A mi lado un hombre lee en el metro las primeras páginas
de 4 3 2 1. Por un instante siento el
impulso de darle mi opinión y decirle que es una historia plana y sin tensión,
que las diferentes vidas posibles de Ferguson se hacen tediosas por momentos,
que Auster tiene mejores libros, El
palacio de la luna, Leviatán, El país de las últimas cosas, La invención de la
soledad, por ejemplo, donde su escritura tiene una mayor profundidad y no
hay lugar para el hastío o la trivialidad de su última novela. Podría decirle
que esas primeras páginas que lee, la llegada del abuelo de Ferguson a Estados
Unidos, la sempiterna tierra prometida, son las mejores, el dibujo del
emigrante que tan bien mostraron Malamud o Philip Roth en alguna de sus obras y
donde uno siente que coge aire y fuerza ante una novela que presiente titánica.
Pero es ahí donde termina toda muestra de obra titánica, diría, en ese primer
capítulo que habla de las raíces, y en dejar que crezcan y se mezclen las vidas
posibles de Ferguson y lleven diferentes caminos, a veces empujados por ese
azar que tanto busca Auster. Y es la idea del azar, como las primeras páginas,
lo salvable de 4 3 2 1. La forma del
libro es el azar en sí mismo y la especulación sobre los distintos caminos que
podrían contener la vida de un ser humano, qué cambios se producirían, qué
finales le esperarían, cómo un gesto, por pequeño que sea, contiene un gran
cambio y un nuevo rumbo y mundo. Cuatro Ferguson posibles. Le diría a ese
hombre que lee en el metro que se encontrará con las coordenadas esperadas en
Auster, no sólo está el azar, también las calles de Nueva York y París (París
como otra tierra prometida donde vivir la libertad y el arte y la gastronomía y
la bohemia), el cine como cicatrizante de heridas profundas (en este caso las
películas de el gordo y el flaco), los derechos civiles y las manifestaciones
contrarias a la guerra, la visión de una América tan rica como convulsa (el
posicionamiento de Auster hacia una política progresista), incluso reaparecen
personajes de El libro de las ilusiones
o El palacio de la luna, algo que, en
apariencia, da una forma de cohesión a la obra de Auster pero que en este caso
se ve forzado, no como en anteriores cruces de personajes y libros. Le comentaría
a ese lector que eso que acaba de hacer, pasar del capítulo 1.0 al 1.1 e
iniciar la primera de las vidas posibles es un pequeño logro, la sensación de
dejar la vida de uno de los Ferguson para adentrarse en la de otro Ferguson más
triste o feliz o enamorado o desilusionado o roto por alguna muerte, el padre
ausente o muerto o un hombre cálido, la madre entre la magia, la calidez y el
pragmatismo de sus diferentes encarnaciones, las chicas que se convierten en
novias o hermanastras, los amores que basculan entre la inocencia y la
crueldad: los mismos personajes en diferentes vidas. Y en el centro, los
Ferguson que se dirigen hacia una meta clara: la escritura; ya sea periodística
o novelística, alguien que, en sus diferentes encarnaciones, lee sin descanso,
que descubre el poder evocador e impulsor de la literatura, la fuerza de las
palabras, que hace semblanzas y edita periódicos caseros, que escribe cuadernos
con observaciones modestas sobre la rutina para ponerse en forma, que aspira a
algo grande, una obra total y propia. Es ese pasar de un capítulo 2.1 a un 2.2,
por ejemplo, esos segundos donde cambias de vías de tren para ver qué otra vida
posible le espera a Ferguson, segundos que tienen el misterio de los umbrales y
las fronteras, donde queda un atisbo de magia y quimera, un atisbo que se
desvanece con el avance de los capítulos, que aburre por no profundizar Auster
en las posibilidades de ese cruce de vías y dotar a las vidas de Ferguson de
algo previsible. Podría hablarle a ese hombre que lee 4 3 2 1 sin levantar la vista al vagón de metro que poco después de
Auster leí Solenoide, de Cărtărescu, y que ahí, en esa
otra novela-río, sí vi riesgo y diferentes capas de lectura y una escritura a
veces febril, a veces realista; que en Solenoide
sentía que todo era posible, que todo tenía cabida, la novela social y la
ciencia-ficción, el diario y la aventura, el delirio y la cordura. O podría
mencionarle La contravida, en la que
Philip Roth contrapone las vidas posibles de su alter ego Nathan Zuckerman en
una estructura más compleja y valiosa. Y por último, me quejaría de ese final
que derrumba lo leído, un final que no le aclararía, pero que sentí extraño e
inapropiado. Tantas páginas para las cuatro vidas de Ferguson, páginas que se
leen con facilidad, y esa facilidad no es un buen halago en este caso, para
llegar a un final que considero desacertado. Pero no digo nada, permanezco a su
lado, en silencio, observando cómo el lector pasa las páginas, recordando mi
lectura de 4 3 2 1, y me digo que lo
que yo veo como aburrido y plano y falto de tensión a otro lector le puede
parecer necesario y eléctrico.
