Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 23 de mayo de 2024

ochenta y dos

Interrumpen su ascenso unos metros delante de mí. Durante un par de kilómetros, sólo sus voces y mis pisadas y el horizonte abierto. Las peregrinas buscan el inicio de este camino, abajo, en el valle, observan las cumbres que días atrás veíamos en el horizonte cuando el camino llaneaba entre campos segados y áridos, descubren aldeas y casas solitarias en los pliegues de las laderas, el silencio abrumador y la cercanía del cielo. Una de ellas extiende los brazos, como si buscara abarcar el paisaje entero entre ellos, y grita hacia la inmensidad alrededor. Es un grito de alegría y apasionamiento, un arrebato y una certeza, la armonía entre el mundo desnudo y nuestro corazón desnudo. Repite el grito, dos, tres veces, su eco adentrándose pendiente abajo, hacia los santuarios improvisados con piedras, fotografías, cartas de letra apretada, pequeños corazones de madera con las palabras family y faith escritas en su centro y hojas secas; hacia el camino bajo castaños y robles cubierto con las primeras hojas secas rojizas; hacia las rampas que nos doblegaron y frenaron nuestro paso; hacia el campanario de una iglesia encerrado entre árboles antes de la ascensión. Sus gritos me detienen en este camino despejado cerca de la frontera lucense, apaciguo mi marcha y encuentro en ese paisaje de cumbres y valles en sombra reflejos de aquel de mi infancia en tierras gallegas. 
Unas horas atrás, el silencio antes del amanecer y la oscuridad tras las últimas casas de Villafranca del Bierzo. El cielo estaba claro y el temblor de las estrellas me recordó el sonido de unas viejas campanas. Me adelantaban y adelantaba a otros peregrinos madrugadores y ahí fuera, entre los campos y los senderos mudos, las luces de nuestras linternas frontales formaban un camino de luciérnagas. Marchamos junto a una carretera comarcal, atravesamos una aldea de casas abandonadas en el albor del día, vimos purpurear las cumbres de los montes, la salida del sol a nuestra espalda y, delante, nuestras sombras alargadas, menguando a lo largo de la mañana y el camino.

Mi padre, antes de morir, nos repetía los mismos recuerdos una y otra vez. Jornadas de pesca, ruadas nocturnas, comidas memorables en la costa gallega, bromas pesadas a los furtivos. No eran significativos, creo —no hablaba, en esas últimas semanas de vida, de su primer amor o la primera vez en la gran ciudad, fuera de su aldea, ni de los años solitarios antes del reencuentro con mi madre en esta tierra vasca, el nacimiento de mis hermanas y el mío propio, los días de jubilación, antes de los temblores, en su mesa de carpintero—. Se relataba su propia vida con una voz que no parecía la suya, una voz ronca y de autómata. No importaba mucho si hacíamos preguntas; iniciaba uno de esos recuerdos y tiraba de él como las mulas de carga hasta exprimirlo por completo.  

Había días, sin embargo, donde permanecía en un silencio aislador. Sentado en un banco junto a casa, se inclinaba sobre sus rodillas con la mirada lejana y las manos cerradas en un gesto de rezo que intentaba ralentizar sus temblores. En ese silencio, creo, repasaba su vida entera, del chaval en una tierra y un tiempo míseros pero con recuerdos inesperadamente luminosos al hombre de cuerpo retorcido con miedo a morir y congoja ante su torpeza y desmaña, todos los recovecos secretos, todo el amor y la angustia y la ternura experimentados. Tal vez sintiera asombro por la vida recorrida o sólo estupor y desconcierto por su rapidez. Tal vez sólo dolor y miedo. Ese silencio, su silencio

Mi silencio es este camino que me acerca a su tierra. Hoy no pesa la mochila en mi espalda, ni siento el cansancio en mi cuerpo. No descanso, cruzo los pueblos a un ritmo endiablado y siento que la sangre tira de mí hacia esa frontera en las cumbres. Mi corazón late fuerte y rápido y acongojado, y el paisaje es invisible, apenas una mancha difusa y alejada. Me detengo en la última aldea, antes de la ascensión —despierto de mi aturdimiento al ver en lo lato del camino, entre los valles boscosos, un campanario gris entre los  árboles—. Me siento junto a un riachuelo, entre flechas amarillas y señales de otro camino entre valles y minas. El agua corre clara entre los cantos rodados. 

Olía a barniz y serrín, mi padre. Y a sudor y madera. Las mañanas de orballo y niebla veía su silueta negra en aquel taller bajo el hórreo donde herramientas y polvo. Fumaba ducados —el humo de sus cigarrillos, niebla—. Me asombraba el desorden alrededor de mi padre contra sus gestos seguros y equilibrados en su banco de carpintero. Mi padre guiñaba un ojo al pasar la escuadra por la superficie de una tabla, dejaba el cigarro en el borde del banco, cepillaba la madera y volvía a empezar, cigarro, escuadra, borde, cepillo, hasta que se sentía satisfecho —cada gesto, un convencimiento—. Era meticuloso, mi padre.

Asciendo por un camino de piedras y tierra blanca, como aquel que cruzaba las aldeas de mis padres para convertirse en una promesa. Entonces, me encuentro con un hito con una cruz roja de Santiago que marca la frontera castellano-lucense. Dejo la mochila a un lado del camino. Estoy a campo abierto, aún quedan unos kilómetros hasta la cumbre y el final de etapa, y la sangre tira como me decían en Argentina los hijos de andaluces y murcianos. Han dibujado un corazón rojo y han escrito mensajes y nombres en español, italiano, inglés en el hito —también en las piedras a su alrededor—. Este dejar señales de nuestro paso, este conversar con nuestro yo íntimo y con el otro, este creer que una piedra conservará nuestro recuerdo. Hace un año vi morir a mi padre, —hace un año de esta tristeza lenta y subterránea, de los sueños donde mi padre no tiembla al andar y me dice que me quiere o vuelve a ser un joven con cuerpo de titán; hace un año que sus palabras, su voz, sus gestos reverberan en mí, él río yo afluente; hace un año que su ausencia tiene la corporeidad de estas piedras—, y con él, el final del mundo que mi padre fundó un veintitrés de mayo de mil novecientos cuarenta y dos. Hoy, frente a esta frontera imaginaria y oculta, antes de proseguir este camino blanco hacia una iglesia en la cumbre donde escucharé una plegaria en lengua navaja, busco una piedra donde escribir el nombre de mi padre.


23.05.2022/23.05.2023

No hay comentarios: