Decía Vonnegut que había copiado la idea de La pianola de Un mundo feliz y que, a su vez, Huxley había hecho lo mismo con Nosotros de Zamiátin. En las tres
novelas existen un mundo mecanizado, una sociedad dormida, un pequeño grupo de
descontentos que buscan un regreso a la naturaleza para acabar con el dominio
de la elite y las máquinas que los gobiernan. La diferencia de La pianola es el humor de Vonnegut para
mostrar la estupidez humana. La pianola
fue su primera novela y anticipa su mirada socarrona y su desconfianza ante los
deseos del ser humano. Todavía le quedaban a Vonnegut unos años para conseguir
la maestría de Cuna de gato, Madre noche
o Matadero cinco, o los desarrollos
de Birlibirloque, El desayuno de los
campeones, Galápagos o Cronomoto
donde todo es un centro, la acción y los personajes que fluyen en espacios y
tiempos caóticos y un humor más afilado, impetuoso y alocado.
La pianola se
disfruta desde el inicio, el descubrimiento del mundo tras la última guerra y
cómo los ingenieros han construido tal cantidad de máquinas diferentes que han
hecho inservible al ser humano. Un puñado de ingenieros y directivos forman una
élite a un lado del puente de Ilium, los hombres y mujeres que perdieron su
trabajo, y su dignidad, y viven en una cómoda desidia al otro lado del puente,
mantenidos por el gobierno y las máquinas, el ejército y las cuadrillas de
mantenimiento y reparaciones como únicas maneras de conservar un trabajo. Por
momentos, Vonnegut parece describir el mundo de hoy, despidos en fábricas para
cambiar seres humanos por robots, el trabajo de las máquinas que cubre los
gastos de la sociedad (ya se habla de máquinas que tributarían a la seguridad
social), la mirada aborregada y bobalicona de muchos de quienes perdieron su
trabajo ante los nuevos aparatos que hacen la vida más confortable en
apariencia, la élite que necesita esclavos para seguir en el poder, que no deja
ser humano al ser humano.
Paul Proteo es hijo de uno de los grandes hombres de la
historia reciente de Estados Unidos. Ingeniero, director de una fábrica, y
aspirante a ocupar el puesto que dejó su padre, siente que algo no acaba de
cuadrar. A veces cruza el puente en su viejo coche y con su vieja ropa, entra
en una taberna donde observar qué fue de aquellos hombres que llenaban las
fábricas en los tiempos pasados, observa una pianola que toca sola, sin ayuda
de nadie, una máquina antigua que mostraba el futuro que esperaba a la
sociedad. Hay algo que se resquebraja en Paul poco a poco. La visita de su
amigo Finnerty, ingeniero con el que hizo sus primeros trabajos y que ha dejado
su puesto, algo inconcebible para un ingeniero. Finnerty le muestra la
corriente subterránea que existe bajo la previsibilidad en la que se mueve la
sociedad en la que vive. En esos encuentros al otro lado del puente, Paul
descubre la tristeza de hombres y mujeres por sentirse inútiles, por haberles
arrebatado la dignidad que les daba un trabajo y un jornal, por estar cerca de
la nada.
―¿Por qué decía usted que la gente del otro lado del río es la oposición? ―preguntó Paul―. Cree que están haciendo la obra del diablo, ¿no?―Eso es un poco fuerte. Digamos que ustedes han puesto al descubierto lo endeble que era el artículo que los eclesiásticos estaban vendiendo, la mayoría de ellos. Antes de la guerra, cuando aún tenía feligreses, yo solía explicarles que su vida espiritual en relación con Dios era la cosa más importante de su vida, y que su papel en la economía no era nada en comparación. Ahora ustedes les han privado de su papel en la economía, en el mercado, y están descubriendo, la mayoría de ellos, que lo que queda es aproximadamente igual a cero. Prácticamente nada, en realidad. Tengo el vaso vacío.Lanzó un suspiro y luego continuó:―¿Qué esperaban ustedes? Durante generaciones se les educó para que adoraran la competencia y el mercado, la productividad y la utilidad económica, y para que envidiaran a sus semejantes…, y de pronto… ¡zas!, se les priva de todo eso. No pueden participar, ya no pueden ser útiles. Toda su cultura se ha ido al diablo.
