Piensa en el largo camino de regreso.
¿Tendríamos que habernos quedado
en casa pensando en este lugar?
¿Dónde estaríamos ahora?

Elizabeth Bishop

miércoles, 18 de julio de 2018

La soledad de las vocales. José María Pérez Álvarez

las letras se apagan del rótulo de neón de la pensión Lausana, desaparecen una a una, sin apenas ruido, dejan de ser un faro o una hoguera para aquellos que buscan refugio en la ciudad y cambian el significado de la palabra primigenia, pasando Lausana de un ideal a una pensión destartalada y corroída por el tiempo, se apagan las letras y las vidas que habitan la pensión, el narrador borracho de la 9 que convive con el espectro de una suicida, el escritor de la 6 que aspira a una grandeza que lo sacuda de la miseria en la que vive, el viento en la 8, habitación abandonada y secreta que alberga nuestros miedos y derrotas, la pareja de homosexuales de la 5, el pintor de la 4, la ex nadadora de la 2, el tapicero serbio de la 7, el encargado, seres que parecen haber llegado al final de un camino, que se ven atrapados en las habitaciones de la pensión, evas y adanes y orfeos que salieron del paraíso metamorfoseados en sombras, eurídices atrapadas en el infierno, cada uno apagándose poco a poco como lo hacen las letras del rótulo, solitarios que se acercan unos a otros y hablan de sueños que saben inalcanzables, deseos que no son más que humo y recuerdos de un pasado sin conquistas, sombra sobre todo la del narrador de la 9, insomne y borracho que enlaza una pensión tras otra en una caída casi bíblica, su voz enquistada en las repeticiones de una rutina grotesca, los muebles, manchas y grietas de su habitación, la espera de alguna mujer que lo acompañe, el recuerdo de tantas que huyeron de su lado, los paseos por parques, barras de bar y estaciones de tren donde cruzar la mirada con otro ser humano que le haga sentirse a este lado de la vida, las conversaciones con el escritor de la 6 (que siente nostalgia de las manos de Joyce) o con el espectro de la mujer que se suicidó en su habitación años atrás, los viajes imaginarios a París que rompen la realidad y abren el muro de la pensión para respirar otros aires y otras vidas, el deseo de los cuerpos de las nadadoras olímpicas, su voz que avanza en círculos, las conversaciones, los objetos, los paseos, las mujeres ausentes, los deseos insatisfechos, y agranda lo grotesco de su figura, el narrador de la 9 como un don quijote desquiciado y pordiosero, como un observador fuera del paraíso, alguien que sólo sabe moverse por lugares de paso, pensiones, bares y estaciones de tren, su voz llena la soledad de las vocales, su voz que empieza como el despertar tras el sueño y termina con el despertar a una muerte ficticia.

Qué extraño y triste libro es La soledad de las vocales, el monólogo de un borracho e insomne que no hace más que dar vueltas por las mismas coordenadas, las mismas expresiones, los mismos recuerdos una y otra vez y que dan un ritmo hipnótico a la novela, una especie de voz en duermevela, qué personajes tan al límite, seres habituados a sufrir, a permanecer en una esquina donde ver pasar otras vidas o a sentir nostalgia de un deseo no satisfecho, qué escenarios de miseria, la pensión donde desaparecen las letras de su rótulo y que da cobijo a los perdidos y los abandonados, los bares y estaciones donde esperar un chispazo, una presencia que cambie en algo el rumbo de sus vidas. José María Pérez Álvarez ha construido una novela insólita y hermosa, fragmentos de la voz del borracho de la 9 que aspira a ser apátrida, apóstata y alcohólico, que le gustan los trenes que pasan de largo y el cuerpo de las nadadoras, que espera en su habitación a alguna mujer que se apiade de él, como la última prostituta, y habla con fantasmas y quiere que sus cenizas acaben en un fiordo noruego o en alguna copa para ser bebidas por una mujer hermosa y que se sabe fuera del paraíso o del infierno. Más allá de los personajes y espacios (que pueden recordar a Hurbert Selby), son el ritmo repetitivo de la novela y los fragmentos con apenas comas que dan al monólogo del narrador un aire febril y alucinado lo que acaba por atraer de La soledad de las vocales.







permanezco desnudo en la cama, escucho la lluvia que cae desde el primer piso de la pensión Lausana habitación 9, un eco que parece provenir de muy lejos como si estuviese lloviendo en un fiordo de noruega, en lysefjord no en sognefjord y el sonido se arrastrase hasta aquí, la lluvia cae como alguien que se precipita al vacío desde un fiordo de noruega, desde lo alto de la torre eiffel, desde los acantilados de finisterre, desde la cima de estaca de bares, contemplo la mancha de humedad en el techo que se parece a la isla de jamaica, uno debería poder adivinar el futuro por medio de las manchas de humedad o conjurar el pasado, mejor no saber nada del futuro que es también irreparable, me miro los dedos de los pies y pienso: un hombre descalzo es un hombre muerto, recuerdo las escenas de los atentados nueva york madrid denpasar bagdad Freetown, atentados terroristas en países remotos o provincias limítrofes, siempre hay una bomba esperándonos en cualquier esquina, vagón de tren o restaurante, piso o maleta, mezquita u hotel, somos sujetos que llevamos inscrita la muerte en nuestro apellido, en nuestros genes, en nuestros gestos, en nuestros antebrazos, en nuestras palabras, en nuestros ojos, en nuestros sexos, sujetos que despertamos resacosos en la habitación de una pensión que tiene una mancha de humedad similar a la isla de jamaica y escuchamos caer la lluvia, jamaica es una isla a la que no podrá dirigirse nunca el Ford rojo del encargado de la pensión que oigo arrancar como un trueno o una bomba, una noche me encontré en un bar al encargado, un setentón medio borracho que se puso a hablar de tiempos mejores, yo estaba viendo la televisión, contemplaba las pruebas de natación de los 200 metros libres femeninos en atenas, veía los cuerpos irrepetibles de las nadadoras como seres de otro mundo, sentía en mi piel el fresco de las piscinas de aguas azules y el olor del cloro, imaginaba lo hermoso que sería hacer el amor con una cualquiera de aquellas mujeres, la que ganase o quedase quinta o la que llegase la última a la meta, se sentó el encargado y empezó a hablar de cuando regresó de suiza y con los ahorros inauguró en enero de 1969 la pensión lausana, me aburren las personas que recuerdan el ayer irrectificable con la nostalgia de los tiempos mejores, de los buenos tiempos y olvidan que tuvieron que emigrar, que tragar miseria, que aprender otro idioma, que renunciar al fútbol de los domingos o al tabaco rubio, a las fiestas de su pueblo, así es la vida dijo la vida como el azar favorece siempre a los ricos, así es la vejez —pensé— se miente para sobrevivir como son mentira los cuerpos gloriosos de las nadadoras que sólo existen en las piscinas olímpicas, le invité a otra botella y entonces ni el ayer ni el presente fueron buenos tiempos, todo era una mierda, los emigrantes que paraban en la pensión como pájaros tristes, los oficinistas solitarios, las mujeres orgullosas, los yonquis intranquilos, los enfermos desahuciados que echaba a la calle como a perros para que no murieran en la pensión y la gente murmurase con asco del negocio, las putas, los camellos, las parejas que hacían el amor, algún pintor, el extranjero, los extranjeros siempre sospechosos, apostadores, locos, estudiantes, mercachifles, viajantes, homosexuales, ladrones, gente de sombra y desamparo, iluminados, ateos, anarquistas, de vez en cuando yo ojeaba la televisión, admiraba los músculos de aquellas mujeres, sus hombros anchos, sus cinturas rotundas, sus muslos incansables y nadaba con ellas en las series de clasificación de los juegos olímpicos, huía del ambiente tórrido del bar sumergiéndome en las piscinas azules que olían a cloro, ah y en la habitación que usted ocupa se cortó las venas en 1980 una mujer, nos miramos y sólo acerté a preguntarle si iba a arreglar algún día las letras fundidas del letrero, para qué —dijo— tenía razón, para qué, qué importan los nombres, los nombres de las pensiones los nombres de los bares los nombres de las mujeres los nombres de las plazas los nombres de las personas que vivieron en la lausana si al final sólo queda el brillo de la sangre que fluye cuando en la habitación 9 una mujer sin nombre coge una cuchilla de afeitar y se corta las venas en silencio, una semana me quedó a deber la muy puta —dijo el encargado— hizo un gesto al camarero, a ésta invito yo, por los buenos tiempos y vi el rastro de sangre de la suicida de la pensión esparciéndose en las aguas azules de una piscina olímpica a la que se lanzan nadadoras como tiburones que olfatean la sangre y buscan su origen con los delicados movimientos de las nadadoras olímpicas
José María Pérez Álvarez. La soledad de las vocales. Ediciones B.

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