tiempo son incluso indiferentes entre sí. Pero es verdad que, en los escasos momentos en que se funden, su unión resulta doblemente reveladora: un elemento fantástico, a través del tamiz de la realidad, regresa a lo imaginario, fortalecido por la autoridad de esta comprobación, mientras que un elemento objetivo que se vuelve irreal va adquiriendo significados capaces de transfigurar su existencia, de la que se ha evadido sólo por un instante.
***
Lo que hace bueno a Proyectos
de pasado es la escritura de Blandiana, profunda, densa, a veces críptica,
donde habla de la realidad rumana a través de historias que parecen mitos o
cuentos cuando no pura invención. Ahí están las figuras angelicales que se
repiten en varios cuentos, una manera de subvertir la realidad, de adentrar los
simbólico en una tierra y una época dominadas por la dictadura comunista de
Ceauşescu. En los cuentos
de Blandiana, poblados por imágenes oníricas, se habla de un régimen que
destruyó los campos y los símbolos del pasado, que se basó en la censura, las
cartillas de racionamiento, el miedo y los campos de trabajo. Y ese hablar de
la dictadura a través de lo simbólico da paso a momentos excepcionales, como la
profesora que busca una gallina clueca para evitar las largas colas y esperas y
acaba con una docena de pequeños ángeles en su balcón, una iglesia tapada por
infinidad de nidos de golondrina en una aldea donde sólo hay ancianos y los
campos se han convertido en tierra yerma y errática, una representación para un
conocido actor que habla de la realidad que se vive fuera de los escenarios,
los recuerdos que una mujer tiene de la última cena de su padre antes de ser
detenido, el ambiente claustrofóbico y mudo de esas horas en la noche y la
sensación de tiempo suspendido o los deportados a un bosque y sobreviven en una
cárcel sin muros y levantan un nuevo hogar.
***
Esa
unión fugaz de lo real y lo irreal, el ambiente opresivo y extraño, los trazos
oníricos, las historias que hablan de falta de libertad y un mundo que se
desmorona ante los nuevos tiempos dan a los cuentos de Blandiana un mismo tono.
No hay una fractura entre los relatos, fluyen como parte de un todo.
***
El
cuento que da título al libro habla de un bosque como cárcel. Los invitados a
una boda son deportados (con cargos desconocidos) a un bosque. Sin guardianes
ni muros, los hombres y mujeres se sentirán, al principio, vigilados,
incapaces de buscar una salida, de idear una fuga. Con los años, construyen una
pequeña comunidad utópica. Son deportados, culpables de no se sabe qué, no hay
muros ni vigilantes, y sienten una libertad única al no vivir en las ciudades
ni tener relación con otros conciudadanos ni con el régimen dictatorial.
Durante años viven de la tierra, construyen una casa común, nacen nuevos
miembros en la comunidad mientras otros mueren, hay un regreso a la naturaleza,
a la esencia del ser humano, olvidan la cárcel que es el bosque porque fuera
existe una cárcel mayor. Cuando los liberan años más tarde no sabrán cómo
reintegrarse a una sociedad sometida y añorarán sus días de robinsones.
***
Hay
milagros y figuras mitológicas, hay inundaciones bíblicas e iglesias arrancadas
de su base y arrastradas tierra adentro a un nuevo pueblo, hay ángeles y
pueblos destrozados, hay una mujer que se
descubre dentro de un sueño e incapaz de llegar a sus orígenes o a la identidad
del soñador se tumba a dormir para ser la soñadora y no lo soñado, hay una
corriente subterránea que habla del terror y de una época y una tierra que no
es libre, hay, sobre todo, una escritora que se adentra en la fantasía y la
irrealidad de una manera realista.
Mi memoria no abarcaba más de lo que acabo de contar: el
mar, que se había apoderado de la playa, la ventisca, mi paseo a lo largo del
acantilado, la zona prohibida. Y ahora descubría las huellas materiales de esta
historia infinitesimal, borradas aún antes de que desaparecieran también de mi
conciencia. ¿No es posible que hubiera habido algo antes, otra cosa, otros
recuerdos tal vez, igual de insignificantes, cuyo rastro hubiera sido eliminado
con cuidado, hasta desaparecer por completo, no sólo de la nieve, sino también
de mí misma? Claro que antes tuvo que haber existido algo, una finalidad, un
sentido, un acontecimiento que me trajera hasta aquí, que me hiciera venir.
Pero no recordaba nada, todo empezaba en mi mente con la imagen de ese mar de
color marrón, envuelto en brumas, con flecos sucios por la espuma helada en la
costa, con ese mar ajeno, reconocido únicamente gracias a aquella prohibición
inamovible que me obligaba a desandar mi propio camino, dirigiéndome contra la
ventisca hostil y contra la pregunta cada vez más apremiante: ¿cómo he venido a
parar aquí?
