Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

jueves, 3 de mayo de 2018

Fin de campo. Don DeLillo

Turco azul derecha, ranura doble, cero enganche retrasado,

Entonces, en la segunda parte de Fin de campo, DeLillo detiene la acción y describe un partido de fútbol americano, los pases, carreras, yardas ganadas y la línea de marcación, los gestos de los entrenadores en el banquillo, el nombre de las jugadas y las posiciones que ocupan los jugadores dentro del juego, el olor de la hierba del campo y el rugido de la multitud, las trifulcas y las peleas, el dolor de cuerpos chocando y cayendo, hombros desencajados y huesos rotos. Hay algo dentro de ese terreno de juego que tiene un sentido: no el dolor, no la victoria, mucho menos la derrota, sino la unidad y el movimiento del equipo, un puñado de hombres que comparten y ejecutan una visión, que trasladan al juego lealtad, defensa, vibración, belleza, el fútbol como reflejo de un campo de batalla, una fórmula matemática o un sistema de señales, la coreografía de un grupo de hombres en pos de una armonía invisible. Cuarenta páginas por momentos arduas y que me hicieron sentir como uno de los personajes de DeLillo que recita de memoria poemas en alemán sin saber qué significan. Lo indecible. Fin de campo es una comedia. O algo parecido.

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Criba-W-intermedia, serie-alfa, 2-limón.

Un hombre busca en la disposición de su habitación un orden y una belleza estática: una cama, un escritorio, dos relojes, tres lápices, un pequeño desconchado en la pared. También, un judío que aspira a deshacerse de sus raíces judías, desnudarse de aquello que le han impuesto. Y un estudiante que recita poemas en idiomas que desconoce. Y el narrador, Gary Harkness, que se siente atraído por la guerra nuclear y sus consecuencias. Son algunos de los jugadores del modesto equipo de fútbol de la universidad de Logos. Harkness toma distancia con todo y todos, es descreído, irónico y observador, ha pasado por un puñado de universidades y equipos, traza sus propios significados sobre el sentido del juego, se cuestiona sobre el miedo y la tecnología, se siente un exiliado, teme el silencio y vaga por un paisaje desértico. Es el único que comprende la búsqueda de Taft Robinson, el primer jugador negro en Logos y un portento de los deportes, alguien llamado a destacar entre sus compañeros y rivales pero que sólo anhela perseguir cierto tipo de belleza estática y llevar el enorme exterior al interior. DeLillo encuentra en su narrador una forma de distanciarse y de romper con la imagen de los jugadores de fútbol americano, de encontrar un sentido en las repeticiones de entrenamientos y jugadas, en las relaciones entre los jugadores, en el miedo de cada uno de ellos y en su búsqueda de una comprensión última. Extrañan las conversaciones entre los jugadores, esa forma de preguntarse por el miedo o lo indecible, de cuestionarse las raíces y la realidad, de encontrar un sentido y una  belleza cercanos. Por momentos esas conversaciones parecen artificiales; y por momentos hay cierta comicidad en un puñado de jugadores que se hacen preguntas abstractas tras los entrenamientos o en mitad de un partido.

—Creo en las formas estáticas de belleza —me dijo—. Me gusta medir las cosas y dejarlas que se queden como están. Intento crear grados de silencio. Las cosas que hay en esta sala son simples y estáticas. Están medidas meticulosamente. En cuanto hago un cambio diminuto, todo cambia. Y ese cambio se vuelve inmenso. Mi vida aquí casi se parece a cierta clase de sueño. Ya sabes que a veces los objetos de los sueños adquieren una importancia enorme. Es como que resuenan. Es fácil tenerles miedo a los objetos de los sueños. Pues a veces esto se vuelve un poco así. A veces parece que yo me haga más pequeño y que la sala se alargue. Los espacios que separan los objetos empiezan a dar un poco de miedo. A mí me gustan los colores de esta habitación, el hecho de que no se muevan nunca ni cambien nunca. El tono de la habitación cambia, sin embargo. A veces se oye un murmullo. Se oye un rugido sordo. Se oye una especie de cántico tosco e idiota. Creo que el tono de la habitación cambia dependiendo de la hora del día. A veces es oceánico y a veces apenas se percibe, como si fuera una especie de pequeña pulsación en un desván. La radio es importante en este sentido. La clase de silencio que se hace después de que suene la radio nunca es igual que el silencio que había antes. Yo uso la radio de distintas formas. Casi la convierto en ejercicio espiritual. Silencio, palabras, silencio, silencio, silencio.

