Veo un primer lazo negro entre los arcoíris, banderas
rojiblancas y mensajes en las ventanas —todo
saldrá bien/ ánimo/yo me quedo en casa/juntos podemos, mensajes escritos con la
letra primeriza de niños y niñas que, pienso, no deben saber decodificar esos
mensajes de todo saldrá bien, niños y niñas que acaban de aprender a escribir y
no tienen conciencia de un pasado colectivo, de un futuro donde cambio,
esperanza y progreso, de nuestros gestos y emociones atávicos—. No hay palabras o
números o una plegaria en esa ventana. Sólo un sobrio lazo negro. Entonces,
siento que nos falta un silencio para las víctimas de la pandemia —y para aquellos que no
pueden despedirse de una madre, una hermana, un marido—, un silencio que sea compañía caricia presencia remembranza,
un silencio que cincele el tiempo y la luz, un silencio por el amor y el rostro
de entonces, antes de la soledad y el miedo.
Aplaudo a las ocho de la tarde, veo o escucho o leo las
noticias durante quince minutos, observo los cambios en la luz del amanecer y
en la primera niebla sobre los montes, abro las puertas de los muelles en el
pabellón y me encuentro con ventanas que se iluminan poco a poco en la silueta
de la ciudad frente a mí, me levanto de madrugada en las noches donde no
trabajo, corro en forma de U por casa, beso al espalda de e. al acostarme,
escribo para remontar estos días —y
emergen recuerdos alrededor de un camino blanco—, leo a DeLillo, ahora, o releo aquellas páginas
dobladas en los libros que comban las estanterías, escucho la voz de Steve
Hogarth o Geddy Lee cantar sobre sueños quiméricos, Tom Sawyer, puentes y
mundos hechos de nuevo. Pero me falta un silencio que recuerde y nombre a
quienes mueren. Entonces, en esta rutina que construyo poco a poco, sumo un
silencio, distinto a los otros silencios del día.
***
Es un gesto de futuro. Dejar pistas entre las páginas de mis
libros. Marcapáginas, billetes de tren, facturas, notas. Por si alguien. Por el
titilar. En Rock Springs, la
dirección de una escuela de teatro en una servilleta roja con la letra de i.
Este libro dispara un recuerdo, cuatro mujeres de blanco en un escenario
desnudo y pequeño, y mi soledad y silencio entre las calles de una gran ciudad.
Vuelvo a los relatos de Rock
Springs cada cierto tiempo. Es uno de mis libros favoritos de Ford. Junto a
la tetralogía Bascombe e Incendios.
Diez relatos donde un puñado de personajes enfrenta un momento decisivo, e
ilumina una parte de su pasado, e ilumina una parte de su interior, hombres,
mujeres y adolescentes ante el cambio, el fracaso, el amor y el desamor, el
aprendizaje, la violencia, la desorientación, el vagabundeo, vidas que se
alumbran por un instante y acceden a una verdad oculta y deben aprender qué
hacer con ese conocimiento.
Me había quedado largo rato tendido en la cama después de
que Edna se durmiera, viendo a los Atlanta Braves en la televisión, tratando de
no pensar en lo que sentiría al día siguiente cuando viese partir el autocar,
en cómo me sentiría al volverme y ver allí a Cheryl y a Duke, sin nadie salvo
yo para cuidar de ellos a partir de entonces; pensando en que lo primero que
tendría que hacer sería conseguir un coche y cambiarle las placas de la
matrícula, y luego desayunar y emprender viaje hacia Florida; y todo ello en un
máximo de un par de horas, porque era obvio que el Mercedes estaría menos
oculto de día que de noche, y las noticias corren a velocidad vertiginosa.
Siempre, desde que la tengo conmigo, he cuidado a Cheryl personalmente. Jamás
tuvo que hacerlo ninguna de mis compañeras. A la mayoría de ellas ni siquiera
parecía gustarles, aunque a mí siempre me cuidaron y así yo pude cuidar de
Cheryl. Y sabía que en cuanto Edna se fuera todo sería más duro. Aunque mi
mayor deseo era no pensar en ello de momento, tratar de que mi mente dejara de estar
en vilo a fin de hacer acopio de fuerzas para enfrentarme a lo que me esperaba.
Pensé que la diferencia entre una vida con éxito y una vida fracasada, entre yo
en aquel instante y los propietarios de aquellos coches perfectamente aparcados
en el aparcamiento, y quizá entre yo y aquella mujer de la caravana del
campamento junto a la mina de oro, estaba en el grado de aptitud para alejar de
la mente cosas como éstas, para lograr que no te abrumaran, y tal vez también
en el número de problemas con que tenías que enfrentarte a lo largo de tu vida.
Por azar o por voluntad, ellos se habían enfrentado a un menor número de
problemas, y por su propio carácter los habían olvidado antes. Y era eso lo que
yo quería. Menos problemas, menos recuerdos de problemas.
Me acerqué a un coche, un Pontiac con matrícula de Ohio, uno
de los que llevaban bultos y maletas atados en la baca y otra tanta carga en el
maletero, a juzgar por las traseras hundidas. Miré al interior por la ventanilla
de volante. Había mapas y libros de bolsillo y gafas de sol y soportes de
plástico para las latas de bebida en las ventanillas. En el asiento trasero vi
juguetes y cojines y un cesto con un gato que me miraba fijamente como si yo
fuera la luna. Todo aquello me resultaba familiar; eran exactamente las cosas
que habría habido en mi coche si hubiera tenido coche. Nada me pareció
asombroso, nada difería de mi idea. Pero en aquel preciso instante me asaltó
una sensación extraña y me volví y alcé los ojos hacia las ventanas de la
fachada trasera del motel Todas estaban oscuras salvo dos: la mía y otra. Y me
pregunté —porque la situación se me antojó extraña— qué pensaría cualquier
mortal de un hombre a quien viera en mitad de la noche mirando el interior de
los coches aparcados en un Ramada Inn. ¿Pensaría que pretendía sólo aclarar un
poco sus ideas? ¿Pensaría que trataba de prepararse para un día en el cual se
abatiría sobre él un gran problema? ¿Pensaría que le estaba a punto de dejar su
amiga? ¿Pensaría que tenía una hija? ¿Pensaría que era un hombre como cualquier
otro mortal, como él mismo?
Richard Ford. Rock Springs. Traducción Jesús
Zulaika. Anagrama.
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