Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 4 de mayo de 2025

las manos de mi madre

Dice Bobin en El vendedor ambulante, “Lo esencial está en eso en lo que no reparas y que está frente a ti”. También dice “lo esencial es aquello que ningún conocimiento puede alcanzar”. Bobin  es el escritor de la luz, lo imperceptible, la dicha. Me recoge, Bobin, en los momentos de desasosiego y agitación. Creo que lo esencial, para mí, es todo aquello que ha traspasado el cedazo de mis cincuenta años, los rostros, gestos, libros que permanecen y forman parte de mí.
En julio mi madre me enseñó uno de sus dibujos de unir los puntos. Me preguntó si reconocía el retrato. Era parte de mi rutina. Terminaba de trabajar, comía en casa de mi madre, me sentaba luego al sofá mientras veíamos la tele o dibujaba sus rompecabezas. Recuerdo, hoy, la última vez que escuché su voz, un trece de diciembre. La despedida habitual, un adiós, un beso en la mejilla. Pocas veces reconocemos una última vez. 
Durante nueve días, mi madre permaneció intubada, sin voz, sin apenas moverse de su cama de hospital salvo para los ejercicios de rehabilitación. Mi madre nos hacía la pregunta muda de qué le había pasado. Nunca le dijimos la causa de su ingreso, en un intento, creíamos, por protegerla y no atemorizarla. El domingo antes de morir, durante dos horas, dirigí a mi madre y conté las veces que levantaba una pierna o un brazo o le hacía contener la respiración antes de soltar todo el aire. Usábamos una pizarra para comunicarnos con ella. Lo último que escribí en ella es lo mucho que la quería. Su último gesto, un beso desde sus labios intubados. 
Esta semana he soñado con mi madre. Repetía su pregunta hospitalaria. En el sueño pude decirle que sufrió un derrame cerebral. 


En julio pasado, el gesto de mi madre enseñándome el retrato a bolígrafo hizo que me sentará a escribir al llegar a casa. Escribí sobre sus manos (como podría haber escrito sobre su voz, sus ojos pequeños, el sabor de sus platos, todo ello ausente hoy, en este mundo con menos luz)




las manos de mi madre


Me enseña su último dibujo, mi madre, una silueta formada por cientos de líneas que atraviesan y se suceden a lo largo de puntos negros. Me pregunta si sé quién es. Wayne, es John Wayne le digo mientras miro el dibujo en mis manos. A mi madre le gustan cuadernos de unir los puntos. Se sienta en el sofá, coge sus bolígrafos de colores, busca el inicio y rastrea los números, que a veces llegan hasta mil. A veces intentamos adivinar el dibujo antes de empezar. Vemos los puntos y los números y todo ese espacio (en) blanco entre en ellos, como materia oscura en un universo finito, y decimos objetos o personajes al azar. Está a punto de cumplir ochenta y dos años, mi madre, se mueve con torpeza y lentitud y miedo y apenas sale a la calle más allá de sus citas médicas. Cuando hablo con ella por teléfono me sorprenden los momentos donde su risa y su voz parecen de niña —e intento imaginarla en su tierra gallega, antes de perder a su madre con ocho años, con zocas de madera y ese caldo que era, decía, la única comida, salvo en navidad, que había galletas; o algo más mayor, llevando a las vacas a pastar con alguno de sus hermanos, o las tardes en casa de la costurera con las demás muchachas de la aldea, o aquella vez que viajaron a la costa y vio por primera vez el mar, o su primera impresión de la gran ciudad: su recuerdo de mirar constantemente hacia el cielo, embobada por la altura de los edificios—.
*
Las manos de mi madre están arrugadas. No tiemblan como las de mi padre. Me gusta observar cuando dibuja o cocina o recoge los platos del escurridor, la paciencia y lentitud de sus gestos, los surcos en su piel blanca, la concentración del buscador. Sé que está triste, mi madre, desde la muerte de mi padre. Que siente la ausencia. Que los muebles le devuelven una frialdad que no había cuando estaban los dos juntos. 
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Las manos de mi madre tejieron nuestros jerséis de cuando niños, recuerdo la misma concentración de hoy pero una ligereza desaparecida. Veo, a veces, nuestras fotos de niños y sonrío por esos jerséis de los tres hermanos que siento de un rojo cegador. 
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Las manos de mi madre escribían cartas a su familia. Doblaba una hoja por la mitad, como un libro de cuatro páginas, y escribía con su letra redonda y grande. La recuerdo en la cocina, inclinada sobre la mesa blanca que una vez construyó mi padre, al igual que lo hago yo desde esta mía donde un ventanal de cinco metros a árboles, tejados y, hoy, un cielo brutalmente azul. 
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Las manos de mi madre descansan cruzadas sobre su regazo. Ve concursos televisivos, escucha la radio —y en mi infancia la radio siempre estaba encendida—, ya no lee —porque de ella eran esos libros extraños dentro de un armario blanco: El padrino, El graduado, Tiburón, Dinero para María…—, espera nuestra llegada para tocarnos el pelo al besar sus mejillas.
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Las manos de mi madre acompañan su hipo con pequeños saltos. Voy a crecer, dice hoy, como nos decía de niños. El hipo, el verano, las fiebres eran el motivo de nuestros estirones.

22.07.2024

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