El tiempo encerrado en el pequeño espacio de una
habitación en Hungría, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, o el tiempo como
una cinta de Moebius donde no hay una dirección ni un destino concretos sino
que es un bucle y un momento preciso en una vida puede ser tanto pasado como
futuro ―o el pasado
que reaparece tras el futuro―,
el tiempo que convierte al protagonista de Kanada
en víctima y culpable según qué dirección tome, un hombre destruido que regresa
a su hogar tras la guerra y ve que su casa sigue en pie en mitad de la
destrucción, y es esa casa lo único que le queda, un espacio donde resguardarse
junto a un telescopio, un libro, el cuenteo de las baldosas del suelo y las visitas
periódicas del vecino y su esposa con víveres, el regreso que al inicio es una
repetición constante de pequeños gestos y hábitos y que se convierte en
aislamiento, un ser humano entre cuatro paredes y, fuera, una vida que pasa y
cambia de las huellas que ha dejado la guerra a la llegada del comunismo y de
ahí de vuelta a los campos nazis mientras el protagonista vive aislado con sus
números y sus recuerdos como chispazos y la sensación de estar en varios puntos
del espacio y el tiempo.
No sólo es el tiempo lo que predomina en Kanada. Es cómo
regresar a la vida tras pasar por una experiencia traumática, qué nos define
como la persona que somos, cómo puede sobrevivir un hombre derruido. Todo transcurre
en la cabeza del protagonista de Kanada, su regreso, su reclusión en su antiguo
despacho, la vida fuera de la puerta que parece una sucesión de sombras, los
recuerdos del campo de concentración, de la época donde era profesor y tenía
familia, su cabeza una sucesión de espejos y reflejos que, por momentos,
convergen en un mismo punto. Si se trastoca la dirección del tiempo, la vida de
un hombre pasa a ser algo enigmático y se difuminan las barreras entre
culpabilidad e inocencia, entre barbarie y supervivencia.
Kanada se
inicia de manera enigmática ―ayuda
la segunda persona en la que está narrada para esa extrañeza inicial, una voz
en la que cuesta entrar pero a la que acabas por acostumbrarte―, un hombre
enclaustrado y los gestos que lo agarran a una vida que ya no entiende ―como
contar cada parte de su despacho y sentirlo infinito. Entramos en su rutina, en
sus gestos maquinal y maniáticamente repetidos, en una especie de vacío que
sólo su vecino y su esposa rompen con sus visitas y hacen que el mundo exterior
cruce el umbral de la habitación. Están el silencio y los números y las repeticiones
al inicio. Luego, el tiempo y los recuerdos y algo que se aclara: un campo de
concentración, un pabellón donde se apilan las pertenencias de los judíos
ejecutados, la supervivencia por inercia, la lucha fuera del despacho por la
tierra y contra las tropas invasoras. Y al final, el tiempo que vuelve sobre
sus pasos y cambia la perspectiva de todo.
Ha sido
una buena lectura la de Kanada, una
pequeña sorpresa, la escritura repetitiva y cotidiana y matemática de Juan
Gómez Bárcena que crea una atmósfera extraña, el tiempo que se retuerce y que a
veces está tratado como en La flecha del
tiempo de Amis o recuerda a Philip K. Dick.
Prefieres cerrar los ojos y recordar los días previos a
la guerra, cuando todavía enseñabas Astrofísica en la Universidad Pázmány
Péter. Dices antes de la guerra como quien dice hace cien años. Como quien dice
mi abuelo o mi padre fueron profesores de Astrofísica, o incluso anoche soñé
que enseñaba en la Universidad Pázmány Péter. Pero no es un sueño, sino un
recuerdo, y ese recuerdo no te sirve para regresar a las aulas por más que lo
intentas. Kanada es una sensación, una sacudida, un golpe que no puede
comprenderse y que por eso nunca se borra, mientras que tu vida previa a la
guerra es apenas un concepto, una idea que se desvanece en cuanto se explica. Y
tú, subido a la tarima, explicabas muchas cosas, ahora lo recuerdas, entre
ellas el principio de incertidumbre de Heisenberg. Lo hacía frente al asombro
de aquellos alumnos que parecían niños, que entonces no podían entender ―que quizá siguen sin poder
entender, ahora que se han convertido en niños que parecen soldados― por qué la
mirada tiene un peso; por qué al medir la posición y la velocidad de un cuerpo
alteramos la velocidad y la posición de ese cuerpo. Deberías haberles contado
esto, piensas, hablarles de esos cálculos laboriosos que sacrifican aquello que
se afanan en contar, y ellos tal vez habrían entendido. Quién sabe si podrás
contárselo algún día. A veces se te ocurre pensar que tus años en la
universidad son tan borrosos porque todavía no han sucedido, porque no son más
que proyectos que algún día llevarás a término. Por eso, mientras sientes caer
al hombre que tienes a la izquierda, cierras los ojos y piensas: tengo que
recordar esto, para que los niños soldados aprendan.
Pero
nadie aprende nada, nunca. Tampoco los kapos, que tardan mucho tiempo en revisar
a fondo los barracones, hasta dar al fin con el número que se les resiste.
Juan Gómez Bárcena. Kanada.
Sexto piso.
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