Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

lunes, 22 de junio de 2020

+26. du Maurier

Aletea nerviosa por la ventana, la polilla, e intenta entrar en casa atraída por la luz de las bombillas. El cristal es su barrera invisible, como el virus la nuestra. No hay otras ventanas iluminadas fuera, sólo el resplandor blanco, rojizo y azul de una pantalla de televisión en el edificio junto al puente, el mismo resplandor cada madrugada. Termino Submundo tras días de lectura atenta donde confluyen el miedo a la bomba atómica, los residuos y deshechos y escombros que generamos alrededor de nuestros asentamientos humanos, las multitudes que tienen un ritmo interno propio, que avanzan y se disgregan en ondas invisibles, y una pelota de béisbol de un partido histórico, y siento que esas novecientas páginas son el resultado de un bateo de béisbol, todo lo que contiene un gesto y cómo se expande a través del espacio y del tiempo hasta alcanzarnos a cada uno de nosotros.
Acostado en el sofá, al final de la madrugada, siento el peso de Submundo en mi pecho: hemos sustituido la antigua amenaza nuclear por la vírica en esta reedición de la guerra fría entre oriente y occidente por el control económico de los mercados cuando acabe la pandemia. No habrá simulacros en los que escondernos bajo la mesa para defendernos ante el peso y la energía de las bombas, sino confinamientos y distancia de seguridad.
Llevo días escuchando la expresión nueva normalidad. Muestran imágenes de apenas hace meses que creíamos firmes: playas atestadas en verano, multitudes en festivales de música, estadios y polideportivos, grandes almacenes, el tráfico en las avenidas principales de las ciudades, abrazos y besos y caricias improvisadas, vasos de plástico que cambian de manos en los botellones, el choque por ver las calles llenas cuando, hoy, fuera, nadie y el rumor apagado de pájaros, lluvia y río. Cuarenta días encerrados y sentimos la brecha que nos separada de nuestros gestos de ayer. Nos repiten, con la insistencia del sirimiri, la nueva normalidad que tendremos que aprender en las próximas semanas, pero no nos explican en qué va a consistir entonces, sólo puedo imaginar una vida donde distancia y mascarilla y colas.
Apago las luces y espero a que la polilla busque una nueva luz, ahí fuera.


(coda) e. me regala unas revistas de crucigramas y autodefinidos. Todo objeto parece revelarme un recuerdo olvidado. Antes de la escritura, cuando reinterpretaba las viñetas de los tebeos según mi ánimo y las palabras en los bocadillos no eran más que dibujos mudos, me sentaba junto a mi tía g, en la mesa de la cocina y estudiaba el movimiento de su manos por las páginas de las revistas de pasatiempos. Mi tía rellenaba los espacios en blanco de los crucigramas y autodefinidos o seguía los números para completar la figura escondida tras ellos o aislaba un grupo de letras de otras en las sopas de letras y yo veía señales silenciosas entre las páginas, había allí un lenguaje codificado al que no tenía acceso. Después de la escritura, la emersión del significado de su fondo blanco, el encuentro con la palabra, el relato, la realidad, los fragmentos de ficción, cada objeto y cada gesto definido en un contexto. Es hoy cuando vuelvo a aquello que no se nombra, que no tienen coordenadas, que permanece sumergido en un lenguaje aún sin descodificar.


***

Rebecca es uno de los objetos que guardo de mi tía. Era una de sus historias favoritas, junto a Espartaco o Imitación a la vida. Si alguien le caía mal, decía: es peor que el ama de llaves de Rebeca.
Hace años que leí esta novela de Du Murier, cuando Melville, Conrad o Eliot. Y recuerdo el cruce entre lo onírico y lo real y las raíces del pasado incrustándose en nuestro presente, desasosegándonos. Y recuerdo un lugar inhóspito y una ausencia y un secreto y el corazón negro de una mujer contra el corazón blanco de otra. Y recuerdo, sobre todo, la lectura compulsiva.
Hoy, además, recuerdo una vida al sacar ese libro de las estanterías.


Una cosa es segura: ya no podremos volver allí. El pasado queda aún demasiado cerca. Todo lo que hemos procurado olvidar se removería de nuevo, y aquella sensación de miedo, de inquietud furtiva, aquella lucha contra un pánico ciego e irracional –‍a Dios gracias, ya acallado–‍, podría, por alguna circunstancia ignorada, volver a la vida para perseguirnos como antes.
Él tiene una paciencia admirable y nunca se queja; ni siquiera cuando se acuerda..., lo cual ocurre, me parece, con más frecuencia de lo que él quisiera darme a entender.
Lo noto porque algunas veces se queda de repente como perdido y ensimismado; se borra la expresión encantadora de su cara, como si una mano invisible se la hubiera robado, y en su lugar aparece una máscara, esculpida, rígida, helada, siempre bella pero sin vida. Comienza a fumar cigarrillo tras cigarrillo, sin molestarse en apagarlos, y las colillas, aún encendidas, van cayendo al suelo como pétalos. Empieza a hablar deprisa y con pasión acerca de cualquier cosa, agarrándose al tema como si fuera un remedio seguro contra todo dolor. Creo que existe una teoría según la cual el dolor purifica y fortalece a hombres y mujeres, y añade que para perfeccionarse, tanto en este mundo como en el otro, es necesario pasar por la prueba del fuego. Pues aunque suene irónico, eso es lo que hemos hecho nosotros sobradamente. Los dos hemos conocido el terror y la soledad, y la angustia más intensa. Claro que, antes o después, a todos nos llega en esta vida un momento que nos pone a prueba. Cada uno de nosotros tiene un demonio propio que nos persigue y atormenta, y al final hemos de luchar contra él. Nosotros hemos vencido al nuestro, o así lo creemos.
Ya no nos persigue. Hemos salido vencedores de la prueba, aunque no hayamos escapado ilesos. Él siempre presintió el desastre, y con motivo. Hoy podría decir, como una mala actriz en una obra vulgar, que «hemos pagado el precio de nuestra libertad». Pero yo he conocido durante mi vida demasiadas situaciones melodramáticas y daría con gusto mis cinco sentidos para asegurar la paz y la tranquilidad de que gozamos ahora. La felicidad no es un bien que pueda atesorarse; es una manera de pensar, un estado de ánimo. No es que algunas veces no nos sintamos deprimidos, pero también conocemos momentos que escapan al reloj y se hacen eternos, y entonces, cuando observo su sonrisa, sé que estamos juntos, que avanzamos al unísono, sin que ningún conflicto de opinión o pensamiento pueda separarnos.
Daphne du Maurier. Rebecca. Traducción Fernando Calleja Gutiérrez. Galaxia Gutenberg.

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