(coda) Pienso en aquellos días de septiembre donde leí 4 3 2 1, las entrevistas a Auster que
hablaba de su obra maestra, de la creencia de estar preparándose toda una vida
para este libro y recuerdo mi esperanza por encontrar una página donde sentir
que sí, que ahí empezaba un libro monumental, el intento de Auster de escribir
la gran novela americana, recuerdo el paso de los capítulos, mi decepción ante
un escritor que me había hecho disfrutar tanto en otros libros, el momento
donde me quité la venda de los ojos y supe que estaba ante una historia que se
me quedaba en la superficie, que Auster no conseguía la fuerza y profundidad
suficientes para plasmar aquellos años de luchas por los derechos civiles o
contra la guerra y que no insuflaba vida a Ferguson y sus ví(d)as cruzadas,
recuerdo cuánto me sorprendió lo descafeinado de su escritura, algo que ya se
mostraba en sus últimos libros, pero en los que aún había páginas que
conservaban cierta frescura y nervio. Una pena.
Si Chuckie no hubiera llamado al timbre aquella mañana
para pedirle que saliera a jugar, aquella idiotez no se habría producido. Si
sus padres se hubieran mudado a otro de los municipios en donde estuvieron
buscando la casa adecuada, no habría conocido a Chuckie Brower, ni siquiera se
habría enterado de su existencia, y tampoco se habría producido aquella
estupidez, porque el árbol al que había trepado no habría estado en su jardín.
Qué idea tan interesante, dijo Ferguson para sí: imaginar lo diferentes que
podían ser las cosas mientras él seguía siendo el mismo. El mismo niño en una
casa diferente con un árbol distinto. El mismo niño con otros padres. El mismo
niño con los mismos padres que no hacían las mismas cosas que ahora. ¿Y si su
padre siguiera siendo cazador de fieras, por ejemplo, y vivieran todos en
África? ¿Y si su madre fuera una famosa actriz de cine y todos vivieran en
Hollywood? ¿Y si tuviera un hermano, o una hermana? ¿Y si el tío abuelo Archie
no hubiera muerto y él no se llamara Archie? ¿Y si se hubiera caído del mismo
árbol y se hubiera roto las dos piernas en vez de una? ¿Y si se hubiera roto
los dos brazos y las dos piernas? ¿Y si se hubiera matado? Sí, todo era
posible, y sólo porque las cosas ocurrían de una manera no quería decir que no
pudieran pasar de otra. Todo podía ser diferente. El mundo podría ser el mismo,
pero si no se hubiera caído del árbol, el mundo habría sido distinto para él, y
si se hubiera caído del árbol y en vez de romperse la pierna se hubiera matado,
el mundo no sólo sería diferente, sino que ya no habría mundo para él, y qué
tristes estarían sus padres cuando lo llevaran al cementerio para darle
sepultura, tan tristes que estarían llorando cuarenta días y cuarenta noches,
cuarenta meses, cuatrocientos cuarenta años.
( … )
De manera que allí estaban, en julio de 1961, a punto de
emprender viaje rumbo a Camp Paradise al principio de aquel verano crucial
cuando todas las noticias del mundo exterior parecían malas: el muro alzándose
en Berlín, Ernest Hemingway volándose la tapa de los sesos en las montañas de
Idaho, turbas de racistas blancos atacando a los Pasajeros de la Libertad que
recorrían el Sur en autobuses. Amenaza, desaliento y odio, prueba evidente de
que el universo no lo regían hombres racionales, y mientras Ferguson se
adaptaba al agradable y conocido ajetreo de la vida en el campamento,
regateando pelotas de baloncesto y robando bases mañana y tarde, oyendo la
cháchara y las chorradas de sus compañeros de cabaña, disfrutando de la ocasión
de estar de nuevo con Noah, lo que por encima de todo significaba mantener con
él una conversación incesante durante dos meses, bailando al anochecer con las
chicas de Nueva York que tanto le gustaban, la animada y pechugona Carol
Thalberg, la delgada y pensativa Ann Brodsky y en su caso Denise Levinson, llena
de acné pero muy atractiva y de acuerdo con él para perderse la «reunión
social» de después de cenar y realizar en cambio intensos ejercicios de lengua
en boca en el prado de atrás, tantas cosas buenas que agradecer, y sin embargo
ahora que tenía catorce años y la cabeza rebosante de pensamientos que no se le
habían ocurrido ni siquiera seis meses antes, Ferguson estaba siempre
buscándose a sí mismo en relación con personas desconocidas y distantes,
preguntándose, por ejemplo, si no habría besado a Denise en el preciso momento
en que Hemingway se volaba la tapa de los sesos en Idaho o si, justo cuando
bateaba una doble en el partido de Camp Paradise contra Camp Greylock el jueves
pasado, un miembro del Klan de Mississippi no atizaba un puñetazo en la mandíbula
a un Pasajero de la Libertad flacucho y de pelo corto procedente de Boston. Uno
recibe un beso, otro un puñetazo, o, si no, alguien asiste al entierro de su
madre a las once de la mañana del 10 de junio de 1857, y en el mismo momento,
en la misma manzana de la misma ciudad, una mujer coge en brazos por primera
vez a su hijo recién nacido, el dolor de una persona acaeciendo al mismo tiempo
que la alegría de otra, y a menos de ser Dios, que debía estar en todas partes
y ver lo que pasaba en todo momento, nadie podría saber que esos
acontecimientos estaban ocurriendo a la vez, y mucho menos el hijo de luto y la
madre feliz. ¿Era por eso por lo que el hombre había inventado a Dios?, se
preguntaba Ferguson. ¿A fin de superar los límites de la percepción humana
mediante la reivindicación de la existencia de una todopoderosa inteligencia
divina que todo lo abarcaba?
Paul Auster. 4 3 2
1. Traducción de Benito Gómez Ibáñez.
Seix Barral.
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