0) Me resulta difícil escribir sobre La fiebre del heno. A veces me ocurre cuando un libro me
proporciona un puñado de buenas horas lectoras y algunas preguntas interesantes
que nos hagan reflexionar sobre nuestra percepción del mundo y qué reglas lo
dominan. Lem se vale de unas muertes extrañas, tal vez asesinatos, que parecen
seguir un patrón ―extranjeros
de unos cincuenta años, viajeros solitarios y alérgicos que visitan un
balneario en Nápoles y enloquecen antes de suicidarse―, para preguntarse si estamos sometidos al azar, al
caos, las probabilidades matemáticas o a alguna clase de predeterminación. Lem
introduce elementos de sus novelas de ciencia-ficción dentro de una historia de
suspense donde no sólo importa descubrir la causa de la muerte de los viajeros,
también cómo entendemos el mundo y qué nos guía por él. El humor soterrado de
Lem se muestra especialmente en las últimas páginas de La fiebre del heno, donde pone en entredicho nuestra construcción
de la realidad y nuestra seguridad en los códigos creados para nombrar el mundo
que nos rodea, unos códigos precarios y frágiles que no sirven para someter y
dominar la realidad.
1) Nápoles-Roma. Hay algo extraño e hipnótico en el primer
capítulo de La fiebre del heno. Un
astronauta retirado ejerce de máscara y doble de Adams, uno de los viajeros
muertos de manera enigmática con el que comparte la edad, la procedencia, una
alergia. Durante unas horas el astronauta reproduce las últimas horas de Adams,
se aloja en los mismos hoteles, lleva su ropa, realiza la misma rutina y viaja
en un coche alquilado a Roma, donde murió Adams. Un hombre convertido en el
reflejo del otro que se pregunta si encontrará la muerte en esa repetición de
otra vida. Cada detalle, cada escena cotidiana, cada persona con la que se
cruza puede significar su final. Poco sabemos de la trama y los personajes,
sólo descubrimos al narrador, un astronauta que se retiró de los viajes
espaciales por su alergia y que en un momento llega a decir algo interesante
sobre el ser humano y la peregrinación interestelar: no servimos para el cosmos,
y precisamente por eso jamás renunciaremos a él.
2) Roma-París. Y la extrañeza sigue en el siguiente
capítulo, cuando el astronauta ha completado su tarea como doble sin descubrir
ninguna pista. Lem se detiene a describir las nuevas medidas de seguridad en
los aeropuertos por miedo a ataques terroristas imposibles de prever. En ese
caos, en la tensión por la cercanía de la muerte y el no saber qué o quién
atenta contra los demás pasajeros, Lem se adelanta a la histeria terrorista actual.
Si en Nápoles las muertes parecían tener un patrón, en el aeropuerto de Roma
está lo imprevisto, lo inesperado y la pregunta sobre qué ley rige en la vida
cotidiana, el azar o el destino, y cómo podemos entender y enfrentarnos a
cualquiera de las dos opciones.
3) París
(Orly-Garges-Orly). El último y más extenso capítulo de La fiebre del heno también es el mejor.
El astronauta se entrevista con el Dr. Barth y le pone al tanto de las extrañas
muertes. Repasa cada una de ellas, los episodios que se repiten, los viajes,
balnearios, locuras y suicidios que parecen unidos por un sistema férreo, dando
a las muertes la sospecha del asesinato.
Es aquí donde entra el equipo de Barth y, como en La Voz del Amo, se intenta analizar un mensaje y llegar a una
conclusión lógica tras desmenuzarlo: por qué mueren un determinado tipo de personas
y por qué enloquecen y sufren alucinaciones antes de suicidarse, qué importancia
tienen sus alergias y sus visitas a los balnearios. Si en La Voz del Amo el narrador dudaba de que fuésemos los receptores de
un mensaje estelar, en La fiebre del heno
también aparece ese azar que, parece, desvirtúa nuestra forma de describir
y catalogar la realidad y nos convierte en piezas arrastradas por la corriente.
El hombre desearía que todo fuera sencillo, aun cuando fuera
al mismo tiempo misterioso. Un tipo de Dios, y desde luego en singular; un tipo
de leyes naturales; un solo tipo de razón en el universo, etc. Tómese la
astronomía, por ejemplo. Siempre había mantenido que todo cuanto existe son
estrellas; estrellas en el presente, en el pasado y en el futuro, más pedazos
escindidos que formaban planetas. Sin embargo, teníamos que admitir que muchas
manifestaciones del cosmos no cuadraban con ese esquema. La necesidad humana de
sencillez hizo posible el éxito del argumento defendido por la navaja de Ockham,
que prohíbe la multiplicación de existencias, o sea, de casillas de
clasificación, más allá de lo estrictamente necesario. Sin embargo, la
diversidad que nosotros no queríamos admitir terminó venciendo nuestros
prejuicios, y hoy los físicos ya han vuelto del revés la sentencia de Ockham,
afirmando que todo cuanto no está prohibido es posible. Al menos en el campo de
la física. Y la diversidad de las posibles civilizaciones superaba con crecer
la diversidad de la física.
Stanisław
Lem. La fiebre del heno. Traducción de Pilar Giralt y Jadwiga Maurizio.
Editorial Impedimenta.
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