Las lecturas de verano, en aquella tierra remota de mi
infancia, eran para las aventuras y la ciencia-ficción, historias que fueran
acordes a los cielos limpios y estrellados y el viento entre los árboles
ribereños, lecturas que reproducían caminos inexplorados y territorios ignotos
donde poner a prueba nuestro valor y sentir cierta agitación interior y que
casi cualquier cosa y casi cualquier mundo eran posibles, libros, en fin, que
albergaban tiempos, gestos y vidas ya desaparecidos, convirtiéndose en una
huella de un pasado remoto. Los cosacos
de Tolstói no sólo es recordar aquellas lecturas y emociones de la infancia y
adolescencia donde, además de aventuras, encontraba signos de lo lejos (Circe Maia), sino que ahora, con la mirada de
la madurez, me habla del acercamiento al otro, de las fronteras invisibles, del
mundo enraizado en nuestro interior que no sabemos cómo soltar, de la pureza
del amor ideal y de la aceptación de la derrota.
Empezar de cero en otra tierra, dejar atrás las faltas cometidas
y la inercia de una vida burguesa, imaginar la vida en la frontera, junto a
hombres y mujeres desconocidos, poner a prueba el propio valor, soñar con un
amor puro y verdadero aún no experimentado. Éstas son las emociones del joven
aristócrata Olenin tras abandonar Moscú, un típico héroe romántico que busca en
el viaje y la aventura la ruptura con el mundo conocido y que se encontrará no
el mundo imaginado sino una realidad que le hará madurar, conocer otras fuerzas
dentro de sí y saberse al otro lado de una frontera invisible que es incapaz de
cruzar. Es decir, la dureza del viaje iniciático donde se pierde la inocencia y
se gana en lucidez —y
la lucidez trae dolor y aceptación—.
El primer signo de lo lejos: las montañas, cumbres nevadas que huyen del horizonte
y que le hablan de un mundo y un carácter totalmente nuevos.
Olenin también es, en sí mismo, un signo de lo lejos,
alguien que habla del exterior a los hombres y mujeres del puesto cosaco donde
se instala. Sus costumbres, su educación, su forma de andar y hablar, la falsa
apariencia cosaca de su vestimenta, todo ello distancia a Olenin de quienes le
rodean, hace de frontera entre el joven aristócrata y los cosacos. El tío
Eroshka, un viejo cosaco, será quien haga de guía a Olenin en este nuevo mundo —y este personaje de
viejo cazador me ganó por completo. Escribe Tolstoi para una de sus primeras
apariciones: la habitación se llenó de un
fuerte olor, no desagradable, mezcla de chijir, vodka, pólvora y sangre coagulada. Además, están las cicatrices en
su cuerpo, su manera vital y despreocupada de sentir la realidad, la fuerza aún
no apagada por la edad. Unas pocas palabras, su apariencia, su olor, y sientes
toda la vida de aventuras e intemperie que le llevó hasta esa habitación junto
a un noble moscovita—.
El tío Eroshka promete enseñar a Olenin las costumbres cosacas, buscarle una almita, mostrarle a los chechenos,
enseñarle a cazar, una figura homérica para un joven inexperto. No hay pecado
en nada, le dice el tío Eroshka a Olenin, también que Dios lo ha creado todo
para el regocijo del hombre, y que todo aquello que dicen los doctores de la
ley es falso y que la hierba crece sobre su tumba cuando uno se muere y que eso
es todo. Imposible no sentir la atracción de semejante personaje.
Los cosacos no es
sólo una novela de iniciación, sino que es, sobre todo, una muestra del
encuentro con el otro, en este caso, el pueblo cosaco y sus costumbres, tan
diferentes al carácter aristocrático de Olenin. Tolstoi muestra el alma y las
costumbres de este pueblo donde prima la libertad y cierto primitivismo. La
descripción abarca ropas, bailes, fiestas, la disposición de las isbas, el ardor y el atrevimiento de
hombres y mujeres, su comunión con la naturaleza, la valentía a veces suicida
de los guerreros, la aceptación de la muerte. Olenin, en mitad de la estepa, en
la orilla del río, cerca de las montañas, reflexiona sobre la importancia del
sacrificio por lo demás, de hacer el bien, la contemplación de la belleza y el
amor platónico, sentimientos utópicos
que cambiarán por aquellos que orbitan alrededor de la cosaca Marianka y
de desear la felicidad para sí mismo. Aquella ensoñación de Olenin cuando salía
de Moscú de una mujer encantadora, pero
inculta, salvaje y hosca a la que educar en invierno, sueños inmaduros de
quien aún no había visto las montañas ni convivido con los cosacos, se
personifica en Marianka, una mujer tan impetuosa como el pueblo al que
pertenece. Olenin encuentra su vida anterior extraña y falsa, siente que
aquella tierra le ha dado la posibilidad de contemplar la belleza primitiva y
voluptuosa de la vida.
La aventura, en Los
cosacos, está en el descubrimiento de una naturaleza primigenia más que en
las escaramuzas de un puesto fronterizo, en ser testigos de las costumbres de
un pueblo remoto donde priman la libertad y la voluptuosidad. Olenin quiere ser
un cosaco como Lukhaska, su rival ante Marianka, robar caballos, matar
bandoleros chechenos, emborracharse, entrar por las ventanas de las isbas, ser
igual a ese otro que desconocía apenas semanas atrás, un encuentro con el otro
que le revela que sólo ahora vive —y
que sufre—. Y la
aventura, donde el enemigo es invisible, los otros hablan dialectos
desconocidos y tienen costumbres extrañas, la frontera es la orilla de un río o
una cumbre nevada o se mueve a la par que los pueblos de la estepa, trae el
dolor de la lucidez: saber que dentro de uno mismo habita el mundo del que uno
proviene y que hace de barrera con el nuevo mundo en el que se quiere ingresar.
Los cosacos es una
novela grande, muy grande, la escritura detallista y precisa de Tolstói para
hablar sobre la aventura como aprendizaje y la llegada a una madurez dolorosa. Y,
también una forma de ver un mundo extinto donde primaba la búsqueda de una
verdad última y sencilla.
Los cosacos. Lev
Tólstoi. Trad. Irene y Laura Andresco revisada por Vicente Andresco. Alianza
editorial.
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