Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 22 de junio de 2023

Diario de una soledad. May Sarton


Leí una parte importante de Diario de una soledad durante una tormenta, con la butaca hacia la ventana abierta —la penumbra en la habitación y en las páginas de May Sarton mientras, fuera, el resplandor de los relámpagos y los árboles retorcidos por el vendaval y la lluvia—. Había una sintonía entre lo que observaba a través de la ventana —un horizonte blanco, el vuelo de las hojas arrancadas de las ramas, la luz provisional y las sombras repentinas, el retumbo del granizo primero contra el suelo, las ventanas y las farolas y el tamborileo de la lluvia entre las hojas de los árboles después— y aquello de lo que me hablaba May Sarton —el paso del tiempo y el peso del amor; el silencio como algo nutritivo; la soledad como forma de entender y asimilar los encuentros y las emociones, de indagar y reflexionar sobre lo que nos está ocurriendo y la razón por la que ocurre y nos remueve; el trabajo de jardinería y la creación poética, ambos arduos y constantes y cuyos logros, aunque a veces efímeros, permanecen por una pequeña eternidad en nuestro recuerdo—. La letanía de la tormenta en su inicio, la violencia de su centro, el regreso del canto de los pájaros y la luz transformada tras la última lluvia: toda esa furia y ese apaciguarse y la tensión ante algo incierto e impredecible lo encontré, también, en la escritura de May Sarton.

Subrayé a lápiz este fragmento: (…) vivir en la luz cambiante de una habitación, sin intentar ser o hacer nada. Y este otro: Regresar a la infancia —con sus riquezas y sus terribles carencias— es lo que nos lleva a casa. Y otro más: La jardinería es algo completamente distinto. Ahí la puerta a lo sagrado (nacer, crecer, morir) siempre está abierta. Y otro: (…) si nos detenemos a observar cualquier cosa el tiempo suficiente, observamos detenidamente una flor, una piedra, la corteza de un árbol, una brizna de hierba o una nube, se produce algo semejante a una revelación. Algo nos es dado, y tal vez ese algo siempre es una realidad exterior a nosotros. Y un último fragmento: Hay que pensar como una heroína para comportarse como un mero ser humano decente. Después de cada subrayado levantaba la vista a la penumbra alrededor y reflexionaba sobre qué significaban para mí: la lentitud y la atención en cada gesto; la contemplación de aquello que nos rodea y en lo que estamos y somos; la medida del tiempo en la vida circundante; la fragilidad y la fuerza de voluntad en el acto de desnudarse en la palabra. Estas frases son ejemplos sencillos de un diario que aborda y se desborda al indagar en la soledad, la creación tanto poética como cotidiana y hogareña, la mirada política en el papel de la mujer en la sociedad, las disquisiciones sobre la homosexualidad y la sinceridad sobre sus depresiones y ataques de ira, la escritura considerada como la vida real, porque escribir otorga a May Sarton una forma de conocimiento y exploración del instante y la emoción y el descubrimiento de una verdad velada. Este diario, en esa tarde de tormenta, como una incursión descarnada en el yo hasta su centro, ese territorio de penumbra que nos define y en el que miedo angustia ira amor exigencia. 

Sarton inicia su diario en septiembre. Empiezo aquí, escribe un quince de septiembre. Es un día de lluvia, las rosas de otoño sobre el escritorio desprenden una extraña tristeza y la escritura de su diario es un camino en ambos sentidos, de dentro afuera y de fuera adentro, una manera de revelar la vida que nos inunda y la vida que callamos por la rapidez y la colisión con los otros. Es un inicio pausado donde Sarton construye los pilares de lo que será su diario, muestra las razones de su soledad, su trabajo de jardinería, su necesidad de tener y sentir cerca la presencia y el aroma de las diferentes  flores, su lucha con la escritura, tan agotadora y febril y diaria como el cuidado de su jardín, la desnudez última donde preguntarse sobre la vida propia y revelarse las dudas y los mitos que hemos construido. Lentamente, con una escritura sencilla, honda y despojada de fingimiento, asistimos al paso del tiempo —en una flor, una luz, un paisaje, un año— y los anhelos —la extinción de un amor, el recuerdo de amistades y lugares inefables—, y, sobre todo, vemos la pugna de una mujer para describirse de manera precisa y dejar constancia de su mirada y su idea del mundo, de su necesidad de soledad, luz cambiante y escritura.

En la penumbra de mi habitación, mientras fuera una insólita luz glauca tras la tormenta, me asombró la dedicación de Sarton a la escritura para encontrar la palabra exacta y fiel con la que hilvanar su diario, una tarea homérica y artesanal en la que adentrarse en las sombras que la habitan y verlas con perspectivas y descubrir sus depresiones, sus dichas, su dedicación incondicional a la creación, su percepción de la política y el puritanismo norteamericanos, su examen del papel de la mujer en aquel presente de los años setenta, cuando había que renunciar a los deseos propios por la familia o hacer equilibrios extraños en una sociedad patriarcal. Hay algo que me conmueve en la perseverancia y vulnerabilidad de Sarton al desnudarse y cobijarse en la palabra, en los reencuentros salvadores con la soledad tras las giras de presentación de libros y congresos, en el hogar construido en un pueblo norteamericano donde poder vislumbrar el paisaje interior y su reflejo exterior, en su pelea con los poemas. Esa perseverancia y ese cobijarse en la palabra lo traslada Sarton a sus cartas personales. Escribir cartas, un gesto perdido en esta época de inmediatez, donde lentitud, reflexión y un acercamiento real al otro, como forma de saber dónde se está en un instante determinado de nuestra vida.

Una última frase subrayada: ¿Cómo reconocer lo esencial? Este libro es luminoso.




Ahora espero abrirme camino entre las abruptas y rocosas profundidades para llegar al núcleo de la matriz, donde aún quedan iras y violencias no resueltas. Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible; distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido; capaz de desconcertarse por una palabra, una mirada, un día lluvioso o una copa de más. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si de repente, una vez adentrada en el enorme y vacío silencio, no puedo encontrar apoyo alguno. Subo al cielo y bajo al infierno en el curso de una hora, y solo me mantengo en pie a costa de imponerme rutinas inexorables. Escribo demasiadas cartas y muy pocos poemas. Pese a este aparente silencio que me rodea, en el fondo de mi mente suena un clamor de voces humanas; demasiadas necesidades, esperanzas, temores. Apenas consigo permanecer quieta sin que me asalten las cosas pendientes de cumplir o de enviar. Me siento agotada a menudo, pero lo que me cansa no es el trabajo —el trabajo es un descanso—, sino el esfuerzo por apartar las vidas y necesidades de los demás antes de poder abordar mi trabajo con cierta frescura y placer. 
May Sarton. Diario de una soledad. Traducción de Blanca Gago. Gallo Nero

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