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Contra-quietos, ancha azul-2, cambio interior retrasado.

Una estudiante que se pregunta sobre la responsabilidad de la belleza y las máscaras tras las que nos escondemos; un profesor de exobiología que habla de microorganismos, el origen de la Tierra, el futuro del ser humano como astroplancton; un entrenador subido a una torre, como un eremita, que crea jugadas, movimientos, relaciones y significados y las sigue desde esa altura que lo acerca a un dios mudo; un oficial del ejército que alecciona a Harkness sobre la guerra nuclear y asegura que las bombas son una especie de dios y prepara un juego de guerra que en sólo doce pasos llevaría a la destrucción total. Como los jugadores de la universidad, estos personajes también se cuestionan sobre el miedo, la realidad, las máscaras, la religión, la relación que une el universo con el ser humano, todo aquello que fuimos, que somos, que seremos.

Aquí funciona una especie de teología. Las bombas son una especie de dios. Y a medida que crece el poder de ese dios, nuestro miedo aumenta de forma natural. Yo siento la misma aprensión que todo el mundo, tal vez más. Tenemos demasiadas bombas. Y ellos tienen demasiadas bombas también. De todo esto lo que sale es una especie de teología del miedo. Empezamos a capitular ante esa presencia abrumadora. Es demasiado poderosa. Nos hace parecer hormigas. Acabamos diciendo: que el dios haga lo que quiera, es mucho más poderoso que nosotros. Que sea lo que él ordene. Antes pasaba que los dioses castigaban a los hombres usando las fuerzas de la naturaleza contra ellos, o bien excitándolos para que cogieran sus armas y se destruyeran los unos a los otros. Ahora en cambio el dios mismo es una fuerza de la naturaleza, la fusión de tritio y deuterio. Ahora él es el arma. De manera que esta vez quizá hayamos ido demasiado lejos a la hora de crear un ser omnipotente. Toda esta maquinaria. Unas reservas fabulosas de maquinaria. El gran peligro es que nos acabemos rindiendo a una sensación de inevitabilidad y nos pongamos a tirárnoslo todo a la cabeza por todo el planeta.
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Serie zonal, triple tex, zambullida de reconocimiento fuera de pase.

End zone. La zona de marcación en el fútbol americano. Una frontera o un límite. El fin del campo. El miedo, el tedio, el humor, la tecnología, lo que pasó, está pasando y pasará, la construcción de significados, las estructuras repetidas, el movimiento de masas, la belleza estática y desnuda en la disposición de los objetos. Hay algo fantasmal en Fin de campo o Ruido de fondo, DeLillo habla sobre los terrores modernos y parece vaticinar el once de septiembre, no el ataque en sí, sino el trastorno y el miedo que surgió del ataque, el gran movimiento de masas en un paisaje apocalíptico, el ruido último. Fin de campo es una novela desigual, tiene buenos momentos y otros farragosos y aburridos, no llega a las sobresalientes Ruido de fondo o Mao II, donde DeLillo escribe en estado de gracia, pero se disfruta por sus conversaciones surrealistas, sus disquisiciones metafísicas y por un puñado de personajes febriles.




