Cae una lluvia firme y rápida, ahora. Abro la ventana para leer con su reverbero como compañía en esta tarde ensimismada. Es uno de mis tótems, la lluvia, como la primera luz de la mañana, los jirones de niebla sobre los montes o el polvo de un camino blanco. De niño, como todos los niños, saltaba sobre los charcos y daba patadas al agua, la lluvia hacia arriba y entre mis piernas, ajeno a las súplicas de mi madre. Hoy son los fugaces círculos de las gotas sobre la acera, rompiendo el reflejo del cielo y la ciudad sobre los charcos, quienes captan mi atención. Esta lluvia y el lento apenumbrarse de la tarde en las hojas de un libro.
*
Mis padres querían que bajase a la calle, creían que era un niño tranquilo y solitario, siempre delante de la televisión, armando rompecabezas y torres en el suelo o anotando en un cuaderno pautado hileras de números por la asombro de su dibujo sobre la hoja. Mi padre me invitaba a ir con él a su taller de carpintero, cosa que raras veces sucedía, mi madre me decía que saliese al barrio en una época donde éramos docenas de niños divididos por edades y habilidades. Los pequeños, como mis hermanas y yo, jugábamos a la comba, la rayuela o pintábamos con tiza un circuito quebrado para jugar a las chapas y ser Lejarreta, Alberto Fernández, Hinoult. Los mayores, que ocupaban el aparcamiento entre los edificios de ladrillo rojo y armaban partidos de béisbol que ojeábamos sin comprender, se cronometraban en carreras alrededor de uno de esos edificios que siguen siendo de ladrillos rojos —pero de un rojo deslucido, hoy— o lanzaban piedras hacia las huertas y las lejanas vías del tren en un concurso de fuerza y distancia. Eran hermosos, aquellos chicos y chicas en el inicio de su madurez, sus cuerpos ágiles y ligeros y fuertes, su confianza y energía impetuosas, el futuro delante de ellos, inmaculado y completo. Cuando veo a un par de ellos, hoy, es como la gota de lluvia que quiebra el reflejo en un charco —el resto orillaron las drogas, los accidentes de tráfico, las pérdidas. Son felices (o buscan una parcela de esa felicidad prometida) o se han acostumbrado a una rutina calmante—
*
Es una semana de encuentros repentinos, como la lluvia a lo largo de los días. V. lleva un caracol en el dedo índice. Lo ha encontrado en la acera, dice, y busca un jardín con hierba donde dejarlo. Se siente tonta, dice. Yo tuve un caracol durante cuatro años, le digo. Apareció en unas hojas de espinacas, apenas más grande que mi uña del dedo meñique. Lo llamé Sísifo, y sonríe. Hace poco descubrí que escribía poemas que editaron en una asociación cultural del pueblo, junto a otras vecinas de mi sección (Uno de ellos, titulado Lavadero, dice: Pozo poco profundo / donde se lava la ropa / y las miserias de uno. / Rodillas que se doblegan / como castigo / y manos endurecidas / de frotar en el frío.) . V. es una mujer de voz y gestos tranquilos, cuida de los gatos callejeros y en nuestras conversaciones fugaces en el umbral de su puerta me pregunta por el frío de la mañana y se lamenta de estado del mundo. En sus poemas habla del miedo, de seguir soñando a pesar de todo, del abandono. Como c., otra poeta aficionada de mi sección, acumula palabras e imágenes. El relato de su mundo.
*
Se elevan nubes de vaho de la hierba y recorren las aceras tras la lluvia. Parecen pequeñas tormentas de arena o remolinos de aire, antes de desvanecerse.
18.05.24
Los lunes de Anay. Narrativas…
"Ese saldrá ganando."
PAUL CELAN
PARÁBOLA DE LA BESTIA
El gato ronda por la cocina
con un pájaro muerto,
su nueva posesión.
Alguien debería hablarle
de ética al gato mientras este
husmea el lacio pajarillo:
en esta casa
no ejercemos
la voluntad de este modo.
Cuéntale eso al animal,
con sus dientes ya
clavados en la carne de otro animal.
LOUISE GLÜCK
(versión de Andrés Catalán)
Feliz lunes.
Un beso,
Anay
No hay comentarios:
Publicar un comentario