Está detrás de mí, la galerna. Antes de salir hacia el
trabajo, con la luna blanca y apagada entre las nubes eléctricas en el cielo de
la tarde, escucho el timbre de una bicicleta, un sonido perdido años atrás y
que ahora recupero gracias a los niños ahí fuera con sus mochilas de plástico
llenas de juguetes y sus gritos de ayyyelviento
mientras se ponen de cara a él para formar extrañas figuras geométricas con su
cuerpo. Debería ser un momento de inspiración, esta escena, que me descubra
algo que ha estado oculto e invisible hasta este instante, pero no. Sólo el
sencillo sonido de un timbrazo, en la tarde, bajo una luna aún sin brillo y el
viento alborotando alrededor, niños y árboles, ramas y melenas moviéndose a un
mismo ritmo.
Es con ese espíritu que respondo la nueva pregunta de
nuestra amiga escritora. Ya no es aquella de qué echamos de menos, sino ¿algún
cambio significativo/que creas que pueda perdurar? Respondo: Apenas nada. No he tenido epifanías, sólo
constataciones de aquello que me gusta y que no: me gusta el silencio y la
lectura, mirar por una ventana o sentarme en un banco a ver los cambios en la
luz sobre los árboles y los edificios y el horizonte, coger un tren hasta un
faro, cerca del muelle, y escuchar el crujir del viento en los mástiles de los
barcos, me gusta pisar monte y caminos de tierra, no me gustan las multitudes
ni los ruidos.
Me cruzo con las parejas de paseantes, camino al trabajo.
Aparecemos y desaparecemos de la calle a oleadas, primero los mayores de
catorce años, luego los de setenta dejan paso a los niños para acabar, de
nuevo, con los adultos. La simetría de una desescalada
asimétrica hacia una nueva normalidad.
Las rachas de viento nos hacen parecer niños en sus juegos, inclinados para
poder avanzar o con los brazos abiertos para emular superhéroes de ciudad. Hace
dos años que repito este camino al trabajo, en soledad, salvo los caracoles en
las noches de lluvia, y es ahora, en estos primeros días del fin del
confinamiento, cuando me cruzo con paseantes, corredores y ciclistas que dan
vueltas por el polígono y que desvían mi atención de las ventanas iluminadas y
la silueta en penumbra de la ciudad de las últimas semanas. Un pequeño cambio.
Hay una luz naranja y violenta sobre los edificios, nubes blancas y grises y
púrpuras en el cielo, la luz de luciérnaga de las primeras estrellas antes de
la noche. Y el viento, constante, feroz —escribo feroz y siento que le otorgo
al viento una cualidad animal, unas fauces, una intención, cuando el viento sólo
pasa como viento—.
—estos días nos han
repetido que estábamos ante un momento único en la historia. Pienso en aquellos
que he vivido y que mi sobrino conocerá por los libros o nuestros recuerdos
inexactos, la nube tóxica de Chernóbil sobre Europa, el colapso mudo de las
torres gemelas, los eclipses tras los negativos fotográficos, el paso del
cometa Halley, un golpe de estado fallido, la guerra en los Balcanes, el
atentado de Atocha, el cambio de siglo y milenio y el regreso de viejas
profecías sobre el fin de mundo, todo aquello que olvido, Ruanda, las sondas
espaciales, Mandela fuera de la cárcel. Si pudiera ir más atrás, si consiguiera
alcanzar otros tiempos bíblicos, sé que vería patrones y secuencias, pero qué
significados daría a todo ello, qué sentido a este confinamiento más que
vivimos entre aleteos de mariposas, que nos movemos casi a ciegas, bordeando lo
esencial, que todo cambia y sigue igual al mismo tiempo, como decía Lampedusa.
