Aletea nerviosa por la ventana, la polilla, e intenta entrar
en casa atraída por la luz de las bombillas. El cristal es su barrera
invisible, como el virus la nuestra. No hay otras ventanas iluminadas fuera,
sólo el resplandor blanco, rojizo y azul de una pantalla de televisión en el
edificio junto al puente, el mismo resplandor cada madrugada. Termino Submundo tras días de lectura atenta
donde confluyen el miedo a la bomba atómica, los residuos y deshechos y
escombros que generamos alrededor de nuestros asentamientos humanos, las
multitudes que tienen un ritmo interno propio, que avanzan y se disgregan en
ondas invisibles, y una pelota de béisbol de un partido histórico, y siento que
esas novecientas páginas son el resultado de un bateo de béisbol, todo lo que
contiene un gesto y cómo se expande a través del espacio y del tiempo hasta
alcanzarnos a cada uno de nosotros.
Acostado en el sofá, al final de la madrugada, siento el
peso de Submundo en mi pecho: hemos
sustituido la antigua amenaza nuclear por la vírica en esta reedición de la
guerra fría entre oriente y occidente por el control económico de los mercados
cuando acabe la pandemia. No habrá simulacros en los que escondernos bajo la
mesa para defendernos ante el peso y la energía de las bombas, sino confinamientos
y distancia de seguridad.
Llevo días escuchando la expresión nueva normalidad. Muestran imágenes de apenas hace meses que creíamos
firmes: playas atestadas en verano, multitudes en festivales de música,
estadios y polideportivos, grandes almacenes, el tráfico en las avenidas
principales de las ciudades, abrazos y besos y caricias improvisadas, vasos de
plástico que cambian de manos en los botellones, el choque por ver las calles
llenas cuando, hoy, fuera, nadie y el rumor apagado de pájaros, lluvia y río.
Cuarenta días encerrados y sentimos la brecha que nos separada de nuestros
gestos de ayer. Nos repiten, con la insistencia del sirimiri, la nueva normalidad que tendremos que
aprender en las próximas semanas, pero no nos explican en qué va a consistir —entonces, sólo puedo
imaginar una vida donde distancia y mascarilla y colas—.
Apago las luces y espero a que la polilla busque una nueva
luz, ahí fuera.
(coda) e. me regala unas revistas de crucigramas y
autodefinidos. Todo objeto parece revelarme un recuerdo olvidado. Antes de la
escritura, cuando reinterpretaba las viñetas de los tebeos según mi ánimo y las
palabras en los bocadillos no eran más que dibujos mudos, me sentaba junto a mi
tía g, en la mesa de la cocina y estudiaba el movimiento de su manos por las
páginas de las revistas de pasatiempos. Mi tía rellenaba los espacios en blanco
de los crucigramas y autodefinidos o seguía los números para completar la
figura escondida tras ellos o aislaba un grupo de letras de otras en las sopas
de letras y yo veía señales silenciosas entre las páginas, había allí un
lenguaje codificado al que no tenía acceso. Después de la escritura, la
emersión del significado de su fondo blanco, el encuentro con la palabra, el
relato, la realidad, los fragmentos de ficción, cada objeto y cada gesto
definido en un contexto. Es hoy cuando vuelvo a aquello que no se nombra, que
no tienen coordenadas, que permanece sumergido en un lenguaje aún sin
descodificar.
***
Rebecca es uno de
los objetos que guardo de mi tía. Era una de sus historias favoritas, junto a Espartaco o Imitación a la vida. Si alguien le caía mal, decía: es peor que el
ama de llaves de Rebeca.
Hace años que leí esta novela de Du Murier, cuando Melville,
Conrad o Eliot. Y recuerdo el cruce entre lo onírico y lo real y las raíces del
pasado incrustándose en nuestro presente, desasosegándonos. Y recuerdo un lugar
inhóspito y una ausencia y un secreto y el corazón negro de una mujer contra el
corazón blanco de otra. Y recuerdo, sobre todo, la lectura compulsiva.
Hoy, además, recuerdo una vida al sacar ese libro de las
estanterías.
Una cosa es segura: ya no podremos volver allí. El pasado
queda aún demasiado cerca. Todo lo que hemos procurado olvidar se removería de
nuevo, y aquella sensación de miedo, de inquietud furtiva, aquella lucha contra
un pánico ciego e irracional –a Dios gracias, ya acallado–, podría, por
alguna circunstancia ignorada, volver a la vida para perseguirnos como antes.
Él tiene una paciencia admirable y nunca se queja; ni
siquiera cuando se acuerda..., lo cual ocurre, me parece, con más frecuencia de
lo que él quisiera darme a entender.
Lo noto porque algunas veces se queda de repente como
perdido y ensimismado; se borra la expresión encantadora de su cara, como si
una mano invisible se la hubiera robado, y en su lugar aparece una máscara,
esculpida, rígida, helada, siempre bella pero sin vida. Comienza a fumar
cigarrillo tras cigarrillo, sin molestarse en apagarlos, y las colillas, aún
encendidas, van cayendo al suelo como pétalos. Empieza a hablar deprisa y con
pasión acerca de cualquier cosa, agarrándose al tema como si fuera un remedio
seguro contra todo dolor. Creo que existe una teoría según la cual el dolor
purifica y fortalece a hombres y mujeres, y añade que para perfeccionarse,
tanto en este mundo como en el otro, es necesario pasar por la prueba del
fuego. Pues aunque suene irónico, eso es lo que hemos hecho nosotros sobradamente.
Los dos hemos conocido el terror y la soledad, y la angustia más intensa. Claro
que, antes o después, a todos nos llega en esta vida un momento que nos pone a
prueba. Cada uno de nosotros tiene un demonio propio que nos persigue y
atormenta, y al final hemos de luchar contra él. Nosotros hemos vencido al
nuestro, o así lo creemos.
Ya no nos persigue. Hemos salido vencedores de la prueba,
aunque no hayamos escapado ilesos. Él siempre presintió el desastre, y con
motivo. Hoy podría decir, como una mala actriz en una obra vulgar, que «hemos
pagado el precio de nuestra libertad». Pero yo he conocido durante mi vida
demasiadas situaciones melodramáticas y daría con gusto mis cinco sentidos para
asegurar la paz y la tranquilidad de que gozamos ahora. La felicidad no es un
bien que pueda atesorarse; es una manera de pensar, un estado de ánimo. No es
que algunas veces no nos sintamos deprimidos, pero también conocemos momentos
que escapan al reloj y se hacen eternos, y entonces, cuando observo su sonrisa,
sé que estamos juntos, que avanzamos al unísono, sin que ningún conflicto de
opinión o pensamiento pueda separarnos.
Daphne du Maurier.
Rebecca. Traducción Fernando Calleja Gutiérrez. Galaxia Gutenberg.
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