Yo era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor.
Casi todos los libros que leía pertenecían a la Biblioteca Municipal del centro
de Los Ángeles, pero nada de cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo,
con las calles, ni con las personas que me rodeaban. Me daba la sensación de
que todos se dedicaban a hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que
aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escritores de
primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo,
y era esto lo que se leía, se enseñaba en las escuelas, se digería y se
transmitía. Era un invento cómodo, una Logocultura ingeniosa y prudente. Había
que volver a los autores anteriores a la Revolución Rusa para encontrar algo de
aventura, un poco de pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se
agotaban rápidamente y uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas
interminables de libros insípidos. A pesar de todo lo que podía haberse
aprendido en los siglos precedentes, los autores modernos no eran lo que se
dice muy hábiles.
Cogía de las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie
decía nada? ¿Por qué no alzaba nadie la voz por encima de la de los demás?
Probé en las distintas secciones de la biblioteca. La sala
de Religión me pareció un páramo tan vasto como inútil. Fui a la de Filosofía.
Di con un par de alemanes resentidos que me estimularon una temporada, hasta
que los olvidé. Probé con las matemáticas, pero las matemáticas superiores no
se diferenciaban de la religión. No me afectaban en absoluto. Lo que yo buscaba
no se encontraba al parecer en ninguna parte.
Probé con la geología, y al principio sentí cierta
curiosidad, pero me resultó insustancial a la postre.
Descubrí ciertos libros sobre cirugía y me gustaron los
libros sobre cirugía: las palabras eran nuevas y maravillosas las
ilustraciones. En concreto, me gustaron y memoricé los detalles de las
operaciones del mesocolon.
Al final abandoné la cirugía y volví a la gran sala
abarrotada de autores de novelas y cuentos. (Cuando tenía morapio en abundancia
no iba por la biblioteca. Una biblioteca era un lugar estupendo para pasar el
rato cuando no se tenía nada para comer o beber y cuando la dueña de la casa le
perseguía a uno con los recibos atrasados del alquiler. En la biblioteca, por
lo menos, se podía ir al lavabo sin problemas). Vi muchísimos compañeros de
vagabundeo allí, y casi todos dormidos sobre el libro abierto.
Seguí recorriendo la sala general de lectura, cogiendo
libros de los estantes, leyendo unas cuantas líneas, unas cuantas páginas, y
dejándolos en su sitio a continuación.
Pero cierto día cogí un libro, lo abrí y se produjo un
descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y entonces, a semejanza del
hombre que ha encontrado oro en los basureros municipales, me llevé el libro a
una mesa. Las líneas se encadenaban con soltura a lo largo de las páginas, allí
había fluidez. Cada renglón poseía energía propia y lo mismo sucedía con los
siguientes. La esencia misma de los renglones daba entidad formal a las páginas,
la sensación de que allí se había esculpido algo. He allí, por fin, un hombre
que no se asustaba de los sentimientos. El humor y el sufrimiento se
entremezclaban con sencillez soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí
un milagro tan fenomenal como imprevisto.
Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de
préstamo, me llevé el libro a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y
mucho antes de acabarlo supe que había dado con un autor que había encontrado
una forma distinta de escribir. El libro se titulaba Pregúntale al polvo y el autor se llamaba John Fante. Tendría una
influencia vitalicia en mis propios libros. Acabé Pregúntale al polvo y busqué más libros de Fante en la biblioteca.
Encontré dos. Dago red y Espera a la primavera, Bandini. La
calidad era la misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y no
hablaban de otra cosa.
Sí, Fante tuvo sobre mí un efecto poderoso. Poco después de
leer los libros que he citado conviví con una mujer. Estaba más alcoholizada
que yo, sosteníamos peleas violentas y a menudo le gritaba: «¡No me llames hijo
de puta! ¡Yo soy Bandini, Arturo
Bandini!».
Fante fue para mí como un dios, pero yo sabía que a los
dioses hay que dejarles en paz, que no hay que llamar a su puerta. Sin embargo,
me ponía a hacer conjeturas sobre el punto exacto de Angel’s Flight en que al
parecer había vivido y hasta pensaba que a lo mejor seguía viviendo allí. Casi
todos los días pasaba por el lugar y me preguntaba: ¿será ésa la ventana por la
que se deslizaba Camila? ¿Es ésa la puerta de la pensión? ¿Es ése el vestíbulo?
No lo he sabido nunca.
Treinta y nueve años más tarde he vuelto a leer Pregúntale al polvo. Quiero decir que lo
he vuelto a leer este año y que todavía se sostiene, al igual que las demás
obras de Fante, pero que éste es el libro que prefiero porque constituyó mi
primer encuentro con la magia. Escribió otros libros, además de Dago red y Espera a la primavera, Bandini. Por ejemplo, Plenitud de vida y Hermanos
de vino. En la actualidad está escribiendo otra novela, Sueños de Bunker Hill.
Al final, gracias a otras vicisitudes, he conocido al
novelista este mismo año. Queda mucho por decir de la vida de John Fante. Una
vida con una suerte extraordinaria, con un destino horrible y llena de una
valentía tan natural como insólita. Es posible que se cuente algún día, aunque
creo que a él no le gustaría que yo la contase aquí. Permítaseme decir, sin
embargo, que en su forma de escribir y en su forma de vivir se dan las mismas
constantes: fuerza, bondad y comprensión.
Es todo. A partir de este momento, el libro pertenece al
lector.
CHARLES BUKOWSKI
5 de junio de 1979
Charles Bukowski.
Prólogo de Pregúntale al viento de John Fante. Traducción de Antonio-Prometeo
Moya. Anagrama
No hay comentarios:
Publicar un comentario