Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 3 de octubre de 2024

notas sobre Una muerte roja. Walter Mosley


Calificabas de dulce a Mosley —no soy de detectives, decías, por eso cuando tengo ganas de ellos voy a Mosley, mi dulce Mosley—, cuando hablábamos de novela negra. Yo leía a Hammett, Chandler y Thompson en aquella época. El hombre delgado, Cosecha roja, 1280 almas, El sueño eterno. Eran libros rápidos y tensos, eran libros sin desvíos y febriles. Usaba aquellas lecturas para superar bloqueos lectores. Enganchaban en las primeras páginas y bajo la superficie de un atraco o una búsqueda de un objeto o un rastro perdidos encontraba novelas que desmontaban las apariencias y las máscaras tras las que vivimos, mostrando un mundo oculto, despiadado y egoísta, unas vidas descarnadas y encaminadas a un destino trágico. Te hice caso, en aquel momento, diez años atrás, y leí a tu dulce Mosley —me gusta su forma concreta y directa de narrar, te dije—. En este verano donde vuelvo a los géneros literarios, como de adolescente, y termino westerns y novelas negras y dejo a la vista los mitos de Cthulu y un par de libros de Łem y Dick, recupero a Mosley y su detective Easy Rawlins porque es una forma de rescatar el lector que fui y retomar un camino suspendido.

*

Es una sombra borrosa, un hombre reservado y lúcido, Easy Rawlings. Participó en la segunda guerra mundial porque, en aquellos días, recuerda Easy, los pobres respetaban la ley y un ente superior señalaba el enemigo a combatir —nazis, estalinistas, chinos, cada época un rostro nuevo—. Vive en una pequeña casa con jardín en un barrio donde los negros sobreviven en un ambiente hostil durante el inicio de la guerra fría, una época de persecución y psicosis. Posee varios edificios de apartamentos, pero se hace pasar por portero y hombre de mantenimiento entre gente trabajadora, y también, mujeres de mirada vencida y vidas echadas a perder por un poder externo. A veces, le llegan casos que investigar, alguien que desaparece, seguir a algún marido díscolo. Easy observa desde una especie de umbral las personas, las calles y la época que le rodean. Analiza los gestos y la realidad oculta tras las palabras pronunciadas.
Recuerda, Easy, aquellos días donde su vida pausada vuela por los aires. Hacienda anda tras él; el FBI le pide que investigue a un judío, superviviente de los campos de exterminio, por espionaje, un hombre que ayuda en la Primera Iglesia Baptista Africana y al que creen un comunista peligroso y agitador; y EttaMae, un antiguo amor, regresa al barrio, y tras sus pasos, su viejo amigo Mouse, un hombre impredecible y violento. Easy sabe que la rutina puede alterarse como el barrido de un terremoto.  

Me senté a esperar que me llamaran. Sin radio ni televisión. Encendí una luz en el dormitorio y luego fui al salón y me senté a oscuras. Estaba leyendo un libro sobre la historia de Roma, pero aquella noche no me sentía con ánimos como para continuar. La historia de Roma no me atraía como solía hacerlo otras veces. No me importaba que los godos y los visigodos saquearan el imperio; ni siquiera me importaban los vándalos, tan terribles que los romanos convirtieron su nombre en sinónimo de destrucción.
En verdad, ni siquiera creía en la historia. Lo real era lo que me estaba sucediendo a mí. Lo real era un dolor de muelas, y un hombre en quien confiaba y que había jugado sucio conmigo. Lo real, lo verdadero, era un estómago vacío, o una mujer diciendo sí, o diciendo no. Lo verdadero era lo que podíamos sentir. La historia era para mí como la televisión, no era la gran ola de la humanidad moviéndose a través de un océano de minutos y de horas, ni era tampoco la humanidad volviéndose cada día mejor. Había visto bastantes asesinatos en Europa como para saber que los nazis eran peores que los bárbaros a las puertas de Roma. Y si yo hubiera estado en Roma, me habrían llamado bárbaro; y en nuestros días, en Watts, nada había cambiado.

