Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 4 de mayo de 2023

las raíces reptantes, el cielo inmediato (iii)

sábado santo


Está de cuclillas junto al parque de juegos. Es mi ahijado, tiene algo más de dos años y busca abuelitos entre las margaritas y la hierba crecida. Rompe el tallo, observa la blancura del abuelito, le da vueltas en su diminuta mano y lo acerca a la boca antes de soplar y reír por el leve vuelo de las cipselas blancas —parece, el gesto, el de un beso de despedida antes del soplido que desgaja sus alas translúcidas en un revoloteo hacia el cielo—. Las cipselas caen a su alrededor como nieve en este día limpio de abril. A veces imito sus movimientos y soy yo quien resopla sobre el abuelito hasta despojarlo de toda blancura, como de niño, y nos reímos, mi ahijado y yo. Me pregunta su madre sobre el apodo de abuelito del diente de león. Le respondo que no lo sé, que de niños llamábamos meacamas a las flores amarillas del diente de león, que sospecho que algo tendrá el parecido de las semillas a una melena canosa. Este instante me recuerda a mi niñez, cuando arrancábamos las hojas de las margaritas para saber si alguien nos quería y los vuelos del diente de león eran nuestros deseos secretos en busca de materializarse.
*
Su hermano mayor se entristece cuando le contamos la muerte de nuestra gata Arenita. Jugaba con ella, la acariciaba, reía ante sus saltos y carreras cuando nos visitaba. Tapa con sus dos manos un diente de león, la cabeza gacha, los ojos entrecerrados, la boca una curva descendente. Le decimos que estaba muy enferma, que sólo sentía dolor, que ya no podía comer o beber. Arranca el abuelito con sus manos, sin soplos ni besos. 
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Me pregunta, su madre, si me dará tiempo a leer todos mis libros. Está delante de la mitad de mi biblioteca, que desborda las estanterías y crece a través de columnas inciertas que desordeno cuando busco nueva lectura. Me pregunta sobre el tiempo, no si los he leído todos como es lo habitual. Y sé que no. Tardaría diez años en leer todo lo que me rodea —y lo que he dejado en casa de mis padres por falta de espacio— si dejara de comprar libros. Pero es una quimera dejar de pasar tardes en librerías, salir con una nueva lectura que relegará a las antiguas, buscar entre libros de segunda mano señales de otras vidas o libros descatalogados de Bruno Schulz. El tiempo no es un compartimento estanco.
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Volvemos al parque a media tarde. Los hermanos corren entre toboganes cubiertos, puentes de madera, casetas que son escondrijos barcos piratas trenes. Ahora es e. quien vuelve a su infancia cuando se eleva en los columpios —los pies al cielo, el pelo revuelto, la sonrisa de niña—. No es la primera vez que contemplo a e. columpiarse y reír y sentir la levedad y la libertad y la fiebre de la niñez. Disfruta con los hermanos en los impulsos que le acercan al cielo inmediato. 

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