Sentimos que nunca antes, que todo se produce por primera vez, el pasado un
relato difuso. Nunca antes hasta que yo —entonces, la duda, de nuevo, sobre si
aquello que veo es una proyección de mi mente
Dejamos de aplaudir pasados un par de minutos de las ocho de
la tarde. El aplauso empezó en las ventanas, lento y templado. Desde la calle
llegó una respuesta de quienes habían iniciado su paseo y sus carreras. Me
quedo en la ventana, a la espera de una tormenta que no termina de estallar,
distingo las primeras conversaciones de mis vecinos al salir de casa, las
parejas de las manos y los amigos distanciados un par de metros, cada uno en un
borde de la acera. Salen poco a poco y se mueven como en aquellas películas
antiguas de ladrones de cuerpos e invasores marcianos. Hay algo mecánico y
antinatural en sus primeros pasos, en su mirada hacia las ventanas y el cielo
eléctrico y el vuelo de las golondrinas, recién llegadas. Apenas había gente,
antes de, a estas horas de un lunes, los que volvían de trabajo, los corredores
de última hora, algún grupo de adolescentes que buscaba la intimidad de la
escalera cerrada junto a nuestra ventana, no este desorden de siluetas en las
aceras y abajo, en la carretera, no este espacio vacío entre parejas, visible y
corpóreo, no este separarse de la estela de los otros, no tanta gente, ahí
fuera, en un tiempo anclado a las ocho y siete minutos.
—se habla de un nuevo
gráfico, en las tertulias políticas. Primero, las diferentes curvas del virus,
nuevos contagiados, número de muertos, pacientes dados de alta. Luego, el
porcentaje de destrucción de empleo, de
ertes y nuevos parados y la bajada en el pib. El pico de las curvas la cumbre
de una montaña o una sima a ninguna parte. Hay una cuarta parte de muertos que
semanas atrás, pero no una cuarta parte de dolor. Cada día es vivir un atentado
de Atocha, pienso. Los enfermos mueren, en el hospital, en las residencias, en
casa, solos, los familiares no pueden despedirse ni iniciar el luto, se
encuentran, imagino, ante una gran cuenca vacía, el estupor y la falta de
palabras y recuerdos primeros. No estamos en guerra, creo, como nos dicen en su
lenguaje bélico políticos y periodistas, ahí están los agujeros de bala en el
puente de Novi Sad, el árbol en la ventana de un edificio bombardeado de
Belgrado, ahí están la masa de refugiados y el estruendo de las explosiones tan
diferente a este nuestro silencio inicial que dio paso al trino de los pájaros
y las campanas de la iglesia y los aplausos de las ocho de la tarde, ahí están
la oscuridad y la incomunicación y el hambre y la sed y el resplandor cegador
de los fuegos, el silbido de las bombas sobre los mercados al aire libre, las
violaciones en masa, los alambradas electrificadas de los campos de
concentración, las coordenadas de nuestras guerras. No somos soldados —unas
palabras dentro de un relato dentro de una realidad. No la palabra—. Sí somos
aturdimiento y confusión e incertidumbre y miedo. Echo en falta detenernos por
un instante y pensar en aquello por lo que hemos pasado, por lo que estamos
pasando, la enfermedad, la soledad, el desgarro en quienes reciben por teléfono
la muerte de un ser querido, si nos ha cambiado en algo, personal y
colectivamente, estas semanas donde quietud y vulnerabilidad, qué marcas nos ha
dejado en nuestro cuerpo, en nuestro pecho. Echo en falta un instante donde
recordar —que es
volver a pasar por el corazón—
al otro
Llueve una lluvia seca de polvo y tierra unos metros antes
del pabellón. Me giro y veo la cortina oscura y sucia sobre los montes tras de
mí, acercándose, rápida. Cuando salga del trabajo, en la oscuridad de la
madrugada, veré ramas caídas y contenedores volcados y papeles entre las calles
del polígono. El ruido, ahí fuera, aquí dentro.
***
Termino con Vonnegut la rutina que inicié a mediados de
marzo de buscar entre mis libros, hacer una foto y compartirla con un pequeño
mensaje entre mis amigos. Un gesto sencillo que ocupaba una pequeña parte de mi
tiempo y que me traía de vuelta lecturas pasadas, hojas dobladas, frases
subrayadas, señales de sus primeros lectores en dedicatorias e iniciales y
fechas de lectura, y mis propias señales en billetes de tren, direcciones de
calles madrileñas, marcapáginas, hojas secas. Ese gesto sencillo me hacía
recordar los puntos de intersección entre la literatura y yo.
