Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 7 de abril de 2024

cuarenta años

Tenía nueve años cuando el Athletic ganó su última final. Es uno de los recuerdos exactos de mi infancia. En aquel año mi madre escribía al anochecer cartas en la cocina, mi padre, en las tardes claras de verano, volvía por el camino del río con una veintena de truchas sobre hojas de laurel —recuerdo las entrañas de las truchas en las manos de mi tía, algunas con docenas de pequeñas huevas, sus manos sangrientas y el cuerpo plateado de las truchas—, y mis hermanas y yo elegíamos un libro de la revista Círculo de lectores —y así llegaron El principito, Jim Botón y Lucas el Maquinista o Tom Sawyer—. Estos recuerdos se han permeabilizado con el paso del tiempo. De aquella final, la emoción del gol de Endika y la pelea final, que hoy, un niño de la edad que yo tenía en aquella copa, representaba para su hermana —se daban patadas y puñetazos, le decía mientras levanta las piernas y golpeaba al aire con firmeza y exageración—. Han pasado cuarenta años, ýb, con la rapidez que paso cuarenta páginas de un libro que me arrebata. Tal vez por eso lloré. Por las cartas que ya no escribe mi madre, por no acompañar a mi padre en sus tardes de pesca, por ese entusiasmo infantil ante cualquier historia, por todos los errores y dichas y días que no recuerdo, por todo este camino hasta esta tarde limpia de abril tras la lluvia.


Ayer vagabundeé por las calles de Bilbao en silencio, con una mochila con un par de libros de Kadaré y Avello, para sentir el ambiente y la energía circundante, toda esa esperanza en banderas rojiblancas por doquier, balcones, taxis, escaparates, incluso en collares de perros. Crucé el Guggenheim, rojiblanco a su estilo, y el parque donde leíste poemas bajo la lluvia, una plaza sin sombras y con tulipanes amarillos, la estatua de Mercurio/Hermes con sus pies alados en lo alto de un edificio. No me detuve a leer, sólo anduve en silencio, mi silencio, como si quisiera participar del momento y rodearlo al mismo tiempo, sorprendido por la pasión e intensidad de los otros.

Ayer, también, me reencontré en un bar de este pueblo con el jubilado del metro. Tomamos café mesa con mesa. Está a punto de cumplir noventa y cuatro años y lo que le enerva, escogió esa palabra, es que los demás crean que se inventa recuerdos o que no tiene nada que decir. No invento nada, me decía, ni son batallitas del abuelo, son mis vivencias —y recalcaba esa palabra, vivencias, y yo me sentía ante el lenguaje de un mundo en desvanecimiento—. Le gusta escribir recuerdos, y me preguntó si quería leer alguno. Asentí y sacó de su bandolera unas hojas escritas a mano, hojas pautadas con una letra grande que me recordaba a la de mis padres —y de nuevo, un mundo que desaparece—. Descubrí que sus recuerdos eran cartas de agradecimiento a este pueblo, al bar donde estábamos, a aquellos lugares y personas que le hacen sentir vivo. Me confesó que le gusta el diálogo: si no dialogo con el otro, cómo lo voy a conocer, decía. Y me dijo que mientras la cabeza le vaya bien seguirá con sus rutinas, que  no es un mueble, pero que cuando sienta que pierde la cabeza se quedará en casa. Cuando se marchó, se despidió hasta el lunes. Me sorprende su energía por demostrar que no inventa, que no cuenta batallitas, que su vida aún importa. No me habla del miedo a la muerte o al dolor o a caerse o al otro, sino que me repite que él aún es útil y que está vivo y que se le tenga en cuenta.

Toca elegir nueva lectura para esta semana intensa, con la campaña electoral y la gabarra. Ojalá encontrar algo que me ralentice, como el sirimiri.

No hay comentarios: