Hace el número cincuenta y ocho, Loxandra. La suma de los primeros siete números primos, el número atómico del cerio, una galaxia de la constelación de Virgo, según internet. Una última lectura donde júbilo y despedidas, donde duelo y amor, donde abrazos homéricos y guerra. En Loxandra están la unión de Oriente y Occidente en las calles de Constantinopla y la mirada de Grecia ampliada en la convivencia, a trompicones, con turcos, armenios, montenegrinos, franceses; está la figura mítica de una mujer habladora, vital y enérgica que encuentra la felicidad en sus conversaciones con la virgen de Baluklí, en el aroma del Mármara, en las reuniones donde comida exuberantes, confesiones y pequeños ritos, está estrellar una granada contra el suelo en la mañana de año nuevo para convocar la abundancia en el hogar. Cierro el libro, y ahí fuera, los arces invernales, el cielo bajo y gris, el ruido metálico de la lluvia, el vuelo negro de los cormoranes. En estos últimos días del año he buscado en sus páginas su luminosidad y simpatía —que no rechaza sombra o muerte— como descanso.
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Un leve rastro de nieve cubre las cumbres cercanas. Hace frío y viento, ahí fuera, y el río, crecido, tapa los troncos de los árboles en la ribera. Doy un pequeño paseo bajo unas nubes gruesas que atenúan la luz de la mañana. Un día apagado, diría mi madre. Y yo asentiría, sin decirle que percibo una belleza insólita en estos días grises de inverno, donde el cielo bajo, el crujido de mástil en el viento entre los árboles, la desnudez misma de los árboles que permite ver nidos y gorriones, la lentitud del amanecer. Recuerdo, mientras cruzo el puente de madera sobre un río sombrío y rápido, aquellas noches de insomnio, durante el confinamiento, en las que leía Submundo o El enamorado de la Osa Mayor y por un instante otros mundos ante mí, no mejores o tolerables o leves como esa nieve sobre los sombres, sólo mundos que interseccionaban el mío con incontables incertidumbres y alguna certeza. Aquellas noches —cuando trabajaba noches alternas en el pabellón y no cogía ritmo de sueño, dejaba el calor de e. a mi lado, me tomaba un primer café mientras observaba otras ventanas iluminadas en la madrugada, con sus miedos y perplejidades, y leía hasta la salida del sol a DeLillo, McCullers o Walser—, aquellas horas junto a una ventana que pasaba de la oscuridad a la penumbra y finalmente a la primera luz, ocupan el primer puesto en mi lista de las mejores lecturas de este año desmedido. La vulnerabilidad, el asombro y el cansancio quedaron relegados a un segundo plano. Tres o cuatro horas ante un libro, en el silencio extraño de la madrugada.
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Repaso la lista de las cincuenta y ocho lecturas y siento
que ha sido un buen año lector. Ahí, las dos últimas partes de la trilogía de Los sonámbulos de Broch, los relatos de
Askildsen y Kristof y Chiang, la locura buena de Vonnegut y Jim Dodge y la
locura triste de Dick; ahí, los poemas de Szymborska, Glück o Knight donde un
verso puede contener una vida entera; ahí, la destreza en la escritura de
Coetzee, Hermans y McCullers; ahí, en fin, cientos de páginas dobladas en una
esquina y frases subrayadas y anotaciones a lápiz y nuevas preguntas y viejos
mundos, un camino fronterizo donde realidad e invención, donde quimera y
verdad, donde sueño y desgarro.
Hay dos libros que me apabullaron de entre esos cincuenta y ocho: El hombre invisible, de Ellison, por su inteligencia, agudeza y claridad en una novela política y social que despliega una rabia, una tristeza y una violencia soterrada y cruda y cuyos ecos son válidos para nuestro presente; y El ángel que nos mira, de Wolfe, un torrente desbocado, un escritor que pasa de lo íntimo a lo grandilocuente, de lo espiritual a lo terrenal y crea una obra desmedida exaltada titánica, un hombre que derriba diques y nos arrastra con su escritura impetuosa.
En esas horas insomnes del confinamiento, la aventura legendaria, los cielos nocturnos y las tierras abiertas de El enamorado de la Osa Mayor; Submundo o el miedo, el movimiento de las multitudes, la tecnología y los sueños derrocados; la ternura y la brutalidad y el destierro de los personajes de El cazador es un cazador solitario. Tres lecturas memorables en las madrugadas de ventanas iluminadas y un silencio extraño —o una respiración contenida.
Los descubrimientos de este año: los relatos crudos y sobrios de Medallones donde Zofia Nałkowska, entre la ficción y el reportaje, habla sobre la recién terminada segunda guerra mundial y los estragos producidos en su tierra polaca, relatos que hablan de visitas a las fábricas de jabones en los campos de exterminio, del sonido de la muerte y el continuar de la vida en uno y otro lado de un muro, de quienes no lograron escapar o sobrevivir. La realidad es soportable porque no la experimentamos en su totalidad, dice Nałkowska. En el mismo sentido, la experiencia del campo de exterminio, pero con un lenguaje inesperadamente poético, en Ninguna de nosotros volverá, de Charlotte Delbo, la voz de una mujer en el horror. Inoué y La escopeta de caza, o tres cartas de tres mujeres que convierten a un hombre en un ser solitario y derruido. En su libro Hija de sangre y otros relatos, Octavia Butler pone del revés los cimientos de la ciencia ficción norteamericana con sus historias sobre el encuentro con el otro, el lenguaje, la sexualidad, el silencio, los ritos y las religiones y las sociedades conquistadas. Su escritura, honda y precisa, abre interrogaciones sobre quiénes somos. Ted Chiang, con un puñado de relatos estimables, se empequeñeció ante la voz de Octavia Butler.
La relectura de 2020 es para la inefable Desayuno de campeones, de Vonnegut, y Jim Dodge el autor reencontrado gracias a su lisérgico y anfetamínico viaje a ritmo de rock and roll en El cadillac de Big Bopper. Dos escritores que te hacen mejor lector y te arrebatan con su locura buena.
Y las decepciones: No dar de comer al oso de Elliot, Bueyes y rosas dormían, una novela que empieza de manera magistral pero que se me desinfló a lo largo de sus páginas, Los pájaros de Vehorvina, no por ser una mala novela, sino por sentir que me perdía algo.
Hilar la crudeza y crueldad en los relatos de No importa de Kristof con el intimismo y religiosidad de Gilead fue uno de los experimentos de este año, dos autoras y dos estilos que están uno en las antípodas del otro y que, tal vez por eso, disfruté durante unos días de noviembre, los últimos libros que pude leer en un banco, al aire libre.
Soñé en yidis una noche de duermevela, con treinta y ocho de fiebre y donde calor o escalofríos culpa del coronavirus y de la búsqueda de la identidad y los paisajes bíblicos de En una selva oscura de Krauss, un libro cuyas primeras páginas no me dijeron nada pero en el que insistí y encontré una buena lectura. En esos días aislado, sólo pude leer a Halfon. La desidia, la preocupación, el agotamiento físico y mental tras dar positivo no me dejaron entrar en otras palabras y en otros mundos que no fueran los del autor guatelmalteco. Halfon tiene algo atractivo en su escritura, una cadencia y un cruce de episodios entre libros que te hacen sentir que estás leyendo partes de un libro infinito. Tras el alta por covid, con un dolor de cabeza constante y una fatiga ante el menor gesto, terminé el año entre Grecia y Turquía con Kalifatides y Iordanidu, o la luz de aquellas tierras para alumbrar esos días de cielos bajos y grises y cumbres nevadas.
Y la escritura directa y desmañada de Baroja en su Shanti Andia, y las voces de soldados rusos y sus madres y esposas recopiladas por Alexiévich en Los muchachos de zinc, donde muerte ataúdes y estrés postraumático, donde silencio culpa e incomprensión, y esos límites de un imperio anónimo y violento en Esperando a los bárbaros, de Coetzee, y la suave tristeza y la infancia de La feria de las tinieblas de Bradbury, y esa pequeña maravilla que es August de Christa Wolf, tiempos que se entrelazan y la memoria como embarcadero, a pesar de la congoja. Y Esch o la anarquía, y…
La tarde del treinta y uno de diciembre empecé Seguir viviendo, de Ruth Klüge.
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(coda) Unos versos de Amalia Bautista para este 2021. Buen
año, buen camino y buenas lecturas a todos.
(30.12.20/01.01.21)
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