***
Lo que voy a contar no me pasó a mí. Por aquel entonces yo
era todavía una niña y solamente oía, de vez en cuando y sin comprender muy
bien de qué se trataba, que aquello les había pasado a otros. Y si algo
permaneció en mi memoria fue la palabra «Bărgană», envuelta por todas aquellas
cosas que despertaban terror en la mente de una niña, que dejaba de asustarse
de dragones y ogros, fantasmas y brujas para empezar a asustarse, de manera
mucho más misteriosa y, por tanto, infinitamente más terrible, de las palabras
corrientes, palabras que los demás pronunciaban con un espanto que,
incomprensible y amplificado, se le transmitía también a ella. «Bărgană» era
una de esas palabras. Otra era «llevar». «Creo que esta noche me van a llevar a
mí también», oí decir a mi padre, y sin necesidad de que me lo explicaran,
comprendí que era el anuncio de la mayor desgracia que podía pasarle. Después,
mi padre desapareció, y el verbo «llevar» representó para mí el vocablo, pero
no el significado, de aquella desaparición, el signo mágico, grabado como un
estigma identificador en la cara ensombrecida de mi madre, en la voz alterada
de la maestra cuando me hablaba en la escuela o en la mirada esquiva de los
vecinos cuando llamaban a sus hijos para que dejaran de jugar conmigo. Por el
contrario, «Bărgană» no era un signo, sino una representación. Decían «los
llevaron al Bărgană», o «este ya no volverá del Bărgană»; yo me lo imaginaba
como un círculo del infierno, un foso muy grande a donde, sin orden ni concierto,
eran arrojados, por fuerzas oscuras pero infinitamente poderosas, toda clase de
hombres y mujeres cuya culpa no acababa de comprender y a quienes todos
lloraban como a difuntos. Cuando, más tarde, en las clases de geografía,
descubrí con sorpresa que el Bărgană era un territorio fértil y extenso, no me
quedó más remedio que admitir que se trataba de dos palabras inconexas entre
sí, y cuyo parecido era completamente accidental, lo cual no me libraba de
sentir escalofríos, ante cualquier encuentro con el inocente homónimo de mis
representaciones.
Experimenté la misma admiración, dudosa y desconfiada,
cuando leí por primera vez en un diccionario el significado de una palabra que
parecía expresar protección, defensa o custodia. Sin embargo, aunque eran transparentes
y tenían apariencia de objetividad, las definiciones del diccionario me
parecían sospechosas, como si, quién sabe con qué motivo, hubieran pretendido
una tergiversación del significado auténtico y conocido desde hacía tiempo.
Para mí, aquella palabra era un edificio de un solo piso,
largo, extraordinariamente largo para lo que era habitual en nuestra ciudad,
formada por sólidas casas unifamiliares, con no más de tres o cuatro
habitaciones grandes y altas dispuestas a un lado y a otro de la puerta maciza,
por la que se accedía a una especie de corredor con techo de madera desde el
que unos escalones de cemento llevaban al interior, y que conducía al patio con
fuente, flores y avenidas de piedras de río. El edificio bautizado con aquel
nombre, que los diccionarios habrían de presentarme después como
tranquilizador, era distinto de estas casas habituales, y aunque tenía al menos
cien años de antigüedad (había sido construido para quién sabe qué institución
habsbúrgica, probablemente), estaba tan bien adaptado al terror actual que
parecía hecho a su medida. Veinte o incluso veinticinco ventanas alargadas, con
los cristales pintados con óleo blanco, se alineaban a lo largo de la acera,
aproximadamente a dos metros de altura. Debajo de cada ventana se abría un
ventanuco enrejado, colocado a un palmo del suelo y de unas dimensiones no
mayores que las de un cuaderno normal apaisado. Los cristales de estas ventanas
no estaban pintados, pero estaban tan sucios que por la noche, cuando se daba
el caso de que se encendieran las luces, no se podía ver nada a través de
ellos. Pero, por otro lado, incluso aunque absurdamente se hubiera podido ver
algo, ¿quién se habría atrevido a mirar? Los habitantes de la ciudad tenían
cuidado de cruzar a la otra acera algunas decenas de metros antes y de caminar
más rápido y con los ojos fijos en el suelo cuando pasaban por delante del
edificio; aunque —o quizás precisamente porque— todo el edificio parecía
deshabitado, y no se veía a nadie entrando o saliendo, ni se oían ruidos, e
incluso la luz que conseguía atravesar la pintura opaca era tan carente de
intensidad que podías dudar de su existencia. Y así como sentíamos todos, sin
que nos lo hubiera dicho nadie, que era mejor no mirar, también sabíamos que
era mejor no pronunciar su nombre. Así pues, lo mismo que con «Bărgană», nos
acostumbramos a que aquella palabra tuviera dos significados, uno de los cuales
reinaba en el diccionario y era indiferente a todos, mientras que el otro,
pronunciado sólo en el pensamiento, pero omnipresente, soplaba como un viento
—más débil unas veces, otras más agitado, pero capaz siempre de derribarlo
todo— por encima de mi infancia.
Ana Blandiana.
Proyectos de pasado. Traducción de Viorica Patea y Fernando Sánchez Miret.
Editorial Periférica.
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