Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 22 de marzo de 2023

El fondo del puerto. Joseph Mitchell


Opté por un libro de reportajes sobre las aguas de Nueva York por el recuerdo del libro que Mitchell dedicó a Joe Gould, un vagabundo bohemio que durante una treintena de años se embarcó en un proyecto descomunal, lunático y obsesivo: transcribir en docenas de cuadernos las conversaciones captadas en la ciudad, convirtiendo esa historia oral en una enciclopedia de las calles y los tiempos neoyorquinos. Porque, a priori, no conseguía sentir afinidad con unos reportajes sobre muelles, mercados de pescado, fondos marinos y viejos caladeros —he aquí uno de mis conflictos como lector: desechar aquellos caminos que, en apariencia, no llevan a ningún sitio o, al contrario, buscar sólo lo que me es remoto y desconocido. Elegir entre lo luminoso o lo hermético, lo extraño o lo que me lleve de vuelta a la infancia, lo original o lo primitivo, la incertidumbre o la convicción—. 

No son los rascacielos legendarios. Tampoco los puentes de acero y granito o las extensas avenidas. Ni siquiera la inercia vertiginosa de Nueva York donde captar personajes extravagantes, oscilaciones políticas o estrellas de la literatura. Son el mercado de pescado de Fulton, los viejos tiempos de los ostreros y los viejos edificios abandonados, las huellas de los primeros europeos en los apellidos locales, los pecios en el fondo de los caladeros y las ratas en los barcos recién arribados, las flores en cementerios ocultos y solitarios, la pesca del sábalo en el río y el tiempo pausado de los ribereños los que protagonizan los reportajes de Joseph Mitchell. 

De cuando en cuando, para espantar los pensamientos de muerte y desolación, me levanto temprano y me acerco al mercado de pescado de Fulton. Así inicia Mitchell el primero de sus reportajes. Habla, entonces, de su euforia ante el amanecer en el mercado y la abundancia de pescado y marisco, de la actividad y el jaleo de los pescaderos, de deambular una hora entre los puestos antes de tomar un desayuno en un restaurante cercano. Es ahí donde se inicia el giro, el encuentro entre tiempos. A la par de las descripciones del lugar y los trabajos del mercado, Mitchell da la voz al dueño del restaurante para hablar de sus raíces, de las plantas superiores de un hotel cerrado, de la curiosidad del dueño por esas plantas sólo accesibles a través de un viejo ascensor manual. Durante cuarenta páginas, Mitchell pasa de su congoja a sus paseos por uno de sus lugares favoritos de la ciudad, la reconstrucción de la historia de un emigrante italiano y un hotel abandonado, la biografía de un restaurante y la fascinación del emigrante por las habitaciones cerradas sobre su cabeza y leyenda y espejismo que suponen. Tirar de las cuerdas del ascensor y abrir la primera de las puertas cerradas supone el encuentro con la propia mirada proyectada hacia lo desconocido, con aquello que tememos encontrar. 

Una de los atractivos de estos reportajes es quienes los habitan y hablan con Mitchell. Emigrantes, pescadores de arrastre, descendientes de negros libres que fundaron un pueblo de ostreros —los descendientes ya nonagenarios, el arte del cultivo de ostras desaparecido—, ribereños que buscan los árboles adecuados para construir su barrera de redes en la pesca del sábalo. Los hombres y mujeres que toman la palabra en estos reportajes parecen sentir el tiempo en ellos, se mueven y hablan a gestos lentos, su mirada pausada. Mitchell recoge sus monólogos, su manera de expresarse y mirar, su relación con el entorno y el trabajo y las desapariciones del mundo conocido a través de los años.


Cuando vemos que la corriente afloja, volvemos a la hilera y nos preparamos para recoger la red. A menudo llegamos demasiado pronto y tenemos que quedarnos de brazos cruzados junto al primer poste, haciendo tiempo. A veces tenemos que esperar una hora larga. Si es de día nos quedamos allí sentados, mirando las Palisades, los trenes de mercancías de la New York Central por el lado de Nueva York, que parece que tengan veinte kilómetros de largo, o las puntas de los rascacielos río abajo, a lo lejos. Nunca he sabido qué pensar de todos esos rascacielos. A veces me parecen hermosos y a veces los encuentro artificiales y chabacanos. Si hay que esperar y es de noche, nos quedamos allá mirando el extraño resplandor que flota sobre el centro de Manhattan y que es el halo de las luces de Times Square. En las noches frías y serenas de abril, desde un bote a oscuras en medio del río, ese resplandor parece un anuncio del Juicio Final, el Segundo Advenimiento o el fin del mundo.