*

Aquí está la escritura directa y sin digresiones del primer Mosley que leí. En la superficie, un enredo donde mentiras y medias verdades como un río turbulento que arrastra y golpea a Rawlins. En el fondo, una mirada hacia una época y un poder —blanco— invisible que mantenía atrapados a sus ciudadanos negros, veía peligrosos espías comunistas en quienes querían tejer una red de solidaridad entre los desfavorecidos, y usaban la fuerza y la coacción para doblegar a espíritus frágiles. También, los tugurios en los que beber, sonsacar información, escuchar jazz; las iglesias donde se reúnen mujeres negras para preparar comidas caseras y sus manos y sus gestos como unas manos y unos gestos atemporales; los hombres y mujeres que aspiran volver a África —Yo ya tengo un hogar, les dice Rawlins. Puede que esté en tierra enemiga, pero es mío—; las mujeres sensuales y los hombres brutales; la muerte agazapada, los chivatos, traidores; la violencia seca y cruel; la amistad pura y un amor también puro y doliente, un amor que estalla y es inevitable. El destino trágico.

Lo que vi allí era una escena que se había repetido en mi vida desde que era niño. Mujeres negras. Un montón de mujeres negras que trabajaban en la inmensa cocina, riendo, charlando en voz muy alta, contándose cuentos. Pero lo que yo realmente veía eran sus manos. Manos de trabajadoras, que ponían platos, pelaban boniatos, doblaban trapos de cocina y manteles en cuadrados perfectos, que lavaban, secaban, apilaban y llevaban de aquí para allá. Mujeres que vivían para el trabajo. Que peinaban a sus propios hijos, o a un niño de la vecindad cuyos padres se habían marchado, por una noche o para siempre. También guisaban, sí, pero había muchos más trabajos para una mujer negra. Como curar las heridas de los hombres de los que al principio se habían sentido tan orgullosas. O reprender a los niños, blancos y negros. Y trabajar para el Señor, en Su casa y en el hogar.
Mi propia madre, a pesar de lo enferma que estaba, la noche en que murió hizo pasteles de boniato para una cena de la iglesia. Tenía veinticinco años.

*

Leí Una muerte roja en dos tardes, enganchado a los grandes personajes secundarios que pueblan esta novela, una historia en la que todo es frágil e incierto —el amor, la comunidad, la libertad— y donde Mosley nos recuerda las manos manchadas de sangre del poder blanco y el intento de supervivencia de la comunidad negra y de quienes estaban señalados en una lista negra. 

(coda) Mi ejemplar de Una muerte roja es de segunda mano. Hay un rastro de su anterior lector(a): un exlibris en la última página del libro. Es un dibujo en blanco y negro de unos músicos de jazz, contrabajo, piano y saxofón. Hay un cuervo junto al pianista y un suelo ajedrezado. En una habitación, al fondo, un hombre escribe agachado sobre una mesa y, a su lado, una mujer que parece una musa lo ilumina. El nombre del dueño está tachado con bolígrafo, y la parte inferior arrancada. Podría ser una escena de Mosley.

(03.08.2024)


Los días de semana la Primera Iglesia Africana parecía deshabitada. Cristo aún colgaba en la entrada, pero cuando los feligreses no estaban reunidos alrededor de las escaleras, la imagen semejaba un simple adorno. Yo, sin embargo, me detenía siempre a mirarlo. Entendía muy bien aquello de sufrir y morir a manos de otros hombres. Casi toda la gente de color lo entendía muy bien. La muerte de Poinsettia había sido terrible, pero no era la primera persona que yo veía colgada.
Había visto linchamientos, hogueras, ejecuciones a tiros y a pedradas. Había visto colgar a un hombre, Jessup Howard, por mirar a una mujer blanca. Y había visto a dos hermanos ahorcados en dos dogales a ambos extremos de la misma cuerda porque protestaron de que en el almacén del condado les cobraban precios más altos que a los blancos. Los hermanos, en su desesperación mientras los estrangulaban, se habían hecho profundos arañazos el uno al otro. Y luego, cuando los dejaron colgados, sus cuellos, rotos al fin, parecían horriblemente alargados.
El intenso amor que los negros sienten por Jesús se debe en parte a que comprenden su situación. Era inocente y lo crucificaron; alzó la cabeza para decir la verdad y murió.
Walter Mosley. Una muerte roja. Traducción de Susana Lijtmaier. Anagrama. 

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