Como en toda sociedad que aspira a la perfección, en La pianola están los descontentos,
hombres y mujeres que pretenden imitar a los indios en su lucha contra el
hombre blanco y el avance que todo lo destruyó. Tienen sus necesidades
cubiertas, pero Vonnegut muestra la tristeza y la amargura por la pérdida de su
humanidad, aquello que los definía poco tiempo atrás, por no ser creativos o
útiles, por formar una masa casi inerte. Hay un personaje especialmente
divertido, el sha de Bratpuhr, dirigente espiritual de una secta de visita a
Estados Unidos. En cada hombre y mujer que ve, en cada gesto cotidiano, en cada
encuentro fuera de la red de su guía que quiere mostrarle el avance y la
libertad de la nueva sociedad, ve esclavos. La élite de ingenieros y directivos
viven alejados de aquellos a quienes dicen servir, van de campamento para
fortalecer sus ideas y mensajes, se entretienen en pensar nuevos máquinas,
trampas para ratones, barberos, que sustituyan al ser humano, parecen un grupo
de locos y niños.
El inevitable enfrentamiento entre la élite y la sociedad
es caótico, por momentos la revolución parece detener la maquinaria de la sociedad,
las fábricas paradas, la élite sorprendida. La destrucción quiere ser total,
deshacerse de todo aquello que recuerde a una máquina, y con ello el peligro de
volver a la oscuridad de siglos atrás. Pero Vonnegut da un paso más, cuando los
“nuevos indios” se ven derrotados, como lo fueron ante el hombre blanco tras la
victoria en Little Bighorn, se arremolinan ante las pequeñas máquinas
supervivientes y vitorean cada gesto mecánico. Vonnegut muestra el peligro de un
poder deshumanizado, hasta dónde llegar en la relación con las máquinas y
robots y qué define al ser humano.
Colgó y volvió la cara hacia el mundo a través del
cristal empañado de la cabina telefónica. Junto con la sensación de mareo
experimentaba una sensación nueva, de identidad fuerte y renovada, que crecía
en su interior. Era un amor generalizado, sobre todo hacia la gente pequeña,
las personas corrientes. Dios las bendiga. Habían estado ocultas a él durante
toda su vida: las paredes de su torre de marfil le habían impedido verlas.
Ahora, aquella noche, había ido hasta ellas, había compartido sus esperanzas y
sus decepciones, había comprendido sus anhelos, había descubierto la belleza de
sus simplezas y sus valores mundanos. Aquello era real, aquel lado del río, y Paul amaba a aquellas personas corrientes
y quería ayudarlas y dejar que supieran que las quería y las comprendía, y
quería que también ellas le amaran a él.
Antes había un montón de cosas tontas que podía hacer un
pobre desgraciado para ser grande, pero las máquinas acabaron con eso. Mire, antes
podías irte a navegar en un Clipper grande o en un barco pesquero y ser un gran
héroe en una tormenta, o si no, podías ser pionero e irte al Oeste y guiar a la
gente a abrir rutas y expulsar a los indios y tal. O podías ser un vaquero, o
muchas cosas peligrosas que había, y podías seguir siendo aún un podre
desgraciado.
Ahora todas las tareas peligrosas las hacen las máquinas,
y a los pobres cabrones les amontonan por ahí en grandes montones de casas
prefabricadas que parecen el final de un juego de monopoly, o en barracones, y
lo único que pueden hacer es estarse allí y esperar que haya un gran incendio y
que puedan entrar corriendo en un edificio en llamas delante de todo el mundo y
salir con un niño en brazos. O tal vez pueden tener la esperanza (aunque no lo
dicen en voz alta por lo terrible que fue la última vez) de que haya otra
guerra. Que no la va a haber, claro.
Y, bueno, supongo que las máquinas han mejorado muchísimo
las cosas, claro. Sería un tonto si dijese que no lo han hecho, aunque hay muchos
que dicen que no, y yo puedo entender perfectamente qué quieren decir. Parece
que las máquinas han acaparado todos los trabajos buenos, en los que un hombre
podía ser fiel a sí mismo y no ser falso con nadie, y han dejado todos los
trabajos tontos. Y creo que yo soy más o menos el final de una raza, aquí
plantado sobre mis dos pies.
Kurt Vonnegut. La
pianola. Traducción de José Manuel Álvarez Flórez. Hermida editores.
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