—Pasear —respondí yo— me es
imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo,
sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más
leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la
que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no
podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no
digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni
estudios. Un hombre tan inteligente y despierto como usted podrá entender y
entenderá esto al instante. En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil
ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría
miserablemente. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también
conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da
gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para
mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a
seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños
y grandes que después, en casa, elaboro con celo y diligencia. Un paseo está
siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir. De
imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los
lindos paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas
y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene
que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar
en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo. Piense cómo
el poeta ha de empobrecerse y fracasar de forma lamentable si la hermosa
Naturaleza maternal y paternal e infantil no le refresca una y otra vez con la
fuente de lo bueno y de lo hermoso. Piense cómo para el poeta la instrucción y
la sagrada y dorada enseñanza que obtiene ahí fuera, al juguetón aire libre,
son una y otra vez de la mayor importancia. Sin el paseo y sin la contemplación
de la Naturaleza a él vinculada, sin esa indagación tan agradable como llena de
advertencias, me siento como perdido y lo estoy de hecho. Con supremo cariño y
atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas
vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un
gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un
ratón, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de
papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e
inconexas letras. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las
más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas. No puede llevar
consigo ninguna clase de sensible amor propio y sensibilidad. Su cuidadosa
mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de
egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y
percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí
mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones, como el bravo,
servicial y dispuesto al sacrificio soldado en campaña. De otro modo, pasea tan
sólo con media atención y medio espíritu, y eso no vale nada. Tiene que ser
capaz en todo momento de compasión, de identificación y de entusiasmo, y ojalá
que lo sea. Tiene que alzarse a elevado arrebato y hundirse y saber descender a
la más profunda y mínima cotidianeidad, y probablemente sabe. Pero ese fiel y
entregado disolverse y perderse en los objetos y ese celoso amor por todas las
manifestaciones y cosas lo hacen feliz, como todo cumplimiento de obligación
hace feliz y rico en lo más íntimo a quien tiene una obligación que cumplir.
Espíritu, entrega y fidelidad lo satisfacen y elevan sobre su propia e
insignificante persona de paseante, que con demasiada frecuencia tiene
reputación y mala fama de vagabundeo e inútil pérdida de tiempo. Sus múltiples
estudios lo enriquecen y entretienen, lo calman y refinan y rozan a veces, por
improbable que pueda sonar, con la ciencia exacta, lo que nadie creería del en
apariencia frívolo caminante. ¿Sabe usted que mi cabeza trabaja dura y
tercamente, y a menudo estoy activo en el mejor de los sentidos, cuando parezco
un archigandul y persona frívola sin responsabilidad, sin pensamiento ni
trabajo, perdido en el azul o en el verde, lento, soñador y perezoso, que
ofrece la peor de las impresiones? Secreta y misteriosamente, siguen al
paseante toda clase de hermosos y sutiles pensamientos de paseo, de tal modo
que en medio de su celoso y atento caminar tiene que parar, detenerse y
escuchar, que está cada vez más arrebatado y confundido por extrañas
impresiones y por la hechicera fuerza del espíritu, y tiene la sensación de ir
a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y
confusos de pensador y poeta se abre un abismo. La cabeza se le quiere caer, y
los por lo demás tan vivos brazos y piernas están como petrificados. Paisaje y
gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol giran como sombras a
su alrededor, y ha de preguntarse: «¿Dónde estoy?». Tierra y cielo fluyen y se
precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada,
imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen. Trabajosamente, el
conmocionado intenta mantener su sano conocimiento; lo consigue, y sigue
paseando confiado. ¿Considera usted del todo imposible que en un suave y
paciente paseo encuentre gigantes, tenga el honor de ver a profesores, trate al
pasar con libreros y empleados de banca, hable con futuras jóvenes cantantes y
antiguas actrices, coma con ingeniosas damas, pasee por los bosques, envíe
peligrosas cartas y me bata violentamente con insidiosos e irónicos sastres?
Todo esto puede suceder, y creo que de hecho ha sucedido. Al paseante le
acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo
tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace; más bien da la
bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad
y confraterniza con ellas, porque le encantan, las convierte en cuerpos con
esencia y configuración, les da formación y ánima, mientras ellas por su parte
lo animan y forman. En una palabra, me gano el pan de cada día pensando,
cavilando, hurgando, excavando, meditando, inventando, analizando, investigando
y paseando tan a disgusto como el que más. ¡Y aunque quizá ponga la cara más
complacida del mundo soy serio y concienzudo en grado sumo, y aunque no parezca
más que delicado y soñador soy un sólido experto! Espero que todas estas
detalladas explicaciones le convenzan de mis sinceras aspiraciones y le
satisfagan plenamente.
Robert Walser. El paseo. Traducción de Carlos Fortea. Ediciones Siruela.
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