Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

viernes, 7 de septiembre de 2018

La galaxia caníbal. Cynthia Ozick

Decía Tecman, parafraseando a Vonnegut, que estar en el centro equivalía a perderse lo más interesante, que había que acercarse hasta el borde mismo del abismo para encontrar formas, ideas e imágenes inesperadas y turbadoras. Joseph Brill, el protagonista de La galaxia caníbal, renuncia a acercarse al borde y se instala en un centro cómodo y anodino que le ciega de por vida, convertido en un hombre que se rinde demasiado pronto, que deja escapar conocimientos enriquecedores. Todo es centro para Brill, el mediocre colegio de primaria que dirige en mitad de Estados Unidos, los días y los años que se repiten en una suerte de infierno, las pérdidas desde la infancia, primero su familia en aquellos trenes que cruzaron Europa hacia las chimeneas de los campos de exterminio, luego la amistad y el coraje y la imaginación y la astronomía donde Brill veía un ancho mundo donde lo creado y lo no creado podrían coexistir, todo aquello, familia, sueños, imaginación, echados pacientemente abajo durante años y años de hastío y repetición, la desgracia de Brill de verse engullido por el tedio y la medianía. He aquí la primera grieta: en el paso de la infancia a la vida adulta  Brill vive el ascenso del nazismo, se esconde primero en un convento y luego en un granero para sobrevivir, lee y lee durante su encierro, abandona la astronomía por la educación en una tierra que desconoce. De su vida en París sólo quedan la idea de una educación dual donde se integren laicismo, judaísmo y ciencia y la búsqueda de una inteligencia luminosa y original entre sus alumnos de descubrir estrellas en el cielo a hacerlo en las aulas. La grieta se agranda y Brill se conforma. Y es este conformismo y una idea preconcebida de la enseñanza lo que le impide encontrar esa estrella que tanto anhela entre sus alumnos. Más preocupado en ver el reflejo de las madres en las hijas, Brill tendrá una nueva oportunidad de abandonar su centro, de mirar más allá de lo preconcebido, al conocer a la lingüista Hester Lilt. Brill, deslumbrado por la filosofía lógico-imaginista de Lilt, buscará en la hija el genio puro de la madre y en la madre un amor intelectual. Pero Brill será incapaz de cambiar su mirada y verá proyectará en una niña callada, tímida y que se distrae en clase una mediocridad que no es tal. El centro es un lugar cómodo.

En La galaxia caníbal, Ozick crea una historia implacable y un personaje que llega demasiado tarde a una suerte de epifanía que le hace darse cuenta de su fracaso vital, además de criticar la estrechez de miras de un sistema educativo que marca el futuro de una persona desde su infancia, incapaz de ver más allá de sus narices. Ozick no muestra un despertar a la conciencia o un renacimiento tras duras pruebas la segunda guerra mundial, la pérdida familiar, el miedo y el cautiverio, sino el drama de Brill por sus ideas graníticas, su ausencia de riesgo, su ceguera con todo y todos. Brill vive adormecido, ve pasar los cursos escolares como uno solo, cree anticipar el adulto en los niños, se mueve entre la religión y la ciencia, entre lo que existe y podría existir en su lugar. Su vida es un dejar pasar. Sólo la lingüista Hester Lilt le hace reaccionar, en un principio. Porque Ozick no da un respiro, no llega a una revelación crucial, sino que describe la parquedad en la vida y las certezas de Brill. Todo aquello que fue Brill, el niño fascinado por una estatua, el muchacho escondido en un convento y un granero que lee poesía y teología, el estudiante de astronomía que decide marcharse a una nueva tierra, todo eso, derruido poco a poco por la mediocridad y la tranquilidad de una vida cómoda, no cambia con su relación con Lilt, sino que se agudiza, Brill preocupado por no abandonar su centro y acercarse al borde para ver qué puede encontrar allí. Brill lee los estudios de Lilt, aspira a descubrir en su hija una estrella, la llama por teléfono para llenar su vacío, incapaz de asomarse a la imagen de sí mismo que le muestra Lilt, de asumir una vida perdida. La escritura de Ozick es certera y precisa, muestra la mediocridad en todo su dolor, y la extrañeza última con la propia vida y una manera estática de ver el mundo.







En la playa junto al lago se comprendía mejor a sí mismo. Fragmentos de conchillas y de rocas resbalosas agredían las plantas de sus pies: eran los huesos y las sobras de la naturaleza. El sendero que conducía al agua era un basural; la playa, un reguero de desperdicios. Allí todo encontraba un equilibrio para él: el lugar de donde venía, el lugar donde había llegado. Una caparazón extraviada. Pensó que hasta las estrellas son meros ejemplos y artefactos de una cartografía topológica de dimensiones imaginarias: reflexionaba acerca de esa región matemática donde puede inventarse todo y en la que todas-las-cosas-que-existen- eligen sus formas de ser en la plenitud ilimitada de las-cosas-que-podrían-existir.
Se decía a sí mismo: Lo Creado y lo –No-Creado-Todavía son igualmente elocuentes cuando se expresan en su lenguaje original, la divina fórmula de la ecuación; ¿quién puede entonces afirmar cuál es más atractivo, cuál es más superior? Lo que consideramos Realidad es sólo Posibilidad Parcial burdamente transformada en Materia inerte, un modelo inventado por un físico enmarcado en el tosco armazón de la gravedad y de las sustancias químicas.
¡Gravedad y sustancias químicas! ¡Fuerzas y átomos! La tosquedad de los sistemas. Las galaxias bien podrían ser la alternativa posible de algún Principio no demostrado aún en la Materia. Y el Director mismo, ¿no era también la alternativa de otro hombre que podría haber estado allí, de pie sobre la arena fría?
Cynthia Ozick. La galaxia caníbal. Traducción de Ernesto Montequin. Editorial Mardulce.

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