Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 4 de abril de 2024

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Hoy, durante el reparto, buzoneé una carta, sólo una carta, escrita con bolígrafo azul, Pero hablé de ti a una vecina mientras le entregaba un certificado. Le pregunté si era la misma C. de los carteles del recital poético del próximo viernes. Me dijo que sí, que era el primer recital tras la pandemia, que ella se había animado pero que otras mujeres de la asociación ya no querían. Una perdió al marido, otras lo dejaron tras la pandemia, me dijo. C. es una mujer habladora y risueña y con una voz acogedora y cálida, me dice cariño —y una vez amante—, y se enfada cuando la trato de usted —de tú, háblame de tú, reniega siempre—. Sé que ese usted en mi trabajo es distancia y tiempo. Su vida no es fácil, ahora, el marido enfermo y los constantes cuidados. Como tantas mujeres en mi sección. Le dije que tenía una amiga poeta y le di tu nombre. Al cerrar la puerta me pidió que se lo repitiese. Para buscarte. 

Hay días así, de encuentros breves y tiernos. Hace tiempo que doy los buenos días a un octogenario con muletas cuando nos cruzamos en la estación, antes del primer metro. Levanto la vista del libro que esté leyendo en ese momento y le sonrío. Su andar me recuerda a mi padre, ese encogimiento extraño sobre sí mismo, la mirada perdida en el suelo y el miedo a tropezar. Hoy se paró por primera vez a hablar. Él también fue lector, donó sus libros a la biblioteca de Gernika porque no quería verlos desperdigados en casas ajenas, sólo conservó las obras completas de Blasco Ibáñez en tres tomos encuadernados en piel. Me contó que en su niñez les hacían leer El guerrero del antifaz pero que en las bibliotecas de sus abuelos encontraban libros prohibidos, que recordaba a una escritora de su juventud por una frase anticlerical y que un libro es el mejor amigo. Lees un capítulo, tiras el libro sobre una mesa y él no se enfada. Está ahí cuando vuelves, me dijo mientras guiñaba un ojo. Antes de bajarse, me confesó que iba a visitar a los amiguetes (eran las seis de la mañana), se tomaban un café juntos y charlaban; que estaba mal de las piernas pero no quería quedarse sentado y darle a la cabeza (y giró su dedo indicé sobre su sien), que no ha viajado mucho salvo en los libros.

Y hoy, también, me encontré con Vonnegut entre los libros devueltos de la biblioteca de mi sección. Humanos colisionando con humanos.

C. y este lector octogenario me acompañaron en este día en el que mi padre está aún más presente. Cada día un olor, una palabra, un objeto me llevan a él. Las hojas con las que sacaba sonidos de trompeta, sus lápices de carpintero tan diferentes a los míos, grandes, abultados y que trazaban gruesas marcas sobre la madera, las novelas del oeste que leía, el temblor en sus manos y piernas de sus últimos años y la altura de titán en mi infancia, los gestos medidos sobre su mesa de carpintero y sus brazos en jarras. Cada uno de nosotros somos un mundo en extinción y ojalá pudiéramos dejar un rastro más hondo y compartirlo con otros. Que no desaparezca en silencio. 

19.03.2024

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