Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

domingo, 14 de agosto de 2022

más tiempo que vida

Nos esperan días cercanos a cuarenta grados. Está siendo un verano raro en el norte, mucho calor, ninguna tormenta, nada de lluvia. Hay días que llego de trabajar y sólo me apetece tumbarme en el sofá la tarde entera —cuando intento leer me duermo y, a veces, en mis sueños están los mundos de Bradbury o Fante—. Reparto por un pueblo cerrado en agosto, por momentos un silencio y una quietud extraños en la calle, sólo el reflejo del sol en la chapa de los coches o el calor en las puertas de los portales. Hacia el mediodía me encuentro a uno grupo de niños en los soportales de las plazas. Hoy jugaban con una cucaracha descubierta en el suelo. La rodeaban, seguían su estela, se acuclillaban para observarla mejor, hacían que chutaban por encima de ella, le lanzaban un balón en la distancia —uno de los niños, el más pequeño, pedía que no la hiciesen daño—. Un niño, cansado, la pisó, mientras el pequeño gritaba que no debió matarla. En el tren de cercanías, de vuelta a casa, anoté esa escena en móvil, era parte de mi infancia, donde pisábamos hormigas o hundíamos las manos en el barro para encontrar gusanos como cebo. Tengo un puñado de notas sobre el reparto, las últimas un hay más tiempo que vida que me dijo una mujer mientras buscaba su pasaporte, una niña que me dice que sus padres se han separado y que su padre ha vuelto a vivir a su casa de niño, una figura de un elefante blanco abandonado en un jardín porque su dueña creía que atraía la mala suerte. Me digo que algún día pasaré a limpio todas esas notas. Pero las notas crecen. Y yo apenas escribo más allá de esas líneas.

Leo en el tren de cercanías. Y en las tardes de viernes junto a la ría, cuando he acabado la semana laboral y siento todo ese tiempo desplegado ante mí como una promesa. Hace poco terminé Hambre de Fante, los últimos relatos rescatados de su archivo. Ya no hay más que leer de él y me siento ante el final de algo. He descubierto la editorial muñeca infinita, que se dedica a rescatar a escritoras desconocidas. Los chicos de mi juventud o El caballo ciego, bien, muy bien. Me he dejado llevar por esas lecturas densas de Murdoch, Oé o Singer que me asombran tanto como me agotan. He vuelto al humanismo de Bradbury en estos tiempos extraños y he leído sobre Hiroshima y Chernóbil. A veces me acuerdo de lo que decía Bobin en una de sus historias, que apenas recuerda una lectura, porque me pasa lo mismo. Entonces, siento esas lecturas como lluvia. Porque también he perdido la costumbre de escribir sobre mis lecturas. Y su recuerdo, a veces, se emborrona.

Hace un rato encendí una vela ante la foto de mi padre y una de sus postales que empezaba con un Querido hijo. Cada tarde, desde septiembre, repito ese gesto, escucho el crujir del fuego en la cerilla, hablo con mi padre, le digo que le quiero o que le extraño o le hablo de mi día o le pregunto cómo lo hacía él, años atrás. Hay momentos donde veo todo lo que tengo de mi padre, las expresiones gallegas, los puños en las caderas, el tono de voz, la forma de apretar la mandíbula y entrecerrar los ojos. Mi madre me pregunta si recuerdo lo cansado que volvía aita de trabajar. Le digo que sí, que lo entiendo, hoy. En este año de luto siento algunas cosas fuera de su sitio. Y también que otras se aposentan. Recuerdos, objetos, emociones, los caminos gallegos y los caminos minerales de aquí. Pienso en mi padre con mi edad, o en mi yo de hace treinta años, veo todo ese mundo desaparecido tras su muerte, y encuentro respuestas a algunas preguntas, entiendo algunas escenas, consuelo al niño o al adolescente que fui — llevo días donde me acuerdo de la última vez que duché a mi padre, él de pie, tembloroso, apoyado en la barra de la pared, me hablaba de uno de sus días de pesca en la frontera entre Cantabria y esta tierra, su encuentro con dos guarda civiles, uno de ellos también lucense, de la zona de mi padre, su pregunta de si conocía a un carpintero llamado Jaime Fernández, su respuesta de sí, claro, es mi padre.

p.s. Yo también tengo una tristeza de fondo, un cansancio en la superficie, ganas de leer libros de mil páginas —Wolfe, Henry Roth, Dos Passos—, de un poco de frío de invierno en este agosto y ojalá lluvia


09.08.2022