Vonnegut es uno de mis refugios lectores. Uno de mis
rituales es entrar en librerías de segunda mano o curiosear en los puestos de
la plaza nueva por si Dios le bendiga,
señor Rosewater. He encontrado un par de libros suyos en Aleph, una
librería cercana al templo egipcio de Debod, y en un rastrillo solidario donde Birlibirloque o Madre noche en una feria de ocasión. Acudo a él cuando ningún libro
me satisface, o quiero darle una nueva lectura a Matadero cinco, o busco su humanismo y socarronería en los textos
de Un hombre sin patria. Hablar de
Vonnegut es hablar de un superviviente de Dresde, de un humanista que mostraba
la estupidez humana con una clarividencia descacharrante, de alguien que te
invitaba a escribir un poema, cantar en la ducha, bailar sin importar lo mal
que lo hagas porque habrías creado algo, habrías hecho crecer tu alma.
Billy pensó en el efecto que el cuarteto había ejercido
sobre él y lo asoció con una experiencia que había vivido hacía ya mucho
tiempo. No necesitó viajar por el tiempo hasta la experiencia pues la recordaba
claramente. Sucedió de la siguiente forma:
Se encontraba en el almacén de carne, la noche en que Dresde
fue destruida. Procedentes del exterior se oían unos ruidos parecidos a los
pasos de un gigante. Era el estruendo que producían las bombas al estallar. Los
gigantes caminaban y caminaban pero como el almacén de carne era un refugio muy
seguro todo lo que lograban allí era provocar, de vez en cuando, una lluvia de
cal. Con Billy sólo estaban los demás americanos, cuatro de los guardas se
habían marchado en busca del calor de sus hogares, antes de que empezara el
bombardeo. Todos morirían con sus familias.
Así fue.
Las muchachas que Billy había visto desnudas también
morirían todas, dentro de un refugio mucho menos seguro situado en la otra
parte de los establos.
Así fue.
De vez en cuando un guarda subía hasta el principio de las
escaleras para observar lo que sucedía en el exterior. Después volvía a bajar y
murmuraba algo a los demás guardas. Fuera caía una tormenta de fuego. Dresde se
había convertido en una gran llama, una llama única que consumía todo lo
combustible.
No pudieron salir del refugio hasta media mañana del día
siguiente. Cuando los americanos y sus guardas aparecieron, el cielo estaba
negro de humo. El sol era un pequeño punto malhumorado. Dresde parecía un
paraje lunar. No quedaba nada, excepto lo mineral. Las piedras estaban
calientes. Todos habían muerto.
Así fue.
Los guardas se apretujaron entre sí instintivamente,
recorriendo el terreno con sus ojos. Iban mudando continuamente de expresión
sin decir palabra, a pesar de que de vez en cuando abrían la boca. Parecían un
cuarteto vocal en una película muda.
—Hasta siempre —podrían haber cantado—, mis viejos camaradas
y compañeros; hasta siempre viejos amigos míos… Dios os bendiga…
—Cuéntame una historia —le pidió en cierta ocasión Montana
Wildhack a Billy Pilgrim, en el zoo de Tralfamadore.
Estaban en la cama uno junto al otro y disfrutaban de
intimidad, pues la lona cubría la cúpula. Montana llevaba seis meses embarazada
y estaba gorda y rolliza. De vez en cuando exigía perezosamente algunos
pequeños favores a Billy. No podía pedirle helados o fresas, claro, ya que la
atmósfera exterior de la cúpula era cianhídrica y además los helados o fresas
más cercanos estaban a millones de años luz. Pero si podía mandarle a la
nevera, que estaba decorada con una pareja montada en una bicicleta, o bien,
como ahora, le podía rogar:
—Cuéntame una historia, Billy, muchacho.
—Dresde fue destruida la noche del 13 de febrero de 1945
—empezó Billy Pilgrim—. Salimos de nuestro refugio al día siguiente…
Le habló a Montana de los cuatro guardas que, en su
aturdimiento y dolor, se habían parecido tanto al cuarteto de cantantes. Le
contó cómo habían quedado los establos, totalmente destrozados, sin tejados ni
ventanas. Y también le explicó cómo encontraron por doquier una especie de
troncos abrasados que eran los restos de las personas calcinadas bajo la tormenta
de fuego. Y así sucesivamente.
