Acercarse por primera vez a un escritor del que no se sabe
nada tiene algo de espacio en blanco. No hay prejuicios ni ideas preconcebidas.
Ni ecos externos. Todo puede ser. El asombro, el delirio, la duda, la aversión,
el aburrimiento, la reincidencia. Así, ese primer libro se convierte en una
lectura libre, el peregrinaje a un territorio nuevo del que se desconocen las
coordenadas y que acerca a la literatura a lo ilimitado. Vi el libro de Eduardo
Halfon en la biblioteca del pueblo y me convenció el texto de la contraportada
donde el escritor habla de volver a la infancia y de escribir para regresar a
la pureza de la niñez (1). Y algo así es Mañana
nunca lo hablamos, un puñado de relatos/capítulos que captan momentos de
una infancia en la Guatemala de finales de los setenta y principios de los
ochenta, un libro que se inicia con un padre y un hijo de la mano en la orilla
del mar, una imagen que se repetirá a lo largo de los relatos de manera
simbólica, la relación padre e hijo que busca tanto la unión como la primera
independencia, que se asienta en viejas historias familiares, que avanza entre
el sonido del mar y la confesión paterna de haber muerto ahogado en aquel mismo
mar para luego ser revivido por un soldado americano, la pregunta final del
niño de quién sería él sin su padre. Halfon captura momentos cotidianos en la
vida de un niño, una vida sencilla en la que irrumpe una violencia externa en
forma de temblores de tierra o las escaramuzas entre militares y guerrilleros,
temblores y escaramuzas que otorgan al mundo que rodea al niño un aspecto de
ciudad en ruinas. En esa vida infantil también (sobre todo) se cuela el mundo
mítico de los adultos, el tío que lee posos del café turco, el abuelo
secuestrado por la guerrilla, el chico para todo que recuerda las mojarras que
pescaba antes de abandonar su hogar, el nórdico que no hablaba español y le
regalaba muñecos de alambre, el padre que es una presencia totémica y la
calidez y los reclamos de la madre. Hay una especie de cuentos junto a la
hoguera en Mañana nunca lo hablamos,
alguien que recuerda un momento revelador de su vida o que narra una anécdota a
veces intrascendente o que habla de tierras desconocidas. El niño ¿Halfon?
intenta entender y esclarecer los códigos y significados del mundo adulto en el
que aún no ha ingresado, y lo hace desde un presente que le da una mirada
abarcadora desde la que verse de manera completa, lo que para el niño es miedo
y desconocimiento y aventura para el narrador ya adulto es secreto desvelado,
las miradas y los gestos que adquieren un nuevo sentido, una nueva realidad. Los
relatos/capítulos funcionan como diapositivas, como recuerdos de la infancia
salvados del olvido, momentos que esconden una lección profunda y una verdad.
Así, el niño recorrerá los edificios y las casas en ruinas tras el temblor que
dejó a miles de personas sin hogar, verá el cadáver de una guerrillera desde la
ventana de un autobús escolar, encontrará revistas pornográficas de las que no
entenderá por entero su sentido, mirará atónito los muñones de una niña o las
escopetas de unos militares que irrumpirán en la casa del abuelo, escenas que
muestran una época y una tierra convulsas, que hacen recapacitar al niño sobre
aquello que vive. Me admiran la sencillez y el poder evocador de la escritura
de Halfon en estos relatos/capítulos, su manera de captar un instante de la
infancia y describir cómo se muestra la realidad poco a poco a un niño, desvelando sus diferentes capas y
haciendo visible lo que antes permanecía oculto. Ahora tengo una primera
pincelada de la obra de Halfon, una pequeña idea y algo que esperar.
En algún momento el tío Salomón se había inclinado hacia la
mesa y había cogido la taza de café y el platito y estaba ahora estudiando las
distintas formas y sombras de los granos secos. Todos los mirábamos en
silencio, maravillados ―salvo
el militar, que seguía fumando y muy serio en el umbral del comedor y no tenía
ni idea de qué estaba haciendo el tío Salomón―.
Todos lo mirábamos manipular la taza y rotar el platito y de repente alzar las
cejas y sacudir la cabeza o suspirar muy ligero o hasta sonreír a medias. Y
todos también sonreímos a medias o quisimos sonreír a medias o al menos nos
calmamos un poco. Pero el tío Salomón no dijo nada. Nunca dijo nada. Nunca
quiso decir qué leyó en aquellos granos, y tampoco quiso decir por qué nunca
más aceptó volver a leer otro café turco. Algunos familiares creían que había
visto allí la próxima muerte del Nono. Otros, que había visto el retorno
precipitado y ansioso de Berenice y sus padres a Buenos Aires. Otros, que había
visto el reflejo del presente, de ese momento, de todos los militares
merodeando por la casa de mis abuelos como bichos salvajes. Yo siempre estuve
convencido de que en aquellos granos secos, en aquellas manchitas de café,
logró vislumbrar la eventual destrucción de todo palacio. Pero nunca supimos.
Nunca dijo nada. El tío Salomón sólo terminó de leer ese último café turco y
colocó la tacita y el plato sobre la mesa y encendió otro cigarrillo como si
nada importante hubiese ocurrido, medio sonriendo, medio fumando, medio
burlándose de algo con todo su rostro beduino.
Eduardo Halfon. Mañana nunca lo
hablamos. Editorial Pre-textos.
***
Coda
(1) Sin proponérmelo,
casi sin darme cuenta, vuelvo una y otra vez a las narrativas de mi infancia. A
mis historias infantiles. Como si, al escribirlas, quisiera también recuperar
algo, o recordar algo, o simplemente regresar a ese espacio tan blanco del cual
fui desterrado. Toda infancia tiene sus puertas de salida. En toda infancia hay
momentos –a veces magnánimos, a veces prolijos, a veces breves y volátiles– que
son como pórticos hacia la grandeza del futuro. Los atravesamos con pasos
inocentes, llenos de ímpetu y curiosidad, sin entonces lograr comprender, por
supuesto, que esos precarios pasos son irrevocables, que no tienen marcha
atrás. A veces pienso que por eso escribo. Para intentar regresar a la ilusoria
y frágil pureza de mi niñez, en la Guatemala de los turbulentos años setenta.
Para meter el plumón en la tinta de mi memoria infantil hasta encontrar allí
los momentos que fueron mis puertas de salida. Para volver sobre mis pasos de
niño y caminar nuevamente en aquellos pórticos y quizás así, ahora, en un
puñado de páginas, y a través del prisma nebuloso de la memoria y la ficción,
recuperar destellos de un paraíso perdido.
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