Zapalac hablaba dando vueltas en torno a su mesa:
—Sería interesante preguntarnos qué les debe nuestra vida en la Tierra a todos esos cometas que depositaron aquí tantos millones de toneladas de materiales químicos cuando se estrellaron contra nosotros en los años de formación de nuestra Historia, en nuestros años de crecimiento, y seguramente no resulte demasiado poético afirmar que fueron los cielos quienes nos nutrieron, quienes nos echaron una mano durante nuestros primeros dos mil millones de años, o hasta que pudimos apañarnos solos, sintetizar materiales básicos, dar el primer paso para devolver el favor y salir al espacio con menús de restaurante chino recién sacados del congelador. Pero a decir verdad, tampoco me fascina tanto el contenido de carbono de los meteoritos, ni la discusión de en qué momento exacto aparecieron los primeros organismos vivos en la Tierra. Mi apuesta personal es que fue en el 217 antes de Cristo en Kearney, Nebraska. Pero ¿qué pasará con los últimos organismos vivos, con las esporas y los hidrozoos que queden después de que nuestros ancestros nos lleven bien protegidos a la extinción? Terminaremos todos como astroplancton, nubes de polvo viajando por el espacio. Permitidme que plantee una pregunta: ¿qué es lo más extraño que tiene este país? Pues que cuando me despierte mañana por la mañana, o cualquier mañana, el primer miedo que me asalte no tendrá que ver con los enemigos de nuestro país, ni tampoco con nuestros enemigos tradicionales en la guerra fría o en la guerra que sea. Pero entonces, ¿a quién le tengo miedo? Porque está claro que a alguien se lo tengo. Pues escuchadme y os lo diré. Tengo miedo de mi propio país. Tengo miedo a los Estados Unidos de América. Es ridículo, ¿verdad? Pero mirad. Mirad por ejemplo el Pentágono. Si alguien nos mata a gran escala, será el Pentágono. A pequeña escala, tened cuidado con vuestra policía local. Fijaos en cómo me estáis mirando algunos. Pregunta: ¿acaso se van a poner a llamar a mi puerta a las tres de la madrugada dos corteses y amigables agentes del lavado de cerebro? Los dos con estudios superiores, claro... Ya veis mi encantadora y contagiosa sonrisa y os dais cuenta de que no es algo que me preocupe. Esto es América. Podemos decir lo que queramos. Me puedo pasar el día hablando, citando capítulo y versículo. Pero cuando llegue la prueba verdadera, lo más seguro es que me meta corriendo en una peluquería, si es que se puede encontrar una en este páramo, y me tiña el pelo de rubio para que todo el mundo crea que soy uno de esos chicos rubitos con la mirada perdida que tanto éxito tenían en la Himmelplatz hace tres o cuatro décadas. Se supone que en la sesión de hoy tendríamos que estar hablando del potencial biótico aplicado a los organismos de entornos muy remotos, situados mucho más allá de las carreteras y vericuetos de nuestro sistema solar. El potencial biótico del hombre se reduce a medida que aumenta todo lo demás. Esta formulita tan simple puede granjearme una beca de investigación para estudiar las modalidades de supervivencia al otro lado de la atmósfera. La primera beca en órbita. Tengo un pensamiento profundo para vosotros. La ciencia ficción no es más que empezar a entender el Antiguo Testamento. Mirad cómo los nitratos artificiales se vierten en los ríos y los océanos. Mirad cómo el dióxido de carbono derrite los casquetes polares. Mirad cómo escasean las reservas minerales del mundo. Mirad la guerra, el hambre y las plagas. Mirad cómo las hordas bárbaras profanan el templo de las vírgenes. Mirad cómo los caballos salvajes montan a los perros de las praderas. He dicho la ciencia ficción pero creo que quería decir la ciencia. En cualquier caso, aquí se está cerrando alguna clase de círculo mítico y/o histórico. Pero yo no dejo de sonreír. No dejo de decirme a mí mismo que no hay razón para preocuparme, siempre y cuando la juventud de América sepa qué es lo que está pasando. Cerebros, músculos, buenas dentaduras y buena estatura. Miro vuestras caras y se me tiene que escapar una sonrisita controvertida. Algunos de vosotros, con vuestros uniformes azules tan chulos, estáis aquí para aprender cómo es el espacio exterior y cómo convertiros en su policía. Uniformes, banderas e himnos de batalla. Yo os ofrezco el único comentario digno de citarse que he hecho en todo el primer semestre: las naciones nunca son más ridículas que en sus manifestaciones patrióticas. ¿Por qué iba yo a tenerle miedo a mi propio Gobierno? Aquí hay algo que falla. Pero no estoy preocupado. Por suerte se me da bien agachar la cabeza. Sé ponerme a cubierto y correr en zigzag como pocos. Cuesta mucho parar a un hombre bajito. Abramos el libro por la página setenta y ocho. La panspermia y sus reconfortantes implicaciones.
Don DeLillo. Fin de campo. Traducción de Javier Calvo. Austral.

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