Celebraban los nacimientos con árboles, en aquel tiempo. En
las casas junto al camino blanco, en los límites entre aldeas y bosques, en las
riberas de los ríos, plantaban carballos pinos higueras castaños, testigos de
una vida que nacía y crecía a la par que su sombra sobre la tierra oscura. Mi
padre era el tronco delgado y alargado de un eucalipto, junto a casa, y así lo
veía yo cuando niño, un hombre flexible y larguirucho de manos firmes y
lenguaje desmañado. Tenían cuarenta años, el árbol, mi padre, cuando supe de su
vínculo. Llegaba a la curva antes de casa y tocaba la piel del eucalipto.
Luego, bajaba el camino a la entrada, donde mi abuela en silencio, con media
docena de los frutos del eucalipto en la mano, pequeños conos con una estrella
de cinco puntas dibujada en su base, y mis manos, por ese día, tenían la
fragancia de la madera joven. Me enseñaron que el eucalipto, para crecer, se
desprendía de su piel —el
misterio primero de las tiras de madera desgajada alrededor de su tronco—. Aquellos árboles junto
al río, en el camino, en
la tierra y hacia el cielo, hoy, en la ausencia y la soledad de las aldeas.
Seguíamos una senda junto al río. Las castañas en la tierra
y el barro. Habíamos dejado atrás una fuente de meiga, un cruceiro de facciones
borradas, campos de maíz, los muros de piedra de un pazo. Era una mañana de
mediados de septiembre, el cielo blanco y bajo, el primer frío del otoño, la
soledad aquietada. Llegamos a un campo abierto. Con árboles plantados poco
tiempo atrás, su copa un poco más alta que nuestra cabeza. Había ositos de
peluche en sus ramas. Y cintas, dibujos, estrellas, cartas. Nos miramos, e. y
yo, ante esos árboles decorados. Había nombres y fotografías. Y una leyenda. Xardin do recordo. Por las víctimas de
un accidente ferroviario. Nos encontramos con otros nombres, fotografías y
cartas, días más tarde, sobre señales y rocas, camino de un faro en el final de
la tierra, en dulce memoria de una esposa o un padre muertos.
Era un árbol pequeño. Que crecía entre boquetes en las paredes
y ventanas sin cristales en las primeras plantas de un edificio en Belgrado. Un
árbol en un edificio bombardeado en la última guerra. Un edificio semi
destruido por las bombas. Como recuerdo a la guerra y sus víctimas, dice. Un
árbol que echó raíces entre las ruinas.
Necesitamos recordar —volver
a pasar por el corazón—.
Todos nosotros relatos de otras vidas.
***
Roth es uno de mis referentes literarios en estos últimos
años. Por el riesgo, la furia, el humor desaforado y la renovación en su
escritura, por su agudeza en retratar la psique humana, por su anticipación a
cuestiones que hoy debatimos, la corrección política y social, el peso de las
apariencias sobre la realidad, la vida a punto de alterarse por una enfermedad,
un cambio político. Hay páginas, en Roth, que apabullan por su perfección,
donde penetra en una idea y saca de ella todo su potencial, páginas que se
desenredan poco a poco y cada frase tiene la importancia que nos acerca a una
verdad desnuda.
—El domingo pasado, Príncipe salió de la jaula y estuvo
volando por aquí. Todos los pájaros que tenemos no son voladores. Príncipe es
el único que vuela. Es muy rápido.
—Sí, eso ya lo sé —replicó Faunia.
—Yo estaba vaciando un cubo de agua y él voló en línea recta
a la puerta, salió y fue a los árboles. Al cabo de unos minutos acudieron tres
o cuatro grajos y lo rodearon en el árbol. Se estaban volviendo locos, lo
acosaban, le daban picotazos en el lomo, gritaban, chasqueaban los picos y esas
cosas. Se presentaron tan solo pocos minutos después de que él llegara. Él no
tiene la voz apropiada. No conoce el lenguaje de los grajos. A los otros no les
gusta verle ahí afuera. Finalmente bajó y vino a mí, porque yo estaba afuera.
Lo habrían matado.
—Eso es lo que pasa cuando a uno lo crían a mano —dijo
Faunia—, es lo que ocurre por haber estado toda su vida con gente como
nosotros. La mancha humana.
Lo dijo sin repulsión ni desprecio ni condena, ni siquiera
con tristeza. Esa es la realidad…, a su manera lacónica eso era todo lo que
Faunia le estaba diciendo a la chica que daba de comer a la serpiente: dejamos
una mancha, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad,
abuso, error, excremento, semen…, no hay otra manera de estar aquí. No tiene
nada que ver con la desobediencia. No tiene nada que ver con la indulgencia, la
salvación o la redención. Está en todo el mundo, nos habita, es inherente,
definitoria. La mancha que está ahí antes que su marca. Está ahí sin la señal.
La mancha tan intrínseca que no requiere una señal. La mancha que precede a la
desobediencia, que abarca la desobediencia y embrolla toda explicación y
comprensión. Por ese motivo toda purificación es una broma, y una broma
bárbara, por cierto. La fantasía de la pureza es detestable. Es demencial. ¿Qué
es el empeño en purificar sino más impureza? Todo lo que ella decía acerca de
la mancha era que es ineludible. Naturalmente, es así como lo asumiría Faunia:
las criaturas inevitablemente manchadas que somos. Reconciliada con la
imperfección horrible, elemental. Ella es como los griegos, como los griegos de
Coleman, como sus dioses. Son mezquinos, se pelean entre ellos, combaten,
odian, asesinan, joden. Lo único que siempre quiere hacer su Zeus es joder, a
diosas, a mortales, a novillas, a osas, y no tan solo en su propia forma, sino,
lo que es más excitante, manifestándose en forma de bestia. La enormidad de
montar a una mujer convertido en un toro. Penetrarla grotescamente como un
aleteante cisne blanco. Nunca hay suficiente carne para el rey de los dioses, o
suficiente perversidad. Toda la demencia que causa el deseo. La disipación. La
depravación. Los placeres más groseros. Y la furia de la esposa que lo ve todo.
No el Dios hebreo, infinitamente solitario y oscuro, con la monomanía de ser el
único dios que existe, el cual no tenía y jamás tendrá nada mejor que hacer que
preocuparse por los judíos. Y no el perfectamente desexualizado hombre-dios
cristiano y su madre incontaminada y toda la culpa y la vergüenza que inspira
un carácter sobrenatural exquisito. En lugar de ellos, el Zeus griego,
embrollado en aventuras, de vívida expresividad, caprichoso, sensual, entregado
de un modo exuberante a su divertida existencia, cualquier cosa menos solo y
oculto. En vez de la deidad judeocristiana, la mancha divina. Una gran religión
que refleja la realidad para Faunia Farley si, a través de Coleman, hubiera
sabido algo de ella. Como dice la fantasía de nuestro orgullo desmesurado,
estamos hechos a imagen de Dios, de acuerdo, pero no del nuestro…, sino del de
los antiguos griegos. Dios vicioso. Dios corrompido. Un dios de la vida si
jamás ha existido. Dios a imagen del hombre.
Philip Roth. La
mancha humana. Traducción de Jordi Fibla. Debolsillo.
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