Y está la parte fantasmal de estos reportajes, los caladeros que guardan esqueletos de barcos y huesos humanos y viveros de bombas, las ratas en los buques recién atracados y el riesgo de pandemia, los cementerios antiguos rodeados por fábricas, los trabajos y los gestos anacrónicos, la propia ciudad de Nueva York, en un segundo término entre. Y el detallismo de Mitchell en describir especies marinas, tipos de barcos y patrones, técnicas de pesca y cultivo de ostras, el mismo agua del puerto de Nueva York y su fondo, sucios y corrompidos, un detallismo que me recordó al Melville de Moby Dick y que veo en la posterior trilogía de Richard Ford sobre Frank Bascombe. 

Y la presencia del propio Mitchell.


El Hudson es un río que siempre me ha atraído, y a lo largo de mi vida he pasado mucho tiempo curioseando por sus riberas urbanas. Nunca me canso de mirarlo, tiene algo que me resulta hipnótico. Me gusta mirarlo en pleno verano, cuando sus aguas fluyen tibias, sucias y adormiladas, y me gusta mirarlo en enero, cuando arrastra placas de hielo. Me gusta mirarlo cuando anda revuelto porque sopla el nordeste o hay marea viva, durante el interlunio o el plenilunio, y me gusta mirarlo cuando está manso. Lo encuentro fascinante entre semana, cuando rebosa de embarcaciones marítimas, portuarias y fluviales, aunque es el propio río lo que me atrae y no la navegación; pero creo que lo disfruto más que nunca los domingos, con sus momentos de calma que pueden prolongarse una hora y media, durante los cuales no se mueve absolutamente nada por las aguas que corren entre el Battery y el puente George Washington, ni siquiera un ferry o un remolcador, y el Hudson se torna tan silencioso, oscuro, secreto, remoto e irreal como un río soñado.


Cuando terminé El fondo del puerto, leído entre este salón y un vagón  de tren con todo el cansancio de la madrugada —un cansancio que por momentos me oculta subtextos y señales de mis lecturas—, me asombró sentir una especie de pesadumbre por encontrarme ante el final de una forma de narrar que abarca aquello que ve, aquello que es y aquello que fue. Mitchell, espectador y personaje, muestra las señales de un mundo que desaparece gradualmente. 






En aquel muelle pasé los momentos más felices de mi vida», dice Ellery. «Para un crío era lo más parecido al paraíso. Quedaba justo al otro lado de las vías del tren y cuando uno se cansaba de mirar los barcos, podía acercarse a la estación y ver el expreso de Boston pasar de largo a toda máquina, como un murciélago salido del infierno. Yo odiaba la escuela. No es que no me gustara, no: la odiaba con toda mi alma. No sé qué me enseñarían allá, pero aprendí muchísimo más en el viejo muelle de pescadores. Un día mi padre tiraba un barril al agua al final del embarcadero y me enseñaba a arponear un pez espada sin que la cuerda se me enrollase entre las piernas; otro día un pescador me enseñaba a poner cuñas de madera en las pinzas de los bogavantes, para impedir que se mataran unos a otros durante el trayecto al mercado. Allí aprendí a escamar y limpiar pescados, a remendar redes, a leer cartas de navegación, a sacarme un anzuelo clavado en la mano, a embalar cangrejos y a hacer toda clase de nudos, vueltas, ballestrinques y costuras. En aquel muelle había pescadores viejísimos. Algunos habían estado con Jonás en el vientre de la ballena, por lo que contaban. Ya no salían mucho a pescar y se pasaban el día en el muelle, carraspeando y escupiendo y maldiciendo a diestro y siniestro. Aquellos abuelos conocían mil y un secretos y refranes transmitidos de generación en generación. De ellos aprendí dos cosas: a pronosticar el tiempo y a pronunciar el nombre de Dios en vano. Como en todos los muelles de pescadores, había allí una casucha con una estufa de queroseno. Fue en aquella estufa donde aprendí a preparar una cafetera, que es algo fundamental. No hay nada más lamentable que un pescador que no sepa hacer un buen café bien cargado. En verano el vapor de Block Island ocupaba todo un lado del muelle y llegaban tres trenes al día, porque Block Island era entonces un lugar de veraneo para ricachones. Quien no tenía suficiente dinero para pagarse las vacaciones en Newport, se iba a uno de los grandes hoteles de madera de Block Island. Yo me lo pasaba pipa viendo a toda aquella gente embarcar y desembarcar. En los días festivos, como el Cuatro de Julio, llevaban a bordo una banda de música. La primera mujer borracha que vi fue una vieja que sacaron en volandas de aquel vapor. Tenía el pelo blanco y llevaba tal trompa que no se tenía derecha. Una madre de familia. Para mí fue una revelación. Por aquella época, tendría yo once o doce años, había una cafetería griega cerca de la estación que alquilaba habitaciones en el piso de arriba y a veces veía a una mujer que se acodaba en el alféizar de una ventana y les hacía señas con el dedo a los hombres que pasaban por la calle, o les guiñaba el ojo. Todo aquello del sexo me intrigaba mucho y me devanaba los sesos para entender de qué iba.
El fondo del puerto. Joseph Mitchell. Traducción de Alex Gibert. Anagrama

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