Luego Billy le habló de lo que había sucedido con los
edificios que se reflejaban en el horizonte como peñascos. Se habían
derrumbado, la madera se había consumido y las piedras, al chocar unas contra
otras, se habían partido hasta quedar convertidas en montones de ruinas.
—Parecía la Luna —dijo Billy Pilgrim.
Los guardas ordenaron a los americanos que formaran en fila
de a cuatro y ellos obedecieron. Después les hicieron regresar a lo que había
sido su hogar. El edificio estaba todavía en pie, pero no tenía ni ventanas ni
tejado y en su interior no había otra cosa que cenizas y pequeños charcos de
cristal fundido. Fue entonces cuando tuvieron conciencia de que no había ni
agua ni comida, y de que los supervivientes, si querían continuar siéndolo,
deberían recorrer una tras otra todas las colinas de aquella superficie lunar.
Y así lo hicieron.
Vistas a cierta distancia, las colinas eran bajas. Pero las
personas que tuvieron que subirlas no tardaron en darse cuenta del error. El
suelo se movía, estaba caliente, era poco estable. Debieron remover muchas
ruinas para formar con ellas otras colinas más sólidas, pequeñas, sobre las que
poder andar.
Durante el transcurso de la expedición que cruzó aquella
luna, nadie dijo ni una palabra. No había nada que decir. Una cosa estaba bien
clara: aparentemente todos, absolutamente todos los habitantes de la ciudad,
habían muerto, y cualquier objeto que se moviera no representaba otra cosa que
un defecto en el paisaje. En la Luna no había hombres.
Algunos aviones americanos atravesaron el espeso velo de
humo para comprobar si algo se movía. Vieron a Billy y al resto del pelotón y
les dispararon unas cuantas ráfagas. Pero no acertaron. Luego vieron a otras
personas, en la orilla del río, y también les dispararon. Alguna bala dio en el
blanco. Así fue.
Su idea era anticipar el fin de la guerra.
La narración de Billy terminaba a las afueras de Dresde,
lejos del fuego y las explosiones. Al atardecer, los americanos y los guardas
llegaron a una posada lista para recibir clientes. En la planta baja había una
vela encendida, tres hogares que calentaban la estancia y mesas y sillas que
esperaban a que alguien llegara. En el piso de arriba había camas, arregladas
con su correspondiente cubrecama.
En el albergue sólo vivían un hombre ciego, su esposa, que
era la cocinera, y sus dos jóvenes hijas, que trabajaban de camareras y
doncellas. Toda la familia sabía que Dresde había desaparecido. Lo habían visto
con sus propios ojos, todo fuego y más fuego, y comprendían que ahora se
hallaban al borde de un desierto. Aun así habían abierto el albergue, lavado
los pisos, dado cuerda a los relojes, encendido los hogares y esperado a que
alguien llegara.
Pasaban muy pocos refugiados procedentes de Dresde. Pero los
relojes cantaban su tic-tac, el fuego chisporroteaba y las velas goteaban cera
indiferentes. De pronto alguien llamó a la puerta, y entraron cuatro guardas y
un centenar de americanos prisioneros de guerra.
El hombre del albergue preguntó a los soldados si venían de
la ciudad.
—Sí.
—¿Viene alguien más?
Entonces los soldados contestaron que por la difícil ruta
que habían seguido no habían visto ni un alma viviente.
El posadero ciego dijo que los americanos podían pasar la
noche en el establo, y que además les daría sopa, un poco de café y cerveza.
Después les acompañó al lugar para oír cómo se acostaban en la paja.
—Buenas noches, americanos —les dijo en alemán—. Que duerman
bien.
Kurt Vonnegut.
Matadero cinco. Traducción Margarita García de Miró. Anagrama.
2 comentarios:
Vonnegut es uno de los escritores más lúcidos de la historia de la Literatura y un gran pensador de todo el cataclismo de acontecimientos que fue el siglo XX. En lo personal, me alegra ver que finalizas con él y que lo incluyes junto a otro gran grupo de nombres. Ha sido un placer pasarme por aquí durante la cuarentena para bichear tus libros y autores predilectos. Seguiremos leyéndonos en un futuro.
Toda la razón, Lucas. Pocos como Vonnegut para hablar de lo que fuimos en el siglo pasado.
Un abrazo
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